“Lo que pasó en Irak fue un fallo colectivo del CNI”
Un informe secreto del servicio español de espionaje al que ha tenido acceso EL PAÍS hace autocrítica de la muerte de ocho de sus agentes hace ahora 20 años
El pasado miércoles, la ministra de Defensa, Margarita Robles, presidió en la sede del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) el homenaje a los ocho agentes secretos que, hace ahora dos décadas, murieron acribillados en Irak. El acto se celebró a puerta cerrada, para que las cámaras no pudieran captar los rostros de los espías españoles y de los familiares de las víctimas, marcados por la emoción.
El 29 de noviembre de 2003, ocho meses después de que Estados Unidos invadiera el país alegando unas inexistentes armas de destrucción masiva, Alberto Martínez, José Merino, José Lucas, Ignacio Zanón, Alfonso Vega, Carlos Baró y José Carlos Rodríguez cayeron en una emboscada de la insurgencia iraquí en Latifiya, 30 kilómetros al sur de Bagdad. Aunque pelearon hasta la última bala, sus pistolas resultaron impotentes ante los Kalashnikov de mayor alcance de sus atacantes. José Manuel Sánchez, que escapó en busca de ayuda, fue el único superviviente.
Mes y medio antes, el 9 de octubre, había sido asesinado en la puerta de su casa en Bagdad otro miembro del CNI, José Antonio Bernal. La muerte de estos ocho agentes constituye la mayor tragedia de la historia del servicio secreto español, una página escrita con el heroísmo de sus protagonistas, pero también con el cúmulo de errores y traiciones que condujeron al fatídico desenlace.
En julio de 2007, más de tres años y medio después del crimen, el entonces director del CNI, Alberto Saiz, encargó “revisar la actuación del centro [de inteligencia] en Irak” e “impulsar la investigación” de los asesinatos de sus agentes. El resultado de ese trabajo se plasmó en un documento secreto, fechado en noviembre de ese año, al que por primera vez ha tenido acceso un medio de comunicación. Se trata de un juicio crítico sobre la actuación del CNI en los meses posteriores a la invasión de Irak y un balance de las investigaciones realizadas hasta entonces sobre la autoría de los atentados.
Las conclusiones del documento contienen una dura autocrítica. “La organización del centro estaba a comienzos de 2003 en una fase de concreción de cometidos y delimitación de responsabilidades, lo que generó diferencias de criterio y disfunciones”, comienza admitiendo, para luego concretar: “La estructura orgánica del centro y la ausencia de un grupo de trabajo específico para Irak motivaron solapes y lagunas”. Es decir, cuando concluyó la invasión y Washington proclamó la victoria militar, el CNI disolvió su célula de crisis y los agentes sobre el terreno quedaron bajo el funcionamiento normal del servicio secreto, “sin que a medida que la situación iba empeorando se planteara un seguimiento excepcional […]Se consideró que la coordinación entre organismos y su capacidad de ejecución eran suficientes[…], pero no fue así”.
Como consecuencia, explica, “el oficial de caso [responsable directo] desarrollaba sus cometidos con un importante grado de desconocimiento de lo que se gestaba y decidía en otros niveles de mando”; “el centro actuó siempre a remolque de las condiciones de ejecución que marcaba el Estado Mayor de la Defensa, el cual cambió en alguna ocasión estas condiciones, por lo que hubo que adaptarse sobre la marcha”; mientras que “la urgencia de la implantación de los equipos en zona hizo que no se realizase una planificación de la misión acorde con los retos que se asumían”. Estos fallos —descoordinación, falta de planificación, precipitación— impidieron interpretar correctamente las señales que alertaban de un acelerado deterioro de la seguridad y tomar las medidas adecuadas con rapidez, lamenta el informe.
