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Guerra Israel-Gaza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Genocidio

Netanyahu sabe que miente al ofender. Aquí no hay inquisición, ni quemamos a nadie. Él, sí

José María Mena
Un hombre sentado junto a los cadáveres de dos niños en el hospital de Rafah, el pasado 6 de mayo.
Un hombre sentado junto a los cadáveres de dos niños en el hospital de Rafah, el pasado 6 de mayo.Mohammed Salem (REUTERS)

Los que conocimos a Margarita Robles en su larga etapa como magistrada en Barcelona sabemos que siempre habla con inteligencia, prudencia y objetividad, y con sólidos fundamentos jurídicos. Por eso es de una trascendencia irreversible que, siendo ministra de Defensa, afirmara la semana pasada que lo que está pasando en Gaza es un auténtico genocidio. No improvisaba. Previamente, el Tribunal Internacional de Justicia había asumido como probables algunas de las acusaciones de genocidio formuladas por Sudáfrica, y el fiscal del Tribunal Penal Internacional había emitido una orden internacional de detención por genocidio contra Netanyahu y la cúpula de Hamas.

Por si la múltiple censura de la justicia internacional no constituyera un soporte suficiente para sostener la acusación de genocidio, Netanyahu ordenó proseguir su avance militar de exterminio, indiferente a todos los reproches, críticas y resoluciones, bombardeando campamentos de refugiados, de chabolas y tiendas de campaña, previamente señalados por el ejército israelí como zonas seguras. En Rafah dejó 45 muertos, la mayoría niños, muchos de ellos abrasados por el incendio provocado. Era un ataque “de precisión”, porque entre los pobladores acampados podría haber dos responsables locales de Hamás. Y con el aplauso de Abascal, sigue haciéndolo. Este comportamiento monstruoso no se corresponde con las pautas exigibles a un pueblo, como el israelí, civilizado y democrático, sino, más bien, a una cultura ancestral de venganza, odio y desproporción, como si fuera una ley vigente el mandato de Moisés en el Deuteronomio: “Dios se vengará de sus enemigos y hará expiación por su tierra y por su pueblo”.

Este mismo impulso ancestral, iracundo, desproporcionado e inmoderado impulsó al gobierno de Netanyahu a prorrumpir en improperios cuando el pasado martes 28 los gobiernos de España, Irlanda y Noruega reconocieron formalmente al Estado de Palestina. Afirmó que los tres países son cómplices de incitación al genocidio del pueblo judío, y de crímenes de guerra. Y proclamó una verdadera amenaza: “Dañaremos a quien nos dañe”. Este exabrupto matonesco nos obliga a recordar que Netanyahu es líder del Likud, y que este partido procede del grupo terrorista Irgun, independentista antiárabe y antibritánico, que en 1946 voló el hotel Rey David de Jerusalén, sede del mando británico de Palestina, causando 90 muertos.

En su irritada respuesta a la iniciativa de España, el Gobierno de Netanyahu desenvainó un arma específicamente antiespañola: “Los días de la Inquisición han terminado”. Él debe saber muy bien que esa referencia es injusta, porque su padre, el historiador Benzion Netanyahu, estudió los orígenes de la Inquisición, sus confesiones obtenidas mediante torturas, y sus castigos “por vía de fuego”. Él sabe que España guarda una afectuosa deuda con los judíos sefardís, expulsados por los Reyes Católicos, huyendo de la conversión forzosa o del tormento, y que ellos han conservado el ladino, castellano del siglo XV, así como costumbres, rezos y recetas de entonces, como dice el prólogo de la Ley 12/2015 de concesión de la doble nacionalidad para ellos. Netanyahu sabe que miente al ofender. Aquí no hay inquisición, ni quemamos a nadie. Él, sí.

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