El bonaerense Duki agitó el Palau Sant Jordi con su trap crudo y guitarrero
La actuación del artista argentino en Barcelona fue cruda, con apenas remansos
En el mundo del tatuaje la cara es la última frontera, el postrer lienzo, la línea que quema las naves del retorno. Una vez la tinta corre por el rostro no hay marcha atrás. Duki lleva la cara tatuada y su carrera parece no tener vuelta atrás desde que como los héroes populares saliera de la calle. Tal y como recordó en Barcelona ahora llena enormes recintos como punta de lanza de una generación de traperos argentinos que han comenzado a sustituir al rock como lengua de los adoquines, sin apoyos de la industria grande, de espaldas a quienes superan la treintena, de la mano de quienes no alcanzan la veintena o por poco la han traspasado. Esas personas llenaron el Sant Jordi y auparon a su referente a una primera noche -al día siguiente la segunda- en la que su verbo y sus ritmos sacudieron a la multitud. Ellas y ellos se ceñían por los hombros y con la mano libre aupaban su entusiasmo mientras el bonaerense del barrio de Almagro, voz ruda tuneada, chaleco tropical que Tony Montana usaría como papel de pared, acentuaba sus rimas deambulando por el frente del escenario. La música sigue marcando territorios generacionales, pero ya no lo hace mediante audiencias alternativas, ahora va a lo grande: las aguas freáticas del trap han llegado a la superficie.
La pista del Sant Jordi recordaba a esos experimentos en los que un puñado de arena sacudido por una vibración hormiguea sobre una superficie tersa. Las primeras composiciones, Rockstar, Tumbando el club, Si te sentís sola, Sudor y trabajo sonaban estrepitosas, con el apoyo de un trío de guitarra, bajo y batería que no permitía olvidar que pese a todo el rock es algo más en Argentina que en otros países (como el nuestro, sin ir más lejos). Sólo dos piezas Vuelta a la luna y Sigo fresh sonaron con la ortodoxia digital, con bajos gomosos y voz cono argumentos centrales, mientras que el resto sudaba cuerdas, parches y platos analógicos de batería. Al frente un recitador como Duki, que observando urbanidad no dudó en parar el concierto en varias ocasiones cuando veía desde su atalaya que los había que se mareaban por la presión de unas filas que botaban, empujaban y comprimían los cuerpos de la audiencia. Los liderazgos también se construyen así. Como dejando que su telonero, Leïti, dispusiese de todo el escenario como si fuese la estrella, todas las pasarelas a su disposición.
La actuación llevó a la multitud al paroxismo ya por su propia velocidad de crucero, encajando más de una treintena de canciones en el lapso en el que otros estilos apenas superan la veintena. Sin casi interrupciones, sin solución de continuidad, fluida como una cascada de palabras, redondeada por las rimas, veloz como el verbo, la actuación fue cruda, con apenas remansos, apenas Ticket con su guitarra acústica, Si me sobrara el tiempo o Además de mí, una balada que en el tramo final del concierto tuvo aires de himno enfáticamente coreado. Un torrente de éxitos que se abrió y cerró con Givenchy, que tocó el cielo con su pieza junto a Bizarrap, la Music Session 50 que también sonó en el tramo central de un concierto que desparramó fuego, chispas y una explosión de colores e imágenes distorsionadas en pantalla. Pero lo que contó fue él, el barrio, el chaval que con la mano izquierda peinaba su flequillo hacia la derecha, la calle expresada con velocidad urbana, temeridad juvenil y la rabia del dispuesto a “frontear”, a nadar con confianza y seguridad en un mundo de competiciones donde gana quien intimida con verbos. Duki lo hace. La lengua castellana tiene barras azules y blancas.
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