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‘Rockers’, modernos y un zumo para Scarlett Johansson: historias subterráneas de la sala Sidecar

Roberto Tierz escarba en la memoria del emblemático local barcelonés. Con más de 6.000 conciertos, ha sido esencial en la escena cultural de la ciudad desde los años ochenta

Matt Berninger, líder de The National, en un concierto de la banda estadounidense en la sala Sidecar de Barcelona, en 2005.
Matt Berninger, líder de The National, en un concierto de la banda estadounidense en la sala Sidecar de Barcelona, en 2005.Xavier Zaera

Recuerdo una aburrida tarde de sábado, quizás de otoño, en que bajamos con un amigo por la Rambla buscando diversión. Pillamos una botella de whisky segoviano, en uno de esos antiguos colmados que hoy son tiendas de souvenirs, y procedimos a bebérnosla a morro apoyados en un banco de la plaza Reial. Dábamos los primeros tragos cuando se acercaron Nazario y Ocaña vestidos de flamencas. Cruzaban la plaza profusamente maquillados y debieron sentir curiosidad por aquellos veinteañeros de clase media que, ingenuos, jugaban al canalleo con un frasco de alta graduación. Echaron unos tragos, bromearon transgresores y siguieron con sus andares.

Así era la Barcelona de finales de los setenta. La misma que frecuentaba Roberto Tierz (Córdoba, Argentina, 1958), hijo y nieto de exiliados republicanos, ilustre vecino de Ciutat Vella desde que en noviembre de 1982 fundase con unos amigos el longevo bar musical Sidecar. Seguramente animado por terceros, Tierz condensa cuatro décadas de vivencias —y 6.000 conciertos— en Este no es el libro del Sidecar. El título no engaña, son unas breves memorias, un anecdotario a vuelapluma, de su gerencia de un local en cuyo sótano varias generaciones de barceloneses vivieron noches de frenesí, hedonismo, amistad y música. Un club que quiso ser fábrica de alternativas artísticas, refugio de la cultura no oficial.

“Una vez llegabas al Sidecar, nunca querías marcharte de ahí”, dice Carlos Zanón en un prólogo que parece escrito sobre un ebrio posavasos

“Una vez llegabas al Sidecar, nunca querías marcharte de ahí”, dice Carlos Zanón en un prólogo que parece escrito sobre un ebrio posavasos, reconociendo que atesora todas las veces que bajó aquellas escaleras, pero apenas recuerda haber salido de madrugada. Tampoco puedo yo enumerar las veces en que descendí hasta esa oscura bodega en cuyo escenario, al fondo, tantas sensaciones musicales se han vivido. Relaciono Sidecar con un espacio familiar, sin antipáticas musculaturas en la puerta, ni trifulcas en su interior. En eso tuvo mucho que ver, se intuye, la bonhomía de Roberto, músico antes que gerente.

La sala Sidecar, en la plaza Reial de Barcelona.
La sala Sidecar, en la plaza Reial de Barcelona.Juan Barbosa

Tierz había tocado en grupos. Conoció a Carlos Segarra y formó el embrión de Rebeldes, posible futuro que frustró el servicio militar. A su regreso, pasa por varios empleos —cobrador a domicilio, repartidor de publicidad— y entiende que debe empezar de cero, buscarse la vida. En un antiguo bar del Raval que milagrosamente sigue ahí, junto a tres colegas con grandes sueños y cero recursos, deciden montar un bar. Han vivido el viaje iniciático a París, Bruselas y Ámsterdam, y aspiran a ser modernos frente a la decadente escena laietana de Zeleste y sus cantautores, virtuoso jazz-rock y orquestas salseras.

