Dos mujeres, un amigo y un portátil tras el sofá: la historia de un caso perdido
Esta es la crónica de un rescate tan rocambolesco como romántico, resuelto por tres personas altruistas y preocupadas por dar con el dueño del ordenador


No encuentro la manera de arrancar la crónica que me toca para el sábado 15. Aunque ya hace días que la tengo en la cabeza, porque acostumbro a ser muy previsor, no doy con las notas guardadas en la carpeta abierta con el título: “Robar-encontrar. Vic-Barcelona”. Me siento inseguro sin los apuntes, muy capaz de quedar bloqueado por las tantas versiones copiadas de un documento de Word que ahora no distingo la original, por la falta de una pluma que me va muy bien para mi trazo cambiante o por el extravío de aquel bolígrafo que me trae muy buenos recuerdos por ser un regalo de maese Fancelli. Un tormento ridículo, siempre peleado conmigo mismo, paralizado por las tonterías y la dificultad de gestionar el tiempo, esclavo de un método al que solo renuncio cuando el reloj apremia, circunstancia que curiosamente se repite muy a menudo, sobre todo en los partidos del Barça.
Ya me gustaría poder escribir sin necesidad de ser tan maniático y obsesivo con el orden, hasta el punto de no poder empezar una tarea o continuar con la rutina diaria sin antes no haber encontrado aquella pieza que echo en falta, sin saber si se ha perdido o la cambié de sitio, una tensión que me hace perder el foco y un desespero que no ha curado la lectura del libro La magia del orden de Marie Kondo. Ahora mismo no encuentro unas gafas que me gusten a pesar de la multitud de ópticas que se despliegan por Barcelona. No hay ninguna igual a aquellas Ray-Ban que me olvidé en el asiento de un taxi camino de una conferencia en el MUHBA Oliva Artés. El conductor desapareció desde que me entregó un recibo que remitía a una empresa que nunca supo nada de mis lentes graduadas por más que no paré de llamar ni de acudir durante un mes a la oficina de objetos perdidos de Barcelona.
Me quedé con un ticket y un número de teléfono que solo me sirvieron para agrandar mi enfado, sin saber si mis gafas se las había quedado el taxista o las había pillado el cliente que se montó después, convencido como estoy de que yo me las había quitado por un momento -las llevaba puestas al subir- y me descuidé con la prisa por no llegar tarde a la cita del MUHBA. Jamás había sentido tanto cariño por aquellas gafas negras de pasta, progresivas, firmes y que tan bien se adaptaban al puente de mi narizota, hasta que las perdí, un adiós que no tiene consuelo porque ninguna de las que ahora llevo han logrado ser las mías, de manera que sigo mirando y buscando por Barcelona. También he perdido el móvil más de una vez y, curiosamente, la última me fue devuelto amablemente por la persona que se sentó en el sitio del que me acababa de levantar antes de abandonar la barra de la Terraza Martínez.
Una cuestión de segundos resuelta por la generosidad de aquel comensal que advirtió de un despiste menor en comparación al último vivido no hace mucho en Vic. Había acompañado a mi madre al Centro Oftalmológico VSK cuando de vuelta a casa me di cuenta de que no tenía el portátil que me había llevado a la consulta para ganar tiempo en la sala de espera con la elaboración de un artículo sobre el Camp Nou. El ordenador tenía que estar necesariamente en la oficina de la oftalmóloga si no se encontraba en mi coche ni en casa de Perafita. La impaciencia, sin embargo, fue en aumento porque era mediodía y la clínica ya no atendía hasta las 16.00 horas. Nunca había comido tan deprisa como aquella tarde hasta que en mi móvil sonó un mensaje directo de X: “Hola Ramon. ¿Has perdido el portátil en Vic? Si es así, llámame” y me dejaba un número de teléfono. Firmado: Mia Ordeig.
Josep Maria Ordeig es una figura de un deporte presencial y entrañable como el hockey patines, campeón con el Vic, el Barça y la selección española, ganador de la Copa de Europa y del Mundo, vinculado también con el Voltregà, entrenador actualmente del Sant Just e hijo del mítico Catxo Ordeig. El currículo es tan admirable como su juego y su bondad después de acabar con mi angustia cuando me explicó que mi computador estaba en Intac Vic, una firma de referencia en los servicios de Recursos Humanos que se ubica en el edificio Can Maurici, el mismo que hasta 2004 fue una academia educativa muy apreciada en Osona. Ahora acoge a distintas oficinas como la consulta a la que acude mi madre, el Intac y el Cemgine, un centro de especialidades médicas en Ginecología y Obstetricia. No es propaganda sino una manera de expresar mi gratitud a las dos empleadas que dieron con mi Compaq.
El ordenador se había quedado en un sofá de la planta baja de Can Maurici en el que descansaba mi madre, cuya autonomía está limitada a sus 93 años, mientras yo iba a por el coche aparcado en el Seminari. Nunca fui consciente del lugar en el que podía haber dejado mi portátil después de un ir y venir que me llevó también a pasar por el quiosco antes de regresar a Perafita. Hasta que me avisó Mia Ordeig después que su esposa, trabajadora del Intac, abriera la tapa del ordenador, pulsara el interruptor, advirtiera mi nombre -faltaba la clave- y supiera de mi relación con su marido por la afición al hockey patines y al Voltregà. No habrían podido socorrerme si antes no hubiera mediado una empleada de Cemgine que se encontró con el ordenador en el hall y lo trasladó a Intac por entender que podía pertenecía a alguno de los alumnos que cursan estudios en aquel centro de servicios y formación de Vic.
Un rescate tan rocambolesco como romántico, resuelto por la pericia y magnanimidad de dos mujeres y un amigo, tres personas altruistas y preocupadas por dar con el dueño del Compaq. El alivio y la alegría fueron tan grandes que todavía no me he recuperado de la emoción y no paro de pasar por delante de Can Maurici. Me sentí muy afortunado, al punto que por una vez me he dejado llevar por la aventura y me arranqué a escribir sin las notas, sin el original de Word, sin la pluma preferida y sin el bolígrafo de Fancelli. Una manera de ser consecuente con la manera de recuperar el portátil y vencer el miedo al ridículo, de ser más natural y no forzar tanto el texto, de liberarme de la presión y de abrazar a quienes se felicitan por el desorden y nunca sufren por cosas como las mías a la hora de afrontar una crónica con tiempo para escribirla y no con el estrés que suponen los textos del Barça.
¿Cómo puede ser que siendo tan metódico me olvidara del Compaq? He tenido mucha suerte y es para estar muy contento, pero sigo echando en falta mis gafas; soy un caso perdido.
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