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El último baile en el histórico Sidecar: emocionado adiós a una época

La sala de conciertos de la plaza Reial de Barcelona pasa página tras 42 años y mientras espera una nueva gestión

Sidecar
Rebeldes, en la última noche del histórico Sidecar.Aitor Rodero

El paso del tiempo nos llena de recuerdos, hojas que caen en los otoños. Desaparecen los espacios; aquella tienda, la peluquería de siempre, el bar de la esquina, la mercería y sus huecos los llenamos de nostalgia, evocaciones de cómo éramos, dónde hemos llegado a parar y de una preventiva desconfianza ante lo que llega. Todo cambia, es lo único inmutable. En la plaza Reial, un espacio que ha sufrido notables mutaciones en las últimas décadas, perdura una sala de conciertos, Sidecar, la más veterana de la ciudad con programación continuada, que ha visto pasar el tiempo, los artistas, las corrientes, las modas, los fastos y las crisis. También a ella, una aldea gala que se deseaba inasequible a la romanización, le ha llegado el cambio.

Sobre el papel un cambio tranquilo, fruto de la jubilación de su propietario, Roberto Tierz, un empresario de los de antes, tan es así que ha querido dejar atado al personal del establecimiento al futuro del mismo y a la continuación de su programación de música en directo. Contaba Tierz, que para defender los conciertos de su sala sólo hubo de llevar al comprador a un concierto en viernes noche y allí preguntarle: ¿dónde vas a encontrar a más de 200 personas disfrutando en un sótano con música en directo? Eso ha sido Sidecar durante 42 años, un lugar donde se ha disfrutado con múltiples ofertas culturales, entre ellas los conciertos.

Noche de miércoles 31. Al día siguiente, primero de mes, Roberto no iría a trabajar a Sidecar por primera vez en cuatro décadas. Persona pulcra, comedida y discreta, se ha pasado varias semanas viviendo penúltimos días en su oficina, recibiendo el regalo diario del cariño de su personal, desanudando lo que ello provocaba en su garganta. En la última noche en su sala recibía parabienes y un sinfín de sentimientos de pérdida, un espacio más que cambia, hojas de otoño cayendo en el calendario. Vestía de negro, como casi siempre, y sonreía con la mesura de quien no quiere perder el control de las emociones ni llamar la atención. En la misma puerta había quien no lo lograba. Marcos, jefe de seguridad, doce años allí, recordaba que entró con pelo y soltero y ahora tenía dos hijos y calva. Pero cuando de verdad se le escaparon las lágrimas fue cuando recordó que pese a ser personal externo de la sala, Roberto lo incluyó en la reunión en la que comunicó a la plantilla que se jubilaba, que se avecinaban cambios.

En tiempos de fondos de inversión los sentimientos no flotan, se hunden. No así en Sidecar, sala que en la celebración de sus 40 años fue considerada por la arquitecta y paisajista Beth Galí y por su desaparecida pareja, Oriol Bohigas, como una extensión de su casa. Y no hay hogar sin familiaridad. “La primera vez que actué aquí, Roberto me dijo que no me pagaría, pero que a cambio tendría barra libre para siempre, p-a-r-a s-i-e-m-p-r-e”, recalcó Fito, presentador de la noche, fiable usuario de tal prerrogativa y uno de los múltiples artistas que han pasado por el escenario de Sidecar. Familia. Conocida de toda la vida, como él, o de más reciente incorporación, como Josele Santiago, encargado de abrir la noche bautizada como El Último Baile.

En una sala en la que ha actuado varias veces volvió a ser árbol reseco de viejas raíces, voz de secarral, tapa de cuero para historias ásperas oreadas en tabernas y cárceles, infiltradas por franqueza y sentido común. Asombrosa calle. Como la De Les Heures, que albergaba la primigenia entrada del Sidecar: orines, besos fogosos contra la pared, bicicletas robadas, gatos huidizos y miradas que no veían más allá de la próxima dosis. Estaba sólo con su guitarra y dijo que no contar con otro instrumentista denotaba lo mal que la tocaba. Pero tenía que estar allí, como cuando también solo hizo un concierto un mediodía de diciembre de 2020 ante un aforo de 17 personas debidamente enmascaradas por la pandemia.

Josele Santiago la noche de cierre de etapa de Sidecar.
Josele Santiago la noche de cierre de etapa de Sidecar. Aitor Rodero

En los corrillos y en el escenario menciones a quienes faltan y cerrada ovación a Quim Blanco, una de las ausencias del lugar ayer más presente que nunca, anécdotas sobre lo allí vivido y parabienes por aún mantener garbos no muy desportillados por el tiempo. Como el de Los Rebeldes, banda que con su formación original no actuaba en la sala desde 1984. Carlos Segarra nació para dos cosas: cantar y tocar la guitarra, y eso hizo con nervio en Sidecar. Con Aurelio en el contrabajo y Moi en la batería, el rock and roll, rockabilly y rhythm and blues, del añejo, no del de Beyoncé, convocaron los espíritus de Elvis, Chuck Berry, Eddie Cochram, Ray Charles o Johnny Burnette. Un corrillo de chicas notablemente más jóvenes que Rebeldes bailaba rock and roll como en las películas. Música de guitarras en un local que ahora también entroniza otras músicas que aunque crípticas para la vieja guardia tampoco han roto fidelidades forjadas desde los años 80.

En este caso no vale la frase de Woody Allen: hay matrimonios que van bien y otros duran toda la vida. De auténtico matrimonio, y en sus primeros meses, es la relación entre Sidonie, encargados de cerrar la fiesta, y Sidecar. Tanto que en una nota de voz enviada a ICat sobre su relación con la sala, Axel Pi, batería que conoció allí a su actual mujer, y que allí se besaron por vez primera, se disolvía en la emoción de una voz rota por lágrimas apenas controladas. Fue también allí donde hace muchos años decidieron él y Marc Ros, el cantante, que Jesús Senra sería el bajista definitivo del grupo tras actuar con ellos a modo de prueba: demasiados recuerdos para que esta no fuese su sala y ellos despidiesen toda una época de la misma. Con Marc ataviado con una americana blanca y con brillos muy de artista, Sidonie siempre han sido artistas convencidos, su pop alegre fue el broche espumoso de una noche llena de “¿te acuerdas?” y reencuentros. Lo que ahora se arrima son los nuevos tiempos y la convicción de que una época ha acabado.

Que la música en directo de nuevas y viejas bandas siguiese bombeando personalidad a una plaza Reial en vías de despersonalización sería un gran servicio que la nueva propiedad puede ofrecer a la ciudad. Cuentan con un equipo solvente que considera entusiasmado su trabajo como un rentable servicio público. Esperemos que estas novedades no acaben por entristecer a quien tantas noches alegró vidas ajenas dirigiendo una sala en la que hoy ya no trabaja.

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