La presencia de los espías españoles en Bagdad se remontaba a enero de 1993, cuando la Embajada española estaba cerrada y estos se acreditaban directamente ante sus homólogos de Saddam Husein. Tan estrecha era la relación que en octubre de 2002 visitó la sede del servicio secreto en Madrid una delegación de alto nivel de la inteligencia iraquí, lo que motivó una queja de la CIA. Cuando se expulsó al representante del servicio secreto iraquí en Madrid, junto al resto del personal diplomático, se le despidió con un regalo.
Por su parte, los dos representantes del CNI en Bagdad, que permanecieron en España durante la invasión, volvieron en mayo a Irak, pensando que había pasado el peligro. Alberto Martínez y José Antonio Bernal ocuparon las mismas viviendas. Sus conductores, vigilantes y personal de servicio eran los mismos que la inteligencia iraquí tenía controlados hace tiempo.
“La permanencia de V16 [equipo del CNI en la capital iraquí], con los mismos componentes, se considera uno de los factores determinantes de los sucesos que ocurrieron después. Entonces no se consideró un factor de riesgo. [Sin embargo,] es evidente que los servicios de inteligencia iraquíes se habían posicionado en contra de la coalición internacional y podían creer que el CNI había traicionado su confianza al formar España parte de la coalición. En consecuencia, era lógico pensar que los miembros del CNI se convirtieran en objetivo”, señala el informe.
Los espías españoles “estaban plenamente identificados como miembros del CNI por sus antiguos interlocutores del servicio iraquí”, insiste, y las alarmas debieron encenderse cuando, en agosto de 2003, se produjo una cadena de atentados en Bagdad que parecían contar “con apoyo de los antiguos servicios de inteligencia” de Saddam.
El CNI desplazó agentes con las tropas españolas desplegadas en Irak, primero en Diwaniya (julio) y luego en Nayaf (agosto). De este segundo equipo se encargó el veterano Alberto Martínez, pues “era la única persona capaz de responder a un despliegue tan urgente”. Este fue, según el informe, un error “crítico”, pues Alberto mantenía contacto con fuentes iraquíes de su anterior etapa, “lo que permitió en todo momento a estos servicios [secretos de Saddam] tenerlo localizado [a él] y al resto del personal del CNI”. Además, su “situación personal y profesional estaba muy deteriorada” después de tres años en Bagdad, apostilla. “Todo lo anterior, de lo que se tenía conocimiento en el centro, debería haber llevado a su relevo inmediato”. Pero solo se decidió adelantar su sustitución, que nunca se llegó a producir.
El asesinato de José Antonio Bernal fue el último aviso. El 9 de octubre, cuando ya se había ido el vigilante nocturno y no había llegado su relevo, tres personas llamaron a su puerta. Un hombre vestido de clérigo, que debía conocer el agente, entró dentro. Al percatarse de que pretendían secuestrarle, Bernal echó a correr, pero cayó al suelo a 50 metros de su casa y le dispararon en la cabeza. Los investigadores descartaron que el asesinato respondiera a motivaciones personales o fuera obra de delincuentes comunes y llegaron a la conclusión de que se trataba de “un atentado terrorista, siendo más probable que su autoría proviniera de antiguos miembros del servicio de inteligencia iraquíes”.
La comisión que investigó el crimen en las semanas siguientes advirtió de que “existía una amenaza concreta y real y que un ataque contra miembros del centro o intereses españoles podía repetirse en cualquier momento” e hizo varias recomendaciones. El 26 de noviembre, tres días antes de la emboscada, se aceptaron algunas, como la dotación de coches blindados para los agentes del CNI en Irak (nunca llegaron, pues el plazo de entrega superaba los tres meses ) o la mejora de los equipos de comunicaciones. Sin embargo, lamenta el informe de 2007, “no se adoptaron medidas contundentes como la repatriación del personal conocido por los servicios” secretos iraquíes.
