La resaca del macrobotellón del verano en El Puntal de Somo carga contra los madrileños: “Es culpa de quien lo hace y de quien lo permite”
Las aglomeraciones de jóvenes bebiendo en una playa protegida generan suciedad y repulsa de los vecinos entre acusaciones a los forasteros


Vasos de plástico se enredan con la vegetación dunar; un casco de cerveza asoma, semienterrado, entre la arena. Restos de bolsas y de pañuelos tiñen de blanco el beige de la playa. Se notan los macrobotellones de la playa de El Puntal (Somo, Cantabria), una lengua protegida por la Red Natural 2000 y castigada por los botellones de los nacidos más o menos en ese año. Las aglomeraciones han desbordado la capacidad de control del Ayuntamiento de Ribamontán al Mar (Partido Regionalista de Cantabria) y colonizan Instagram o TikTok con usuarios ansiosos de figurar en la fiesta marina de moda. La viralidad virtual genera indignación real en los lugareños y cántabros, que acusan al pasota turista, particularmente de Madrid, de corromper su oasis. Estos se defienden: “El maleducado es maleducado siempre”. De fondo, petición de control: “Es culpa de quien lo hace y de quien lo permite”.
Finales de julio, fiestas de Santander. Barcos abarrotados atracan en el cercano Puntal, a unos minutos de navegación. Bajan cientos de chavales cargados con bebidas alcohólicas de todo tipo. Caminan torpe en la arena, sosteniendo los lotes y neveras, como las hordas que recorren 20 minutos por la playa, desde Somo hacia los chiringuitos que proveerán de aquello que les falte. Las redes sociales se llenan del #yoestuveaquí: música, atardecer, cubatas, birras, ligoteo, chapuzones para refrescarse, la duna convertida en letrina…
Después, de vuelta a los barcos, colas masivas y algún “Pedro Sánchez hijo de puta”, simplemente porque el buque privado no da abasto. Detrás, la porquería raramente recogida y que los servicios de limpieza no logran retirar del todo. Una ola de indignación cubre a quienes los días posteriores van a la playa con sus niños o en grupos de colegas y se encuentran cristales en el agua, residuos en la duna e indiferencia entre los asistentes del turismo de usar y tirar.
En este botellón natural han permitido las autoridades de Cantabria, municipales, regionales, y de toda índole, incluidos los de Costas (que para lo que quieren bien listos andan), que se convierta el Puntal de Somo, espacio protegido por no sé cuántas leyes. Lamentable pic.twitter.com/BqlkU8V4jp
— Jose Pellón (@JosePellonsurf) July 27, 2025
Las cántabras Sara Puente y María Eugenia Allende, de 42 y 61 años respectivamente, pasan la tarde en la playa con la niña de Puente, sobrina de Allende. Vigilan por si aparecen vidrios o vestigios de la reciente farra. “No es el turismo que queremos, maltratan una zona maravillosa, evitamos la zona del Puntal y entendemos que los jóvenes hagan botellón, pero en otro sitio”, esgrime Puente.
Allende tira de hemeroteca, recordando los cercanos y polémicos chalets construidos antaño en pleno arenal: “En Somo siempre se ha hecho lo que se ha querido”. “El Puntal es un lujo de la naturaleza y lo dejan como un estercolero, algunos son respetuosos pero siempre hay quien pierde los papeles”, comenta Carlos Valero, santanderino de 67 años. A su lado, Cristina San Sebastián, de 55, traza un perfil: “Son muy de Madrid”.
-¿Cómo se es muy de Madrid?
“Vienen uniformados, con bañador y camisa”. Escucha Mariana Molina, de 22, generacionalmente próxima a los culpables: “He hecho botellón, pero no aquí, es un ecosistema natural y todo se va al mar”. Para ella, muchos asistentes vienen más por colgarlo en redes que por disfrutar. “Tengo amigos madrileños que solo quieren la foto, está de moda”. Madrileñas, por ilusiones. Varias amigas toman el sol distendidas hasta que se ponen serias por las acusaciones.
