La gran casa de los sin techo
Cerca de 400 personas conviven desde hace un mes en un ambiente cada vez más tenso en dos pabellones de la Fira de Barcelona
Cerca de 400 hombres conviven confinados desde hace casi un mes en dos pabellones la Fira de Barcelona para personas sin hogar a causa de la pandemia del coronavirus. “Los primeros días no te molesta que el de al lado hable a las once de la noche con el móvil; al décimo, ya estás cansado. Eso genera tensiones, como pasaría en cualquier casa”, resume Sílvia Delgado, responsable de la Cruz Roja, sobre el ambiente de uno de los pabellones que ella gestiona. En total son 450 plazas (225 y 225) que puso en marcha el Ayuntamiento de Barcelona el 25 de marzo. Técnicos y fuentes policiales advierten de un enrarecimiento de las relaciones a medida que pasan los días. Este diario pidió visitar las instalaciones, pero el Consistorio alegó motivos de privacidad de sus usuarios y la necesidad de los gestores de trabajar en calma para no autorizarlo.
En los pabellones viven solo hombres, con perfiles variopintos (hay equipamientos para mujeres). “Desde una persona de más de 60 años, en situación de calle desde hace mucho tiempo, y que volverá a la calle, a un joven peluquero al que acompañamos el otro día a su local a buscar el ordenador y a pagar los impuestos”, resume Delgado. La única condición es no tener adicciones. Sus camas son literas individuales, colocadas a dos metros de distancia entre sí, repartidas en tres zonas. “Por las noches cuelgan mantas, desde arriba, para dormir. Pero no podemos tenerlos siempre así: serían 210 cabañas”, explica Delgado, sobre la búsqueda de intimidad.
Algunos técnicos advierten de un proceso de “prisionización” en las rutinas: colas en el reparto de comida, líderes, grupos… “Me resulta un poco estigmatizador. No necesariamente las personas que están allí han cometido ningún delito. En cualquier espacio donde hay mucha gente se reproducen ciertas lógicas grupales”, opina Albert Sales, asesor del Ayuntamiento de Barcelona de Derechos Sociales, que admite que es conocedor de la “preocupación” de quienes gestionan los pabellones. “Las personas en estos contextos buscan a los más afines, ya sean por lengua o por procedencia o por gustos, se hace grupos y pueden surgir conflictos”, añade.
De las dos instalaciones se ha expulsado a personas por no cumplir con las normas. Dos son sagradas: el respeto a los trabajadores y no consumir drogas ni alcohol. También hay quien se ha marchado por voluntad propia. “Quien se va, ya no puede regresar”, indica Delgado. Un pequeño grupo de expulsados ha acampado de camino a la Fira, sin que por ahora se hayan originado conflictos graves. Tampoco se han dado casos de contagios en el interior de las naves, donde quedan una treintena de plazas libres.
Del control en el interior se ocupa seguridad privada. “Un espacio así, de 6.000 metros cuadrados con 200 personas, sin seguridad sería de locos”, afirma Delgado. En el que ella gestiona, suman 12 vigilantes en el turno de día y 7 en el turno de noche. Ante cualquier problema, la primera mediación es de Cruz Roja. “Y si en alguna ocasión alguien se ha exaltado más de lo que tocaba, la Guardia Urbana está en los alrededores y se les ha activado. A veces vienen, entran y se van”, añade. En la última semana, indican fuentes de la policía local, la Guardia Urbana se ha dejado ver más por el interior.
El principal problema es el “cansancio” de todos, insiste Delgado. Para combatirlo, han organizado campeonatos de pimpón, de fútbol, se imparten clases de inglés, de castellano, hay tres televisiones grandes, una biblioteca, practican deporte… Y tienen un patio al final, donde para salir a fumar, pasar el rato o airearse les pasan un detector de metales. El tabaco, una fuente de tensiones al principio, se gestiona con un estanco cercano que les vende cajetillas dos días por semana. También se ha instalado un cajero móvil para quienes reciben ayudas. La comida es otro elemento fundamental. “Marca la rutina”, señala Sales, que alaba el éxito de la cocina de la Unidad Militar de Emergencias (UME), tanto por calidad como por cantidad.
“En circunstancias normales, soy el primero que hubiese criticado muchísimo este equipamiento. Para combatir el sinhogarismo se requieren políticas de vivienda”, defiende Albert Sales. Pero insiste en que, con la ciudad confinada, suponía una salida para la emergencia sanitaria en la que se han encontrado muchas personas. “Era esencial dar refugio. La ciudad vacía es durísima. No permite satisfacer las necesidades básicas y hay riesgos para la salud. Se necesitaba garantizar unos mínimos”. Las plazas se suman a las 2.200 que existen habitualmente en Barcelona.
“Trabajamos con los miedos y la angustia de todas las personas en una situación cada vez más vulnerable”, resume Delgado, que define el trabajo como “muy intenso y muy demandante”. Quienes están allí dentro, insiste, tienen las mismas preocupaciones que cualquiera: si se infectarán, cuánto durará la situación y qué pasará con el trabajo. Y si cuando salgan podrán seguir alquilando una habitación, trabajando en negro o subsistiendo en la ciudad. “Es un doble estigma: por ser la población que son, damos por hecho que son problemáticos”, añade. “No es fácil para nadie, ni individual ni colectivamente”, se suma Sales. Pero a pesar de todo, es positivo: “En este contexto, con días mejores y días peores, está funcionando”.
Tres personas sin hogar asesinadas
Desde que se decretó el estado de alarma, tres personas que vivían en la calle han sido asesinadas en Barcelona. Los Mossos barajan la hipótesis de que al menos dos de los homicidios (cometidos el jueves y la madrugada del domingo pasados) puedan ser obra de la misma persona. Fuentes policiales expresan su preocupación ante el aumento de la vulnerabilidad de quienes viven a la intemperie en una ciudad que ha quedado vacía por el confinamiento.
Algunas de ellas son reacias a acudir a los pabellones de la Fira o a cualquier otro equipamiento (los hay para mujeres, pisos, y para personas con drogodependencia). “Tengo miedo a contagiarme” o “si entras no te dejan salir” son los dos argumentos más repetidos por las personas que siguen viviendo al raso. También es un problema que no puedan alojarse animales. El Ayuntamiento ha concertado 100 plazas con protectoras para que puedan quedarse allí todo el tiempo que haga falta, pero algunas personas se niegan a separarse de sus animales.
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