Funeral malasañero por La Tere en tiempos del coronavirus
En los velatorios de estos días, las medidas para evitar contagios han sofisticado nuestros gestos. Nos saludamos con los codos sin poder enjugarnos las lágrimas mutuamente, explica la autora
Doce años tenía la Tere cuando estalló la guerra. Era una de esas crías que se escondían en la estación de Chamberí en los bombardeos y en cuanto la abrieron al público, quiso volver a respirar, de nuevo, el miedo. Ella no tenía. Siempre lo burló. Esquivó un obús que mató a otros niños del refugio y sorteó el hambre trabajando de limpiadora, cocinera y bedela. Dos abortos sobre la mesa de la cocina de su casa de Malasaña, viuda temprana con tres hijos.
El día del golpe de estado, a la Tere se le presentó su hija en casa con los carnés de la Liga Comunista Revolucionaria. La Tere limpiaba, entonces, los despachos más ilustres del ministerio de la Gobernación. Los cartones con foto y apellidos de los comunistas fueron triturados a mano y mezclados con la basura del señor ministro, la que nadie revisa.
La Tere vivía en Malasaña desde hace 60 años. Conocida en los bares de su calle, en el centro de la tercera edad y en la calle de Fuencarral, donde observaba, sentada en un banco, la fauna madrileña que tanto admiraba.
Ingresó en la Fundación Jiménez Díaz con úlceras sangrantes en las piernas y una cadera rota en la que los médicos no repararon porque tardó en quejarse. Dos días después de operarla comenzó el aislamiento. Su ingreso coincidió con la alerta por coronavirus y había que mantener precauciones. Cada vez más controles, cada vez menos tiempo en las visitas. Ni un abrazo ni un beso, por si pudiéramos contagiarle el Covid-19 siendo su situación tan delicada. Sus últimos días, los hijos lanzaban los besos de lejos, gritándole que la querían, provistos de mascarillas, bata y guantes. Las medidas para evitar contagios por coronavirus sofisticaron nuestros gestos para que mostráramos, fidedignamente, cuánto queremos a los nuestros.
La Tere murió de madrugada, sola, en su cama, dormida gracias a una pastilla que velaba por sus sueños. Llamaron a sus hijos, quienes rechazaron el velatorio y esperaron más de dos días a que hubiera hueco en el crematorio de la Almudena. Allí se reunirían los mínimos, saludándose con el codo sin poder enjugarse las lágrimas mutuamente.
-“¿No puedo abrazarme, besar, emborracharme y llorar con por ella? No entiendo un funeral de La Tere sin eso”, soltó con rabia el hijo menor.
Ninguno rechistó.
Cierra el Sidi, -ese clásico de Malasaña en la calle de Colón, 15- el mismo año que se nos muere la Tere. Se enteran, en pleno aislamiento, los fijos de La Jauría y el Baranda, llorándola de lejos comprando provisiones en el supermercado. Quieren despedirla por todo lo alto y, por supuesto, en un bar, tal y como la recuerdan, esperando a que su hija la recoja para ir a cenar. A la Tere le encantará disfrutar de la eternidad con sus cenizas formando parte de cualquiera de las barras que frecuentaba. ¿Acaso existe funeral más malasañero?
Celia Blanco es periodista y autora del blog Mordiscos y Tacones. Esta tribuna pertenece a la serie La Experiencia Personal, que EL PAÍS Madrid publica a diario durante la cuarentena por coronavirus. Puedes leer aquí la experiencia personal de Esther Arroyo (“Liberar espacio: a mi abuela de 93 años la sacan de paliativos”), de Miguel del Arco (¿Cómo estar tranquilo cuando sabes que tienes una plantilla que depende de la recaudación?), de Mariah Oliver (“Dos meses sin cobrar el sueldo”), de Victoria Torres (La tribu se pone en marcha) , de Juan José Mateo (Ojo, que tiene 38º) o de la Doctora María Sainz Martín (Ponerse al día).
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