El ‘Rincón’ literario y emocional de Elvira Lindo
Las tierras despobladas de Ademuz se convierten en el paisaje envolvente de ‘En la boca del lobo’, que le ha valido a la novelista una plaza con su nombre y el reconocimiento de su pueblo familiar
Un día de verano, en Ademuz, con sus mil seis habitantes, con la memoria de sus padres enterrados en el pueblo, con tantos veranos de la infancia adosados a estas calles empinadas y alojados en su recuerdo, leía Elvira Lindo un libro: Cristo se detuvo en Éboli, de Carlo Levi. La portada, en tonos sepia, mostraba una casa vieja de pueblo, una niña de espaldas, una hacina de leña, un caballo. La segunda frase del libro decía: “Llevado de aquí para allá por el azar, hasta ahora no he podido mantener la promesa que hice, al despedirme de ellos, a mis campesinos, de volver con ellos y no sé, la verdad, si podré jamás —o cuándo— mantenerla”. Lindo, esa promesa callada de regresar plenamente a sus orígenes, la ha cumplido este otoño: el Rincón de Ademuz se ha convertido en su nuevo territorio literario.
La escritora ha vuelto a ese Éboli dislocado del mapa: un rincón de València pero enclavado en Teruel. Tan lejano pero jamás olvidado. Eso es Ademuz para la novelista: el pueblo familiar donde sigue viviendo su tía Elvira, de 92 años —”madalenas Elvira, las que nunca se olvidan”— y algunos otros familiares. Ahora ha regresado a ese paisaje con su nueva novela, En la boca del lobo (Seix Barral). Y la respuesta ha sido inesperada. Ha trascendido lo literario. Aquella plaza donde jugaba de niña en esas tardes largas con relojes dalinianos ya no es la Plaza del Ayuntamiento de Ademuz. Ahora, la histórica plaza del pueblo es la Plaza Elvira Lindo.
El acto no merecía un pregón. Se adecuaba más a unas albadas. “Fuiste a nacer en Cádiz, nomadista de Dragados. Madrid, tu enclave vital. Y en Ademuz, los veranos”, le cantó la rondalla. “De Lindo: fuerza y coraje. De Garrido, el humor. Inteligente y sensible, una mezcla de los dos”, añadió el coro de voces. “Has vivido en medio mundo con tu marido andaluz. Pero tu alma siempre ha estado en el Rincón de Ademuz”, le siguieron cantando. “Elvira, vente pal pueblo, que te vamos a cuidar. Leer no leemos mucho, pero podrás aparcar”, le bromearon.
Aparcar es fácil en Sesga, la aldea que Elvira Lindo ha transformado en La Sabina en su última novela. Tiene 11 habitantes. Llegar allí, después de 13 kilómetros de curvas entre sabinas y carrascas, es comenzar a entender la despoblación. Corrales semihundidos, eras abandonadas, calles de tierra. Y mucho silencio. Sesga no tuvo luz ni agua potable hasta el año 2001. La escuela rural, cerrada en 1965, conserva los pupitres de hace un siglo. En medio del aula sigue la estufa a la que cada alumno arrojaba su leño traído de casa para calentarse en los crudos inviernos, cuando los inviernos eran inviernos.
Esa escasez material –ese Éboli colgado a 1.180 metros de altitud, donde parece que Cristo se detuvo y nunca jamás entró– contrasta con la naturaleza salvaje, libre y rica que rodea a Sesga, a Ademuz y a todo el Rincón. Ese es el territorio que Elvira Lindo ha recreado como un entorno que marca a los personajes de su última historia. “Han tenido que pasar muchos años para que yo supiera ponerle palabras a la emoción que este paisaje y esta tierra dejaron en mí”, cuenta la autora.