Habitual de la plaza y su entorno de callejones y garitos abarrotados cuando la Sexta Flota estadounidense soltaba a sus marineros al pie de la Rambla, Tierz frecuentaba locales donde se pinchaban discos llegados de Londres y se respiraban aires de ecléctica modernidad. Nacían los ochenta y en la ciudad surgían grupos que necesitaban lugares como aquel sótano polivalente con entrada por la calle Heures, donde pronto se organizarían exposiciones de cómics, proyecciones cinematográficas, festivales de videoclips, y viajes a Francia para ver a Bowie o Springsteen. El éxito, que les sorprendió desde el primer día, fue en ascenso.

“Descubrimos que había gente que salía siete días a la semana, siete horas al día o más”, escribe el autor. “¡Ah, qué tiempos!”

“Descubrimos que había gente que salía siete días a la semana, siete horas al día o más”, escribe Tierz. “¡Ah, qué tiempos! Muchos convirtieron Sidecar en una especie de club social al que asistían a diario. La mezcla fue absoluta y la convivencia casi siempre fue buena. Modernos con gabardinas y aspiraciones intelectuales, rockers de Harley y tupé, punks cargados de chapas, mods impecables con sus parkas, y claro, estudiantes, oficinistas, gente del barrio, delincuentes del Chino que siempre respetaron el bar, gente de la zona alta… Cualquiera era bienvenido si traía buen rollo”. Tan civilizada socialización finalizó abruptamente la noche de 1985 en que hubo redada policial con ánimo de limpieza ejemplar. Y llegó el cierre: siete meses de papeleo y frustración.

Sidecar reabrió y volvió a llenarse de la más variada fauna urbana; hubo ampliación y reforma, ganando un espacio a ras de calle, con salida a la plaza, donde distanciarse del rumor subterráneo. Vivió la euforia olímpica y padeció la plaga heroinómana; inventó concurridas noches “solo para chicas”, acogió las músicas experimentales del Club G’s, se apuntó a la moda del cine psicotrónico. Y Roberto se alió con Quim Blanco, el fallecido programador del club, en una agencia de contratación. No fue el único de los fracasos de este emprendedor que siempre borró con nuevas ideas los pasos en falso. En el séptimo aniversario, su fiel clientela llenó la plaza para ver a tres grupos locales encabezados por BB sin Sed.

Transformado por los tiempos en club indie, el ya histórico bar disfrutó noches de esas que compensan las desdichas. Tuvieron a los reunidos New York Dolls en su pequeño escenario y rescataron a Mike Kennedy, cantante de Los Bravos. Recibieron visitas estelares: conciertos secretos del barcelonés adoptivo Manu Chao y del politoxicómano británico Pete Doherty, apariciones de Scarlett Johansson —­que se tomó un zumo— y Elijah Wood, el Frodo de El señor de los anillos, DJ por una noche. También quisieron bajar al sótano de Sidecar los alcaldes, representantes de un Consistorio que les había mareado con repetidas inspecciones.

Son recuerdos incompletos de un promotor cultural, salvados por su fina prosa y ausencia de vanidad

Publicado por una pequeña editorial de vocación pulp —biografías y ensayos de rock, novela negra y del Oeste—, Este no es el libro del Sidecar hubiese tenido más enjundia enfocado como testimonio coral, editado con mayor ambición literaria. Son recuerdos incompletos de un promotor cultural, salvados por su fina prosa y ausencia de vanidad. Alguien que, extrañamente, no tiene una mala palabra sobre sus antiguos socios, ha sido presidente de la asociación de comerciantes de la plaza Reial, y a quien Ada Colau impuso la medalla de honor de la ciudad.

“Sin ánimo de ser ingrato, creo que nuestra obligación es alejarnos de los círculos de poder, mantenernos independientes y estar siempre al lado de las opiniones que cuestionan el sistema”, concluye Tierz sin perder su habitual aplomo. “Esa fue nuestra idea inicial y, aunque los tiempos estén cambiando, nosotros no”. Es la ley no escrita del rock’n’roll, amigo.

‘Este no es el libro del Sidecar’. Roberto Tierz. Prólogo de Carlos Zanón. 66-rpm Edicions, 2023. 188 páginas. 20 euros.

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