El final del paraíso
Desde la vuelta tras las vacaciones, el tráfico en la Zona de Bajas Emisiones de Barcelona ha aumentado un 30%. Un contrasentido entre lo que se persigue y lo que se consigue
La felicidad no se puede comprar, pero sí un vuelo a Maldivas. Así se promociona un archipiélago sinónimo del paraíso soñado en el que todos desearíamos perdernos algún día. Lo han comprobado quienes han tenido la oportunidad de vivir descalzos sobre las blancas arenas que en sus diversos atolones sustituyen el asfalto confundiendo caminos con playas acariciadas por las aguas cristalinas que definen un mar de intenso turquesa ribeteado por el exuberante verdor de su variada flora tropical. Son pocas islas y muchos islotes de los cuales habitados sólo una sexta parte. La mitad de ellos ocupados por instalaciones hoteleras que en su mayoría pertenecen a grandes cadenas internacionales. Ofrecen tentaciones a bolsillos permeables a sus múltiples servicios exclusivos.
El 3 de julio, un avión de Iberia fue recibido en el aeropuerto de Malé con una fantástica cortina de agua. Era la bienvenida al primer vuelo comercial salido de Madrid con 218 pasajeros a bordo y que durante el verano conectó directamente ambas capitales. Las autoridades del disperso país celebraron el evento recalcando la importancia de mejorar la conectividad con el sur de Europa favoreciendo así su industria turística. La principal fuente de ingresos de un territorio que a finales de siglo puede haber desaparecido.
Tras la contundente intervención del Secretario General de Naciones Unidas en la cumbre de Glasgow, Ibrahim Solih, presidente del tercer estado más amenazado del mundo por los efectos del cambio climático, no fue menos tajante. Y si Antonio Guterres lanzó un ¡basta! a seguir tratando a la naturaleza como un váter recordando que estamos cavando nuestras tumbas, el también jefe de Gobierno maldivo hizo suya una denuncia que habían empezado a pregonar sus antecesores. Si la subida imparable del nivel del mar alcanza el metro que los estudios prevén para el año 2100, el océano Índico se llevará por delante lo que antaño hubieran definido como un panorama de postal porque el promedio de su altitud sobre el nivel del mar no supera el metro y medio. De ahí la urgencia de algunos de vivir la experiencia de unos días de buceo y observar una de las faunas marinas más espectaculares o retozar románticamente ante un horizonte cargado de incertidumbre.
Lo que puede parecer una paradoja, no lo es. Desde principios de siglo la República maldiva, tomando conciencia de su gran reto, destina buena parte de los ingresos turísticos a comprar terrenos a Sri Lanka, India o Australia. Llegada la tragedia, podrán tener un suelo donde reproducir su digna existencia habiendo perdido su propio paraíso. Porque como dijo el impulsor de esta medida: “no queremos abandonar Maldivas pero tampoco queremos ser refugiados climáticos viviendo en tiendas de campaña durante décadas”. De ahí que su industria vacacional sea reconocida como la más sostenible. Aun así, el destino se les presenta aciago y no por su falta de impulso contra su preocupante presente. Al ser el problema global no importan distancias ni fronteras. Por eso el relativismo de los más contaminantes castiga a los más concienciados pero las acciones de estos tampoco neutralizan los desaguisados de aquellos. Y con esta contradicción sobrevivimos.
Desde el regreso de vacaciones el tráfico rodado en la Zona de Bajas Emisiones de Barcelona ha aumentado un 30%. Un contrasentido entre lo que se persigue y lo que se consigue. Influye el temor fundado de muchos ciudadanos a usar el transporte público siempre lleno y sin las distancias de seguridad que las autoridades sanitarias recomiendan a pesar de que nunca se han respetado en vagones o en autobuses por muchos eslóganes que insistan en definirlos como lugares seguros. Pero también algo tendrá que ver con la dificultad de conseguir mejores facilidades para desplazarse entre localidades no tan alejadas pero desconectadas entre ellas por un servicio que obliga a seguir trayectos radiales marcados desde y hasta Barcelona. Y cuando esto se evidencia, entra en juego la socorrida pugna entre administraciones sobre financiación y responsabilidades que tiene en el servicio de Rodalies, el máximo exponente de abandono. Pero no solo.
A pesar de ello, la alcaldesa Ada Colau ha insistido en Glasgow en reivindicar los medios colectivos para frenar el cambio climático. La misma edil que, en un ámbito más reducido, ha tenido que dar marcha atrás y replantear el sistema de recogida de basuras puerta a puerta en el barrio de Sant Andreu cuatro meses después de haberlo implantado. Las quejas de los vecinos la han obligado. Y no por falta de conciencia colectiva, sino por un método que sobre el papel aguanta pero en la calle decae. Una asignatura pendiente de los sectores a los que seducir cuesta más que imponer. Y sin atractivo hay conflicto. En este contexto es comprensible que el ciudadano preocupado espere, a su pesar, que le prediquen con el ejemplo. Como hace el Gobierno de Maldivas.
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