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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La burguesía y el catalanismo

Identificar la burguesía como clase dirigente del catalanismo fue correcto hace un siglo, pero dejó de serlo con la Segunda República

Enric Company

En las últimas semanas Albert Rivera, uno de los campeones del españolismo catalán, ha encandilado a los muy burgueses auditorios del Club de Polo. Meses atrás, los ejecutivos y empresarios del Círculo Ecuestre escuchaban con devoción a la españolísima Esperanza Aguirre, exponente del PP más madrileño posible. Los presidentes de la patronal catalana Fomento, Joaquim Gay de Montellà, y de la española CEOE, Joan Rosell, no cesan de mostrar en nombre del empresariado el rechazo a una eventual independencia de Cataluña.

Andreu Missé explica en el último número de Alternativas Económicas el alto grado de integración del mercado español y lo bien que les va en él a las empresas catalanas, en la medida en que todavía puede hablarse de empresas catalanas. Mientras tanto, los principales jefes de empresa se reúnen en casa del conde de Godó para dejar bien claro que, si hay un problema político en Cataluña respecto al modelo constitucional, la solución no es la independencia.

Contra estas evidencias de casi cada día, persiste sin embargo el prejuicio político-ideólogico de atribuir a la burguesía el papel de impulsora del actual movimiento independentista catalán, cuando no del catalanismo todo. No debe ser ajena a la pervivencia de este cliché el hecho de que la fuerza política hegemómica en Cataluña desde 1980 haya sido la coalición del centro derecha nacionalista CiU creada y dirigida por Jordi Pujol. Pujol fue burgués, empresario y banquero durante bastantes años antes de dedicarse por entero a la política. Esto puede haber influido, claro. Pero la idea viene de antes. Lo de la burguesía como agente político casi exclusivo representante y protagonista político catalán viene de finales del siglo XIX y principios del XX. Fue interiorizada en Cataluña, en competencia con el republicanismo, hasta la llegada de la Segunda República, cuando la Esquerra Republicana de Francesc Macià y Lluís Companys le arrebató el liderazgo. Pero subsistió, convertida en tópico, en el resto de España, con desigual persistencia en algunos medios sociales e incluso intelectuales. Todos los que se consideraban antiburgueses en España, ya fueran socialistas, anarquistas o falangistas, tenían a la burgesía catalana entre sus adversarios, pues no en vano era en toda España el ejemplo probablemente más acabado de burguesía. Y, hasta un cierto momento, intentó ser efectivamente una burguesía nacional catalana.

Con el advenimiento de la Segunda Republica, la posición relativa de las fuerzas políticas y sociales cambió para no volver y la burguesía catalana pasó a ocupar una posición subsidiaria respecto del bloque nacional-popular cuajado por ERC en base a las clases medias y profesionales, la menestralia, el movimiento agrario y buena parte del obrero. La Guerra Civil echó a aquella burguesía en manos de los militares monárquicos y falangistas sublevados y, desintegrada ya como clase dirigente, sus restos se subsumieron en el franquismo. Y pasaron a hablar en castellano, incluso en casa. Fueron un componente más de la heterógenea coalición reaccionaria. Con ella estaban a la muerte del dictador tan cómodas como la burguesía madrileña, la vasca o la andaluza.

La potencia del brote independentista y la rapidez con que ha cuajado generan lógicas dificultades de compresión

Sabido es que el acierto de Pujol a la hora de crear su partido fue no intentar rehacer el que había sido el partido de la burguesía catalana, la Lliga. Lo que puso en pie se parecía más a la Esquerra de 1932 que a la Lliga, en la medida que perseguía hacer como ella: cuajar un bloque nacional, convertirlo en eje del país. Pal de paller, lo denominó. Y su objetivo no era construir una nación, como erróneamente se dice en ocasiones, sino reconstruirla. La idea de reconstrucción era mucho más ajustada a las posibilidades sociales y políticas existentes, entre otras cosas porque permitía contar como aliadas a las demás fuerzas catalanas. El éxito del empeño es lo que desesperaba a Alejo Vidal-Quadras, el exlíder del PP surgido, él también, de lo más granado de la burguesía, y le llevaba a proclamar en la década de 1990 que, salvo el suyo, todos los demás partidos eran pujolistas.

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Hubo, ciertamente, un ínfima fracción de la burguesía catalana que, bajo el franquismo, fundó Òmnium Cultural para promover la lengua y cultura catalanas. Pero nunca fue políticamente hegemónica. Ni de lejos. Nunca estuvo en política como están en política los partidos que representan clases sociales, o lo pretenden. El signo ideològico genérico de Òmnium viró hace más de una década más bien hacia la izquierda, en coherencia, además, con la recuperación del protagonismo de ERC, a costa de CiU y del declive, primero, del pujolismo y, ahora, del socialismo catalanista.

La potencia del brote independentista y la rapidez con que ha cuajado generan lógicas dificultades de compresión. Y en el resto de España todavía más, puesto que muy a menudo las versiones que se reciben son poco más que propaganda de unos u otros. Pero a quien contemple la evolución política catalana con pretensiones analíticas dificílmente se le escapará que se está asistiendo al intento de consolidar un nuevo bloque político catalán nacional-popular con el eje en las clases medias y profesionales, en parte del pequeño empresariado y con el apoyo de los dos grandes sindicatos, sí, pero no el de la burguesía ni el de la clase obrera en la medida en que ambas subsistan en los tiempos de la sociedad líquida. La dualidad burguesía-clase obrera era otra cosa y valía, si acaso, para otros tiempos.

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