La falacia de las decisiones históricas
Creyendo que íbamos a asombrar al mundo alcanzado cimas insólitas para la humanidad, hemos conseguido hundirnos en la miseria
Escucho una y otra vez la sentencia famosa de Marx: los hombres hacen la historia, pero no saben la historia que hacen. Algo hemos avanzado. Creyendo que íbamos a asombrar al mundo alcanzado cimas insólitas, hemos conseguido hundirnos en la miseria. Lo admiten unos y otros, los contritos escaladores después de exhibir su arrogancia y los prudentes acompañantes, que apenas creían en tan osada expedición, pero prefirieron seguir la cordada, con la seguridad de que podrían regresar rápidamente a la base en caso de fracaso y llegar aunque fuera a última hora para la foto y las rentas en caso de apoteosis en la cumbre.
Sí, somos nosotros los que hacemos esa historia que no sabemos cómo se hace, pero lo más grave del caso es que, a pesar de los fracasos, seguimos empeñados en lamentar los caminos equivocados que no se sabe muy bien cómo emprendimos, como si hubiera sido posible decidir tan fácilmente sobre nuestro futuro cada vez que ante nosotros se abría la apariencia de una bifurcación o encrucijada que requería una decisión. No hay que pensar necesariamente en Cataluña y en el alocado camino del soberanismo desbocado en sus diez años de cabalgada, aunque puedan servir también estas consideraciones para el caso.
El modelo perfecto de la idea de una decisión histórica errónea que había que corregir nos la ofrece la campaña y la ideología que rodea al Brexit. Como es sabido, no son exactamente el antieuropeísmo ni siquiera las ansias de recuperación de competencias europeas por parte de Londres los argumentos centrales que condujeron a la marcha británica hacia ninguna parte. La espoleta fue la inmigración, alentada por el fantasma de una identidad en peligro, tan bien y tan perversamente definido por el escritor francés Renaud Camus, con el mito e invento de la ‘gran sustitución’, conspiración por la que la población europea de religión cristiana y tez blanca será sustituida por oleadas de inmigrantes de tez morena y religión musulmana hasta convertir el continente en Euristán.
Si es difícil tomar decisiones eficaces, todavía más si se trata de corregir el curso de la historia
Si había que largarse a toda prisa de la Unión Europea era para poder controlar la inmigración y recuperar el país en trance de perderse. Viene de lejos esta argumentación, surgida de las profundidades abisales de un subconsciente extremista, el del parlamentario y profesor de griego Enoch Powell, que en 1968 profetizó “ríos de sangre” en un discurso apocalíptico contra la llegada y la integración de los ciudadanos británicos originarios de las antiguas colonias. La alarma de Powell, y de buena parte de sus posteriores apologetas, surge de una falacia que es el fundamento argumental del Brexit y de muchos otros procesos populistas actualmente en marcha. Todos ellos pretenden situar en un momento concreto de la historia la posibilidad de tomar una decisión que corrigiera el curso equivocado de las cosas.
No es una actitud exclusivamente de derechas. Así como Powell atribuyó el desastre a una ley contra la discriminación propuesta por los conservadores, Aquilino Morelle, exconsejero del presidente socialista François Hollande, considera en su último libro que fue François Mitterrand quien tomó en 1983 una decisión capital, perfectamente descrita ya en el título de su libro: El Opio de las Elites. Cómo se ha deshecho Francia sin haber hecho Europa, cuando mantuvo el franco dentro del sistema monetario europeo y dio así luz verde a la globalización liberal europea. Más que una falacia es el ensueño de una decisión, con el que imaginamos un momento en que las cosas pudieron arreglarse antes de torcerse. Se suele atribuir a Thatcher y a Reagan el comienzo de todos los males, pero es difícil que alguien describa el punto exacto en que se produjo la decisión que nos ha conducido a este presente que aborrecemos.
Ni que decir que tal falacia puede girarse como un calcetín. Si creemos que ha habido momentos decisivos para la historia negativa de la humanidad y que fueron fruto de nuestras decisiones conscientes, cuanto más creeremos que también puede haber momentos estelares en los que nuestra voluntad y nuestras decisiones serán los que corrijan los errores precedentes y nos conduzcan de nuevo hacia la senda del brillante futuro deseado. Creemos que hacemos historia, que la hacemos conscientemente y que fácilmente nos saldremos con la nuestra si nos lo proponemos. Y para muestra, el independentismo catalán, con su reivindicación de un derecho, el de decidir, que contiene, además de una intransitiva ambigüedad, una ciega confianza en la voluntad y luego una auténtica incapacidad para ser ejercido.
Tomar decisiones eficaces es muy difícil. Todavía más si se trata de corregir el curso de la historia, como han intentado algunos revolucionarios, aunque con éxito relativo, como recordaba el sarcástico John Le Carré en La casa Rusia: “Sin duda, ninguna revolución había conservado tan perfectamente todo lo que se había propuesto arrasar”, que sirve para Lenin, pero también para Robespierre y Mao, para Castro y Daniel Ortega, sobre todo para Daniel Ortega. Pero tomarlas a consciencia, colectiva y democráticamente, esto, francamente, se antoja una quimera o directamente un engaño. No fue el caso de Cataluña, donde no se trataba, francamente, de tomar una decisión democrática impecable (no lo fue en absoluto la que se tomó el 1 de octubre), sino de aprovechar la oportunidad para crear una situación de facto que obligara, entonces sí, a tomar tal decisión, no la de decidir sobre la independencia, sino la de intentar la secesión unilateral. Es decir, una revolución como las que suscitaron los sarcasmos de Le Carré.
Marx ni siquiera pudo intuir el mayor ensueño de la humanidad respecto al curso de la historia, como es el actual empeño en controlar la temperatura del planeta dentro de este siglo mediante decisiones no vinculantes entre casi doscientos gobiernos que ni siquiera son soberanos, puesto que los que no están atados de pies y de manos por el cortoplacismo, especialmente el electoral, se hallan ampliamente desbordados por las grandes multinacionales de la energía, de la tecnología y de las finanzas, que son las que toman las auténticas decisiones en función de la obtención creciente y continuada de beneficios. Pretender que hubo un momento, un año, un día, fruto de la decisión de alguien, un rey, un presidente, un gobierno, un partido, en el que se jodió la tierra, como el Perú de Mario Vargas Llosa, y que aquella decisión se podía corregir ahora de un plumazo en una cumbre como la de Glasgow, es la última y pretenciosa falacia histórica que nubla nuestros ojos y nuestra mente.
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