Elena Martínez, capitalina de 29 años afincada en Santander, comenta que aquellos días sus amigos aseguraban que en sus redes sociales siempre había alguien bebiendo en Somo. “Botellones ha habido siempre, pero se ha descontrolado por el efecto llamada de las redes, no hay que demonizar a los jóvenes, aunque siempre hay algún destroyer, el maleducado es maleducado siempre”, esgrime. Critica que “Santander se ha prostituido al turismo, están abandonando a los santanderinos”.
Martínez reflexiona y señala que “Santander es muy del PP, pero hay mucho santanderino disgustado con la alcaldesa [Gema Igual]”, pero “en Madrid no decimos que la culpa es del de Cádiz”. Madrileños. Gabriel González, de 24, y Pablo Voerman, de 23. No estuvieron esos días masivos, pero coinciden en que “es una burrada, se les va de las manos, los chavales se lo pasan bien pero no es manera”. Ambos reconocen que “fuimos los culpables los turistas”, pero destacan que en su ciudad hay celebraciones masivas y nadie acusa al foráneo.
Además, les desagrada el mote de “papardos”, un pez veraniego desaprovechable y devorador. Alberto Moreno, de 24 años, sí acudió el día más masivo y lamenta el “estereotipo” contra ellos porque “es fácil echar la mierda al de fuera”. Asimismo, añade que “también los de Santander vienen a trincar”. Lidia y Jana, de 22 y 20 años, extienden su toalla con cuidado de no tumbarse sobre cristales. Son de Somo y ya se cansan de esos turistas desalmados cuyo DNI ya van conociendo: “Esa gente es más de Madrid, no se ve a tanta gente de aquí, es un peligro para los niños y si ya es una guarrada en la calle, peor en la playa”.

Varios entrevistados reclaman más contundencia al Ayuntamiento, desbordado este verano y cuyo alcalde intenta que la Guardia Civil contenga estas oleadas, de momento con poco éxito. El Gobierno cántabro (PP) ha reclamado que la Delegación del Gobierno se implique y aporte más medios. El paseo junto a la bahía prosigue hasta encontrar a un grupo de chavales peloteando y con otros colegas volcados, echando unas cervezas cuyas latas amontonan cuidadosamente frente a sus toallas.
Fernando Laínz y Víctor Somoza, de 23 años, se proclaman “autóctonos” y han llegado en una embarcación semirrígida desde Santander. “Aquel día estábamos en los toros, pero nos parece una vergüenza, hay pila de cristales cuando baja la marea y nos fastidian a los locales”, protestan antes de reírse con las pintas de los presentes, según los vídeos: “Venían en mocasines y tacones, como en Ibiza, es demencial”.
Los muchachos levantan campamento previa parada por uno de los escasos contenedores en la lengua arenosa: “No somos los más ecologistas, pero esto es lo mínimo”. El andar lleva a uno de esos famosos chiringuitos. Suena soft techno, esa música suave que se escucha en chill outs o en tiendas de ropa. Los presentes sostienen tintos de veranos, cervezas, gintonics y toda clase de refrigerios con o sin alcohol, plásticos y vidrio a demanda.
Un socorrista cercano reprueba el jaleo veraniego y descontrolado. Cuenta que estos días han encontrado muchos cristales en las dunas por donde caminan muchos bañistas descalzos. “Han tirado mucha mierda, como no es su playa y no van a volver les da igual”, sentencia el vigilante, quien agrega que esos días fatídicos había un altísimo coeficiente de mareas y los fiesteros acabaron aún más apelotonados.
Último testimonio, una chica junto a su pareja. Santanderina. “Los botellones están muy mal, no aportan nada y son muy contaminantes. Es malo para el ambiente, para ellos y para la playa”, afirma. “No da buena imagen”, sostiene. Instantes antes, ella misma se ha erguido para merendar, ha pelado un plátano, ha tirado la cáscara en mitad de la arena y se ha vuelto a echar. Al menos, es biodegradable.
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