El traductor detenido
Respecto a la emboscada que acabó con siete de sus agentes, la investigación del CNI concluyó que fue “preparada por adelantado, con información precisa del horario e identificación clara del objetivo”. Los atacantes, sostiene el informe, eran “ex agentes del servicio de inteligencia iraquí”, que contaban con un “un agente que hablaba español, al que habían hecho aproximarse a los españoles para convertirse en su fuente”. Este les habría informado supuestamente de la ruta que seguirían los vehículos atacados en Lafitiya.
El CNI sospechó que el chivato era Flayeh Al Mayali, profesor de español en la Universidad de Bagdad y traductor de Alberto Martínez, quien supuestamente habría hablado con él la misma mañana en que murió. El 22 de marzo de 2004, cuando acudió a la base de las tropas españolas en Diwaniya, fue detenido. Durante los interrogatorios reconoció, según el informe del CNI, haber trabajado para el servicio de inteligencia iraquí, bajo amenaza de muerte, antes de la invasión; pero negó cualquier implicación en el ataque contra Alberto Martínez y sus compañeros. Concluidos los tres días de arresto preventivo, fue entregado a las tropas estadounidenses, que lo encerraron en la tristemente famosa prisión de Abu Ghraib, en Bagdad. Pero a Washington no le interesaba aclarar la muerte de los espías españoles, sino derrotar a la insurgencia iraquí. Flayeh fue liberado en febrero de 2005 sin que jamás se le sometiera a juicio y denunció haber sufrido malos tratos en la base española, lo que el informe niega. Se le prohibió la entrada en territorio europeo durante diez años.
Más allá de la presunta delación, la investigación interna concluyó que “los acontecimientos ocurridos en Irak fueron fruto de un fallo colectivo del centro. […] Ni la estructura ni las personas que ocupaban puestos de responsabilidad en los distintos niveles tuvieron la capacidad de prevenir, detectar y neutralizar el riesgo que asumieron los agentes que cumplían su misión en Irak a medida que la situación en la zona fue cambiando”. No proponía depurar responsabilidades, pero sí tomar medidas para que no volviera a pasar.
Resistieron hasta el último cartucho
29/11/2003. 15.20 hora local. Los ochos agentes del CNI regresan a Diwaniya desde Bagdad en un Nissan Patrol y un Chevrolet. A la altura de Latifiya, un sedán blanco viene a toda velocidad desde atrás disparando por las ventanillas laterales con dos fusiles AK-47. Los disparos matan a Martínez, el conductor del Nissan, e hieren a Lucas, sentado en el asiento de atrás. El Nissan queda rezagado y el sedán adelanta por la izquierda y dispara contra el Chevrolet. Mata a Vega e hiere en la cabeza a Rodríguez. El Chevrolet cae por un terraplén y queda atrapado en el barro. Baró llama por su Thuraya a Bagdad y a la base española, sin conseguir comunicar. Habla con el oficial del CNI en Madrid y le pide apoyo urgente de helicópteros. Cuando va a transmitirle sus coordenadas, empiezan a dispararles desde unas casas cercanas y se corta la comunicación. Con las ruedas reventadas, Merino y Zanón se aproximan en el Nissan y el sedán huye. Bajan el terraplén y se unen a Baró, quien pide a Sánchez que le pase los cargadores y se marche en busca de ayuda. Baró se pone cuerpo a tierra y empieza a disparar tiro a tiro con su pistola contra los asaltantes, pero están demasiado lejos y no les alcanza. Merino y Zanón se suman a Baró y también abren fuego. Mientras se aleja, Sánchez escucha al primero. “¡Me han dado en un brazo!”. Al fin, alcanza la carretera, donde una multitud vitorea a los atacantes. La muchedumbre le rodea e intenta meterlo en un maletero, pero entonces un religioso le toma del brazo y le da un beso. La gente cambia de actitud y le deja marchar. Cuando finalmente Sánchez regresa, acompañado por militares estadounidenses, “los cadáveres de los miembros del CNI presentan numerosos impactos de bala, prueba del ensañamiento de los atacantes y de la resistencia de los s agentes españoles”, dice el informe.
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