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Las ‘kellys’ del calzado: jornadas de 60 horas semanales pero contratos de 20

Las mujeres que cosen los zapatos, muchas desde sus casas, reclaman desde Elche que se elimine la economía sumergida que las sitúa como el eslabón más débil de la cadena

Fini Sánchez, presidenta de la Asociación Ilicitana de Aparadoras y Trabajadoras del Calzado, en su domicilio.
Fini Sánchez, presidenta de la Asociación Ilicitana de Aparadoras y Trabajadoras del Calzado, en su domicilio.Joaquín de Haro

“Queremos dejar de ser invisibles”. Así de contundente se mostró Isabel Matute, presidenta de la Asociación de Aparadoras de Elche. Ella representa a las mujeres que se encargan de coser y unir las piezas para formar el zapato a través de una máquina de aparar. Son una parte fundamental de la cadena manufacturera de la industria en la Comunidad Valenciana, que aglutina cerca del 40% de la exportación total del sector en España, pero también la más precaria. La figura de la aparadora (el 98%, mujeres) es conocida, aunque no reconocida.

Desde hace unos pocos años las cosas están empezando a cambiar, al menos en cuanto a su invisibilidad. Matute alzó la voz contra la invisibilidad en una de las sesiones de la Comisión especial de estudio sobre la revisión del modelo de negocio para la mejora de la competitividad de la industria del calzado valenciano, concentrada en Alicante, constituida en Les Corts valencianas. Son cada vez menos invisibles, gracias a su lucha.

Desde 2018, tras conocer el ejemplo de las kellys (camareras de piso), han decidido unirse para reclamar y reivindicar sus derechos después de años sometidas a unas condiciones laborales que les han dejado secuelas físicas, emocionales y económicas. Muchas empezaban desde pequeñas. Cuando apenas tenían 11 o 12 años, aprendían a cortar hilos o a repasar la faena hasta que se hacían con las partes más complejas de la cadena de montaje. Pero cuando se casaban, los empresarios les mandaban a trabajar a sus casas porque la mentalidad machista de la época entendía que la mujer debía de hacerse cargo, además, de su hogar. Su sueldo seguía siendo necesario en la economía doméstica, destinaban una habitación a su trabajo; a veces incorporaban la máquina al salón o a un dormitorio. El pegamento tóxico o “cemen”, incluido

En los años 60 llegaban incluso familias de zonas cercanas para incorporarse al sector del calzado en el que no terminaban de cumplirse las condiciones laborales óptimas con la contratación de menores o el trabajo en casa, además de una brecha salarial entre hombres y mujeres que se denunció durante la huelga del 1977, en la que lograron que se reconocieran las 40 horas semanales o el contrato a domicilio. Sin embargo, estas mejoras duraron poco ya que con la crisis del petróleo de los ochenta se cerraron talleres y la producción se trasladó a países asiáticos donde la fabricación salía más rentable. “Había que trabajar más barato que los chinos”, aseguraba Matute durante su intervención. Poco a poco, la producción fue retornando a Elche, que apostó por el diseño para competir, aunque las condiciones no mejoraron. La ciudad comenzaba a expandirse, pero ellas se empobrecían, asegura la aparadora. La economía sumergida se fue normalizando hasta el punto de que nadie la cuestionaba.

Esta situación no es algo del pasado. Sigue ocurriendo, aunque desde que las aparadoras se hicieron visibles para denunciar públicamente lo que todos los ilicitanos e ilicitanas conocían, se está intentando corregir estas condiciones. También en Elda donde se ha constituido otro grupo que se reivindica en muchas ocasiones con los de Elche. La presidenta de la Asociación Ilicitana de Aparadoras y Trabajadoras del Calzado, Fini Sánchez, aclara que en la actualidad es habitual que muchas trabajadoras del calzado lo hagan durante 50 o 60 horas semanales, pero con un contrato de 20 horas por las que, en muchas ocasiones, apenas cobran dos o cuatro euros por hora. Isabel Matute insiste en que no pueden jubilarse por no haber cotizado lo que verdaderamente han trabajado. Les lleva a depender de sus maridos que, en algunos de los casos, afirma Matute, ejercen violencia sobre sus mujeres. Por ello, también reclaman que se les reconozcan los años trabajados.

Estas condiciones les han generado enfermedades que ahora reclaman que se reconozcan como profesionales. Muchas las han sufrido en silencio, en talleres ilegales. La panmieloptisis terminó con la vida de alguna trabajadora por la exposición a ciertos químicos y disolventes que se han ido retirando. Fini Sánchez indica que ahora muchas han contraído problemas físicos como hernias de disco, de circulación, hemorroides por estar durante horas sentadas, en los codos o en el túnel carpiano de la mano de refinar los sobrantes de las costuras. También artrosis, deformación de los huesos o patologías visuales. “Todas las aparadoras usan gafas”, añade Sánchez.

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Estas cuestiones se recogieron en una Proposición No de Ley (PNL) que la diputada ilicitana de Compromís Marian Campello presentó en Les Corts en 2018. Fue enriquecida con propuestas del resto de grupos, pero se quedó en un cajón con la llegada de las elecciones. Matute se lo reprochó a los asistentes a la comisión. También recordó al alcalde, el socialista Carlos González, que dio su palabra de abordar la economía sumergida en el sector, y solo convocó una mesa de trabajo y encargó un estudio a la Universidad Miguel Hernández de Elche, que concluyó que el 80% de las ilicitanas e ilicitanos perciben con normalidad la industria sumergida en el municipio.

Tampoco han recibido apoyo para la creación de cooperativas para negociar sus condiciones sin intermediarios. Las aparadoras reclaman más inspecciones fiscales sobre las grandes comercializadoras y no inspectores de trabajo, “porque se cierra un taller y se abre a la semana siguiente en otra calle”. Matute entiende que es fácil de detectar la industria sumergida investigando si en la plantilla hay suficientes trabajadoras reconocidas para su producción a la venta. Fini Sánchez también asegura que ya hay empresas que cumplen la ley y respetan el convenio del calzado que se firmó hace 40 años y que reconoce el trabajo domiciliario. Pero entiende que al externalizar mediante subcontratas es más difícil de comprobar la situación real. En este sentido, las aparadoras reclaman una tarjeta de trazabilidad del producto, para que se conozca el lugar y las condiciones en las que se ha fabricado. Asimismo, piden un seguro laboral de producción que cubra los errores que se produzcan en la fabricación, en lugar de que se los descuenten del sueldo. Sánchez advierte de la dificultad del relevo generacional. “Los jóvenes no contemplan este empleo porque no quieren trabajar tantas horas en estas condiciones”, apunta. La aparadora reivindica un futuro profesionalizado y especializado, con acreditación y estudios.

Hace cinco años, las aparadoras, hartas de años de precariedad, alzaron su voz aun a riesgo de ser despedidas. Ahora siguen reclamando sus derechos. Todos muestran su compromiso con ellas, pero lo cierto es que sus condiciones poco han variado. En la comisión del calzado, los diputados se comprometieron a retomar la PNL para revertir su situación. Las aparadoras se muestran escépticas a la vista de la pasividad mostrada hasta la fecha y recuerdan a los gobernantes que, de no corregirse la situación, todos serán cómplices.

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