Sandra y el halcón blanco
Encuentro en Viladrau con un extraordinario gerifalte, una de las más bellas e impresionantes aves del mundo, y con su dueña
La maravilla aguardaba el martes por la tarde en un extremo de los campos solitarios, cerca del río. El halcón blanco, un gyrfalcon, un gerifalte, la legendaria ave de los reyes. No hubiera sido mucho más extraordinario encontrarte un unicornio. El entorno tenía un componente surreal como en un relato de Ballard. Una tienda de campaña india abandonada, un tipi, se alzaba incongruente en las cercanías, así como una baqueteada caseta con ruedas bajo unos chopos y una caravana decrépita bajo el perfil de las montañas. El paisaje mismo parecía distorsionado, como sobrecogido por el prodigio que albergaba. Lo escuché antes de verlo. Su voz era similar al ruido al girar de manera discontinua una manivela oxidada. Estaba dentro de una amplia caseta protegida en el frontal con un enrejado, pero con una abertura en un ángulo que era demasiado estrecha para que escapara el pájaro y sin embargo me permitía observarlo de muy cerca, cara a cara. Una ave formidable, mágica, casi sobrenatural. El halcón más grande del mundo, y el más bello; un sueño hiperbóreo envuelto en plumas y calzado con garras. El paradigma de lo salvaje, lo indomable y libre. Nos miramos y sentí que me perdía en esos ojos negros inmensos. La expresión inhumana de una criatura que escudriña el mundo de una manera que nada tiene que ver con la nuestra.
Los gerifaltes, falco rusticolus, especialmente los blancos, que habitan en Groenlandia y Siberia y chiflan a los príncipes de los arenosos emiratos árabes, son la alta aristocracia de los halcones. Tradicional propiedad y regalo de reyes, Carlos VI de Francia (lo cuenta Helen Macdonald en Falcon, Reaktion Books, 2016) envió una pareja al sultán Bayaceto como rescate de los mariscales de Francia De Boucicault y De la Tremoille, capturados en la batalla de Nicópolis; y el duque de Borgoña recobró a su hijo intercambiándolo a los turcos por 12 gerifaltes blancos. Hermann Goering, el gran cazador del III Reich y patrón de la Luftwaffe, tenía uno que hizo pintar y cuyo retrato adornaba su desmesurada mansión de Carinhall. Proyectó repoblar los Alpes bávaros con “halcones polares”. El gerifalte pareció seguir la dirección de mis pensamientos y cerró con fuerza el pico, con el característico diente tomial, la protuberancia para dar el coup de grace cortando la medula espinal de la presa, como si atacara el fofo pescuezo del Reichmarshall.
La razón de que un gerifalte blanco de Groenlandia haya acabado en Osona y sentado sus reales en un rincón de Viladrau al lado del Molí Vell es Sandra. Ella es la propietaria de Horus, el precioso macho de casi dos años (viven más de veinte) que fui visitar. La historia de Sandra y su gerifalte es una de esas tan extrañas y conmovedoras que unen excepcionalmente a humanos y aves de presa, como sucedió con Helen Macdonald -autora de H de halcón, Ático de los libros, 2014- y su azor Mabel; T. H. White y el suyo, Gos; J. A. Baker y su pareja de halcones peregrinos de Essex -El peregrino, Sigilo, 2018, en preciosa traducción de Marcelo Cohen-, o el ficticio adolescente Billy Casper protagonista de la novela A kestrel for a knave de Barry Hines -Penguin, 2016, llevada al cine por Ken Loach- y su cernícalo Kes.
Hay algo muy emocionante en esas uniones. Jack Halberstam, profesor de estudios de Género e Inglés en la Universidad de Columbia, lo ha analizado en Criaturas salvajes, el desorden del deseo (Egales, 2020). En el capítulo La epistemología del ferox, sexo, muerte y cetrería, el estudioso señala como los protagonistas de estas historias son seres solitarios que expresan en la relación con las agresivas e indiferentes aves depredadoras un deseo romántico por lo salvaje extremo, que incluye una difusa erótica queer y un transhumanismo, a veces como una forma inconsciente de sanar un yo roto o superar un trauma: Macdonald la muerte de su padre, T. H. White su atormentada homosexualidad en los años treinta; Baker, su pulsión de muerte y desesperanza, y el joven Billy la desmoralización y desilusión de la clase obrera inglesa de la posguerra.
