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Inmigración, incertidumbres y populismos

Crece el cultivo del atávico miedo al extranjero y del maltrato al inmigrante pobre, a quien, por otra parte, se necesita para que nuestras envejecidas sociedades funcionen

Un grupo de temporeros que viven en la calle a la espera de un trabajo en Lleida.
Un grupo de temporeros que viven en la calle a la espera de un trabajo en Lleida.Gianluca Battista
Francesc Valls

El flamante presidente de la Assemblea Nacional Catalana (ANC), Lluís Llach, aseguraba hace unos días en el programa Cafè d’Idees de La 2 que “las izquierdas no se han planteado nunca la inmigración como una cuestión estructural, de país”. El cantautor, ya al corriente del pago de cuotas atrasadas a la ANC, recordaba cómo capotó electoral y políticamente el Partido Comunista Francés de Georges Marchais porque sus votantes se pasaron a la ultraderecha lepenista.

La postura de Llach obedece a la de una parte de cierto progresismo que cree que a la izquierda le falta la valentía que le atribuye al populismo para abordar políticas de inmigración. ¿Por qué abandonó la clase obrera los PCs? Quizás porque nunca estuvo toda ahí. De haber sido así, siempre hubieran ganado las elecciones los comunistas y en cambio hubo longevas mayorías de derecha: UCD, PP, CiU o los gaullistas. Los cambios económico-sociales han hecho desaparecer el modelo industrial. Y el viejo y presuntamente althuseriano proletariado ha dejado paso al nuevo precariado, cuyo escalafón más bajo ocupan los inmigrantes, ante el decrecimiento de la llamada población autóctona. En 2024, un tercio de los vecinos de Barcelona ya ha nacido en el extranjero. En la capital catalana hay 180 nacionalidades… Y ante la incertidumbre plurinacional y pluricultural son muchos quienes abrazan las soluciones modelo catecismo Gaspar Astete que ofrece el populismo.

Ahí está el alcalde de Lleida, el socialista Fèlix Larrosa –que debió en parte su victoria electoral a su oposición a la construcción de un albergue para los sintecho–, acusando a “un ayuntamiento del sur” de pagar billetes a una treintena personas subsaharianas sin papeles para viajar a la capital del Segrià y trabajar ilegalmente en la recogida de la fruta. Este periódico, a través de Alfonso Congostrina, no pudo localizar a ningún migrante que hubiera llegado a Lleida por este sistema. El alcalde se negó a facilitar el nombre de ese “ayuntamiento del sur”. Y, a pesar de afirmar que todo estaba acreditado, Larrosa no aportó documentación alguna. Mientras, los subsaharianos dormían en las calles. La mano dura da votos.

Cataluña, España y Europa se hallan sumidas en una oleada nacional-populista que no es nueva. Crece el cultivo del atávico miedo al extranjero y del maltrato al inmigrante pobre, a quien, por otra parte, se necesita para que nuestras envejecidas sociedades funcionen. Lo fácil es convertir a la nación en la foto de una familia que nunca existió.

Antes de la llegada de los murcianos para construir el metro, a finales de años veinte del siglo pasado, algunos catalanes ya echaban de menos los viejos tiempos. El obispo Josep Torras i Bages, anatemizando a la Ilustración, rememoraba una Edad Media en que “la sociedad política [catalana] no se componía de oprimidos y opresores (…) sino que incluso en la distribución de la riqueza había un equilibrio, desconocido en otros países” (La tradició catalana, 1892). Torras era el inteligente peón eclesial de una burguesía que combatía a un creciente movimiento obrero todavía muy autóctono. Enric Prat de la Riba diez años antes de presidir la Mancomunitat clamaba en La Veu de Catalunya contra los tímidos intentos libertarios de sistematizar el control de natalidad, evitar los sueldos de hambre y luchar contra la miseria a través de la llamada huelga obrera de vientres. Muy en línea con el gen rojo que buscaría Vallejo-Nájera en el cerebro de los republicanos españoles, Prat sostenía que “el anarquismo es la exacerbación pasional de los malos instintos que anidan en nuestra animalidad, sancionados y legitimados por una desviación cerebral que los eleva a teoría”.

Buscar certezas populistas en la historia es escapar de la realidad, reivindicando mundos inexistentes. Hay que huir de ciertas políticas por rentables que electoralmente sean o atractivas que resulten a ciertos nacionalismos.

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