Compasión por los candidatos exhaustos en el debate electoral
Uno llega casi a compadecerse de los líderes, sometidos a un protocolo draconiano y atosigante por arañar los últimos votos, e incapaces de la más mínima espontaneidad


“Ya puedes subir a Rull”. A las puertas del edificio del área de programas de TV3, al final de la interminable rampa exterior que se muestra al público sólo en ocasiones solemnes, la regidora con pinganillo y micrófono ordena un protocolo con más detalles que una boda real. Cada candidato debe esperar su turno en recepción antes de subir la rampa. Jéssica Albiach (Comuns), Ignacio Garriga (Vox) y Alejandro Fernández (PP) han llegado en coche hasta la puerta misma, mientras el resto prefería andar, rodeados siempre del séquito de asesores: Pere Aragonés (ERC) va acompañado de dos conselleres y varios miembros de su gabinete, a Salvador Illa (PSC) lo acompaña una sola persona y el equipo de Junts es también muy nutrido, sólo falta el candidato, Carles Puigdemont, representado por su vicario Josep Rull. Parece ser que alguno de los partidos ha traído a más personal del previsto, porque los encargados del cátering han tenido que añadir más comida en el último momento. No me cuentan cuál es el grupo que ha abusado.
A los candidatos los recibe una treintena de personas, entre directivos de la Corporació Catalana de Radio i Televisió, miembros del consejo de Administración, prensa corporativa y periodistas a la busca de una foto o una anécdota que llevar a la crónica. La profusión de saludos y fotografías también es propio de una ceremonia nupcial con ocho novias sucesivas. Sólo después de estos compromisos, los candidatos pueden encerrarse unos minutos con sus asesores en los camerinos. Pero es exactamente eso, unos minutos escasos, porque el carrusel de rituales previos no ha terminado. Aún queda el momento de elegir un sobre con el nombre de otro candidato al que se formulará la primera pregunta del debate, y la fotografía para el programa de la noche electoral, forzando unos pasitos y un gesto como el de los futbolistas cuando se proyectan las alineaciones en los partidos televisados. No hay el más mínimo margen para la originalidad: a Carlos Carrizosa (Ciutadans) le obligan a repetir el retrato porque había osado poner sus brazos en jarras.
Uno llega casi a compadecerse de los líderes, sometidos a un protocolo draconiano y atosigante por arañar los últimos votos, e incapaces de la más mínima espontaneidad, so pena de tener que aguantar la reprobación, no del electorado, que tal vez lo agradecería, sino de los asesores ahítos de encuestas y cursos de marketing político. Todo está medido: está claro que a Salvador Illa alguien le ha prohibido sonreír, como si la sonrisa no fuera propia de “la política útil”, al revés que Ignacio Garriga (VOX), que se fuerza a mostrarse alegre y con un cierto aire de suficiencia en un terreno que, seguro, considera hostil. Josep Rull ha elegido un traje oscuro para impostar seriedad y trascendencia, como Pere Aragonès y el mismo Illa, no en vano compiten por la victoria -unos más que otro-. Alejandro Fernández (PP), en cambio, se ha quitado la corbata, aunque no ha llegado al nivel de Carlos Carrizosa que, dispuesto a todo, lleva el look más casual: americana informal azul celeste con coderas oscuras y camiseta con el logo del partido, quién sabe si para dar el do de pecho en su hipotético último debate electoral -ninguna encuesta prevé que Ciutadans saque ningún diputado. En la banda izquierda, Jessica Albiach repite su americana clara y las deportivas rojas que casi parecen un talismán, y la cupaire Laia Estrada, de granate y negro, debería ser quien estuviera más fresca, ya que su partido, fiel a la vocación colectiva y asamblearia, ha repartido la presencia en los debates entre ella y su número dos, Laure Vega.
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