Sandra Borrull, barcelonesa de 46 años, ha amado toda su vida la naturaleza, un amor inducido en la infancia, como suele suceder, por su padre. Era de esas niñas que recogen y cuidan pájaros caídos de los nidos y llevan cualquier bicho a casa. Se dedicó profesionalmente a actividades relacionadas con su interés: viveros de plantas, hípica (Can Salvat, Argentona) y cría y exhibición de aves de presa. Hace unos años, tras quedarse viuda, vio una fotografía del Molí Vell de Viladrau, un viejo molino de agua en el bosque, en la riera del mas de Rosquelles. “No te lo creerás, pero había soñado con ese lugar”, dice. Era un sitio viejo, húmedo y sombrío, cubil de murciélagos y alimañas en el que jugábamos a asustarnos de niños y que ella ha convertido en un hogar. Elaboró planes para crear un centro de inmersión en la naturaleza con actividades para escuelas, acampada, hípica, interrelación con animales, aviario, cría de halcones y exhibiciones de vuelo. Pero entonces, hace cinco años, durante una representación teatralizada en carro de la historia de Viladrau y su bandolero estrella, el Serrallonga, sufrió un brutal accidente en el que se rompió la pelvis, un pie y un brazo. Se ha recuperado y sigue con el proyecto, al que el Ayuntamiento, indica, es muy favorable. En el ínterin ha abierto una tienda en la plaza de Viladrau en la que vende plantas, pan y unas cocas de crema pecaminosas.
“Con las rapaces empecé en 2002, con un águila, me enseñó a adiestrarla un amigo. El primer falcónido fue un xoriguer, un cernícalo, me regalaron el huevo, le hablaba; luego cuando nació el pájaro respondía a mi voz”. ¿Se puede tener un águila, un halcón, un cernícalo? “Sí, basta con la licencia Cites y registrar el ave, si es autóctona, y un permiso especial si no es de aquí”. Sandra sólo tiene ahora a Horus, al que le hace compañía en otra caseta al aire libre un loris arcoíris australiano. El gerifalte, al que bautizó por su amor a Egipto, se lo regalaron con mes y medio. Quiere mucho a su halcón. “El creo que me ve como a su hembra”, reflexiona. “Los gerifaltes son muy cariñosos, pero también muy agresivos en combate. Son extraordinarios cazadores, de presas incluso tan grandes como zorros. Eso hace que los busquen tanto en emiratos, donde apasiona la cetrería. Horus nunca me haría daño, aunque no soporta el sonido del móvil. Los halcones pueden herirte: en una ocasión, tratando de coger uno que no conocía, me clavó las garras en la mano sin soltarme y el dolor era insoportable”.
Horus de momento no puede volar libremente. “Aquí hay mucho bosque y se perdería, necesita grandes espacios y no es fiel a un territorio como las águilas; una vez se escapó y por suerte se detuvo en el Espai Montseny; al llegar yo, bajó”. Sandra cree que el gerifalte lleva bien su confinamiento. “Este invierno, con lo que ha nevado en Viladrau, ha sido muy feliz. Le encanta cuando nieva. Los dos tenemos ganas de que vuele. Verlo volar es alucinante, es verdaderamente el rey del cielo”.
Junto al gerifalte cae la tarde. El ave sigue mirando al intruso con el hieratismo del halcón maltés. Es difícil romper el contacto, como despertar de un sueño. Al marcharme, saco el libro de El peregrino del bolsillo de la chaqueta y voy releyendo. “El halcón desapareció más allá de los olmos, los setos y las granjas. Y yo me quedé sin más que el viento soplando, el sol escondiéndose, el cuello y las manos rígidos de frío, los ojos enrojecidos, y el esplendor perdido”. Hay un largo paseo para volver a casa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.