La criba escolar
Padres defensores de la pública antes de tener hijos, llegado el momento, visitan colegios internacionales de más de 800 euros al mes que no pueden pagar
Puntualísimas, como requiere la ocasión, las familias esperan a las puertas del colegio internacional de Barcelona. Uno de esos que siempre lideran los rankings de las mejores escuelas, que elabora el diablo. De esos que en realidad son imposibles de pagar si se desea seguir comiendo a diario (la renta mediana en España es de 22.781 euros). Entre cuota de entrada, mensualidad, acogida, extraescolares… Más de 800 euros. Al mes. ¿Qué enseñan ahí que no enseñen en otros sitios?
La asistenta de la directora recibe sonriente a los padres, en la encrucijada de darle lo mejor a sus hijos. Los nervios se leen en las caras. Algunos, antes de procrear, cuando eran personas en plenas facultades, defendían la educación pública por encima de todas las cosas. La igualdad. La mezcla. Aunque a duras penas habían dedicado más de media hora de su muchísimo tiempo libre a pensar en colegios. Ya no se diga a informarse de los modelos educativos en España. O, más temible aún, en Cataluña (informe Pisa dixit).
Pero ahora, con ese retoño floreciente bajo el brazo, los principios y la coherencia languidecen. Más cuando la señora asistenta de la escuela de lujo enseña la sala de la siesta, con sus camas, perfectamente alineada, en un silencio tan denso que apetece echarse un rato a descansar. Nada de dormir en el suelo, sobre colchones sobados, como en la guardería del barrio. Ni con estrecheces. Es un edificio propio de Sarrià, con carretadas de luz natural, patio doble y una biblioteca con proyector para sesiones de cine, revistas y libros en varios idiomas. ¿Acaso un hijo se merece menos?
Ya ni siquiera importa que la visita dure el mismo tiempo que se ha tardado en llegar a la escuela: una hora. La pequeña Barcelona privilegiada vive lo suficiente lejos para, en lo más alto, ofrecer una cocina propia, en mesas relucientes, a unos niños rosados, con baberos limpios y olor a pompas de jabón. Dan ganas de regresar a los tres años, sentarse en sus sillas, comer sus menús, estudiar sus cuatro idiomas y practicar sus extraescolares de equitación, esgrima y tenis… O las de natación y guitarra, tampoco hay que ser snob.
Cómo no soñar con inscribir al vástago en esa escuela, si ni siquiera hay que bajarse del coche para dejarlos en clase. Por un módico precio extra, las monitoras cazan al vuelo al niño para que sus padres puedan salir flechados en sus todoterreno dirección al trabajo, en una ciudad que apenas sobrevive a la contaminación. Es el sitio perfecto. Allí crecerán, aprenderán y saldrán preparados para los envites de la vida. Quizá valga la pena. Si se piensa seriamente, comer tres veces al día está sobrevalorado.
Pero, como a Cenicienta, el hechizo se rompe solo poner un pie en la calle, camino del transporte público. Nada como el ferrocarril (tan arriba no llega el metro) para devolver a cada uno al lugar del que procede. Una criba natural sencilla, entre tanta confusión de igualdad de oportunidades. Es suficiente saber leer el cruce de miradas en una inmobiliaria del barrio cuando se acude con un presupuesto inferior a los 800.000 euros. “Esos colegios son para conocerse, relacionarse, casarse y ayudarse entre las élites”, consuelan los amigos.
Descartada la privada, para la que algunos nunca han nacido, solo queda aferrarse a los principios básicos: ¡Educación pública y de calidad! Pero antes, por si acaso, no está de más preguntar: “¿Pública o concertada?”. A vecinos de rellano. A compañeros de trabajo. A otros asalariados de mayor o menor suerte. Salvo quienes viven en barrios privilegiados, donde algunas públicas gozan de ratios de alumnos por clase de ensueño, la mayoría confiesa que ha optado por la concertada. Nunca por huir del pobre, no. Las explicaciones son más complejas: mala conexión, malas instalaciones, mal proyecto…
“Es una reproducción de la sociedad clasista, cada uno según sus posibilidades”, opina, demoledor, un padre, defensor acérrimo de la escuela pública a pesar de su aparente naufragio (informe Pisa dixit). “Los pobres quieren ser ricos”, añade, sobre la obviedad más obvia de todos los tiempos. Desde que aterrizó la meritocracia, se libra una guerra sin cuartel para saltar al siguiente nivel. Como dato, los padres del 54% de los niños de tres años (10.561 en total) escogieron la escuela pública el año pasado, según estadísticas del Consorcio de Educación de Barcelona, pero las matriculaciones a llegar a 1º de ESO se sitúan por debajo del 40%.
Una hora de transporte público ha borrado cualquier rastro de los aires señoriales, las calles impolutas y los pisos de 800.000 euros del barrio de la escuela internacional. Las ilusiones y los folletos se van directos a la basura. Hasta da un poco de vergüenza haberlo pensado. Por traición. Por perpetuar la segregación. Porque no es lo que toca. Lo cuenta bien Sergio C. Fanjul La España invisible (Arpa): “Hay ciudadanos de a pie, incluso personas en los más bajos escalafones de la sociedad que, en vez de agravio, sienten una natural admiración por los ricos y exitosos, como si una voz enterrada muy profundamente en su interior les dijese que esas personas merecen necesariamente su éxito y su riqueza”.
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