Rehenes de una minoría radical
Cataluña debe superar la nefasta política de vetos y confrontación
La campaña electoral en Cataluña acaba este viernes marcada por el cordón sanitario que los partidos independentistas han rubricado para excluir al PSC de cualquier pacto de gobierno en Cataluña. Lo han hecho sin que estas mismas fuerzas tengan garantizados acuerdos alternativos que permitan la gobernabilidad de esta comunidad. El pacto escrito ha sido promovido por una plataforma prácticamente anónima hasta ahora, llamada Catalans per la Independència, sin estructura ni líderes conocidos. El documento, de un simplismo desolador, es rechazable por al menos dos motivos. En primer lugar, por el anhelo de petrificar en Cataluña posiciones de bloqueo que amenazan con perpetuar la inestabilidad y confrontación de una comunidad que ya lleva casi una década de parálisis y división. Después, por la inquietante sensación de subordinación de los partidos —estructuras nucleares de la representación política de la ciudadanía— a iniciativas de grupos activistas marginales.
La teatralización del cordón sanitario al PSC responde a los nervios de los partidos independentistas por no perder apoyos de los sectores más radicalizados, que son los mismos que en 2017 empujaron a las instituciones catalanas hacia un abismo del que todavía no han acabado de salir. El protagonismo de estos sectores en el debate público amenaza con eclipsar la lógica aspiración de una creciente parte de la sociedad de Cataluña a priorizar las políticas orientadas a superar la crisis por encima del enfrentamiento territorial.
Las propias actuaciones de los partidos independentistas en los últimos dos años dejan en evidencia la teatralización del cordón sanitario. ERC y Junts gobiernan con los socialistas en decenas de municipios catalanes. Los de Carles Puigdemont también lo hacen con el PSC en la poderosa —y rica en cargos designados a dedo— Diputación de Barcelona. Con estas premisas, y a la vista de la nefasta etapa anterior, así como los graves retos sanitarios y económicos por delante, parece completamente absurdo dedicarse a romper puentes en vez de virar hacia actitudes más pragmáticas de concertación. En el caso de ERC, resulta especialmente incomprensible que continúe pidiendo diálogo al Gobierno para reactivar la mesa sobre Cataluña mientras veta sectariamente cualquier acuerdo en la Generalitat con el principal partido que lo conforma. ERC debería alejarse de los segmentos más radicalizados si quiere que su apuesta por el diálogo se pueda considerar como algo a tener en cuenta.
Se acaba pues una campaña decepcionante, marcada también por inaceptables actuaciones violentas o intimidatorias contra los actos públicos de Vox. Por rechazable que pueda resultar el discurso de un partido nunca se puede justificar el uso de la violencia para acallarlo. Pero, sobre todo, no se ha aprovechado adecuadamente la circunstancia para que los partidos expliquen bien sus propuestas y aclaren cómo las piensan financiar. Hurtar a los ciudadanos toda esta información y esconderla bajo debates sobre vetos estériles y campañas de desprestigio de vuelo gallináceo resulta empobrecedor. Cataluña no puede quedar en manos de minorías radicalizadas que no buscan más que continuar con el enfrentamiento.
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