En los últimos tiempos ha vuelto una y otra vez al Rincón. Ya no volvía con el cordero en el techo del coche como en la infancia, cuando allí la esperaban sus tíos César, Concha, Alberto, Andrés, Eroína, Esmeralda, Elvira. Ahora quería impregnarse, sobre todo, de su naturaleza. Y así ha nacido esa nueva voz: “Cuando se llegaba a La Sabina era y es como si se aterrizara en el fin del mundo, en un pequeño valle entre montes en el que ya no hay un más allá”.
En la comarca vecina, la Serranía, el escritor Alfons Cervera ha trazado –libro a libro, de Maquis a Claudio– un paisaje con valor moral. Ahora, en el Rincón de Ademuz, Elvira Lindo ha construido un paisaje sensorial, polisémico y envolvente. La negrura de la noche, cerrada y densa. El ulular del viento en la oscuridad. El latido interior de la tierra boscosa. El olor del miedo que atrae a los animales: “Un olor que los perturba porque saben que quien tiene miedo es incontrolable”, escribe. Las tormentas que cambian el calor súbitamente por el fresco. El crujir de las vigas del techo. Los amaneceres luminosos. El pajar. La leña. La soledad en Sesga: “La soledad de la madrugada, con la misma lejanía del mundo que la de un astronauta que contemplara la Tierra desde la Luna”, escribe. El frío cortante de la mañana, un frío a cuchillo. El olor a fuego hogareño. La nieve y su blanco silencio. Todos los matices del silencio. La desolación de las casas vacías. La melancolía anticipatoria grabada en esta tierra menguante. Los niños jugando en la hondonada. Los adultos conversando en el corral, a la sombra de una higuera. Los inviernos solitarios. El tejón, la ardilla, la liebre. El canto del petirrojo, del mirlo, del carbonero. El paisaje de pinos, tejos o chaparros. Y siempre –impregnando todo el libro– las sabinas. Veinte sabinas gigantes, vetustas, como una manada de elefantes vivos y varados en el bosque.
Todo ello conforma no solo el trasfondo de esta historia, en la que una niña de once años, Julieta, va desvelando su trauma silenciado. No es solo el escenario donde se mueven los lobos con forma de hombre. El paisaje del Rincón –su naturaleza, que le ha explicado con detalle el profesor de Ciencias Naturales Miguel Atienza– es el protagonista agazapado de esta novela donde se cruzan los caminos del cuento clásico y de las nuevas caperucitas; donde se funde el retrato psicológico con los peores abismos humanos.
Una ruta guiada
Esta novela, dedicada a su tía que sigue en Ademuz –”Para Elvira Garrido, ejemplo inagotable de coraje y alegría”–, le ha valido a la autora una plaza. Dice el alcalde de Ademuz, Ángel Andrés, que el simbólico reconocimiento del pueblo a su novelista es un acto de gratitud. “Siempre nos ha llevado en la cabeza y en el corazón. Y ahora ha hecho mucho por nosotros. Nos ha sacado en todos los periódicos, en muchas televisiones, y ya hay lectores que vienen por aquí para conocer el paisaje de su novela. Vamos a poner en marcha una ruta guiada”, cuenta el alcalde, del PP.
Falta hace. En medio siglo, el Rincón de Ademuz ha pasado de tener siete mil habitantes a dos mil. Solo dos mil personas entre los siete pueblos y todas las aldeas del Rincón. Menos gente, pero mucha vida. Y eso es lo que ha aproximado cada vez más a Elvira Lindo hacia el Rincón. Ahora lo tiene más cerca. Recientemente ha adquirido una vivienda en el centro de València. Planea salir de Madrid y pasar algunas temporadas en la capital del Túria con su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina. Además, también fantasea con tener algo propio en Ademuz, donde anida su memoria familiar.
Tantos años después, la autora exalta la belleza del lugar y lamenta “el zarpazo de esa soledad miserable que hace desaparecer a los seres humanos de los ojos ajenos hasta convertirlos en fantasmas sin haber muerto”. En esa frase no habla de La Sabina, ni del Rincón de Ademuz. Habla de la soledad de la gran ciudad, donde el aislamiento es invisible. A veces, el lobo no está donde se le espera.
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