Un naufragio, cinco tumbas sin nombre y medio siglo de silencio
Familiares de víctimas y el único superviviente vivo del pesquero gaditano ‘Domenech de Varó’ luchan por recuperar los restos de unos fallecidos que creían desaparecidos
José Manga tiene los brazos llenos de tatuajes—una mujer, un ancla, una cara— que él mismo se hizo “con una aguja y tinta de choco” y que ya están casi borrados. También tiene un recuerdo que, de traumático, ha resultado ser mucho menos indeleble. El golpe seco, la mar fría por la cintura en cuestión segundos. Los gritos en la oscuridad de la noche. El embate salvaje del oleaje que deshacía la cadena humana de 11 marineros agarrados de las manos en un barco a pique: “Cada ola se llevaba a uno, luego a dos, después a un viejito que se subió al palo. Hasta que me quedé solo”. Después de 50 años de silencio, el pescador de 73 años narra el naufragio del Domenech de Varó sentado a la mesa de un bar de Sanlúcar de Barrameda y, a cada poco, golpea con rabia: “Me acuerdo todos los días. Después, nunca más se supo nada. Todo lo tengo metido en la cabeza porque lo viví. Pero, hasta ahora, he estado callado”.
José Manuel Pose fue quien sacó a Manga de ese enmudecimiento que se autoimpuso hace medio siglo. Su padre, Julio Pose, fue uno de 10 fallecidos en la tragedia. “En mi casa siempre creímos que estaba desaparecido, que su cuerpo nunca apareció”, apunta el también presidente de la asociación de familiares de las víctimas. Hasta que el aniversario del naufragio llevó a los descendientes a investigar sobre lo sucedido y a descubrir que, tras el hundimiento frente a las costas de Lanzarote, las autoridades de la época localizaron hasta cinco cadáveres y los enterraron en nichos sin nombre y sin conocimiento de las familias en el cementerio de Arrecife. Hasta ese momento, la versión oficial era que, de los 10 fallecidos, solo tres habían sido identificados y enterrados en ese cementerio y que los otros siete cadáveres nunca aparecieron en el mar. “Es un duelo que estamos pasando 50 años después”, reconoce Pose, ahora enfrascado en la consecución de los fondos y permisos para exhumar los cuerpos, hacerles pruebas de ADN y traerlos a la península.
Los 12 tripulantes del Domenech de Varó partieron de El Puerto de Santa María en los primeros días de febrero de 1973, dispuestos a estar 40 días en aguas del Atlántico cercanas al norte de África. Eran de Barbate, Cádiz, El Puerto y Sanlúcar, pero apenas se conocían entre sí. “Fue nuestro primer turno. Yo fui al muelle a ver si encontraba algo y allí me enrolé”, explica Manga, que entonces apenas tenía 20 años. Tras varios días sin poder salir por mala mar, partieron de las costas gaditanas, repostaron en Ceuta y pusieron rumbo al caladero, pero a la altura de las islas Canarias todo se torció.
Era la madrugada del 6 de febrero. “Se levantó un siroco [viento del sureste] que echó para la mar arena desde Marruecos. El motorista avisó de que teníamos una picadura en el motor y teníamos que ir para Arrecife”, rememora el marinero. Manga acababa de bajar del puente cuando escuchó un fuerte golpe. Nada más levantarse del catre, ya tenía el agua por la cintura. “Empecé a llamar a todos: ‘¡Muchachos, hay una vía de agua!’. Luego volví a entrar, me metí debajo del agua para coger mi alianza, me la puse en el dedo y la mordí para que no se me cayese”, recuerda el marinero.
Luego, todo sucedió rápido. El barco colisionó con unos salientes de roca a la altura del municipio de Mala. Un golpe de mar llevó al patrón de costa, Vicente Pérez, hasta tierra mientras desataba la balsa salvavidas. Los otros 11 tripulantes se agarraron de los brazos, mientras el barco se iba a pique. Con cada ola, se perdían los marineros en la negrura de la noche. Hasta que Manga, ya solo, vio la posibilidad de lanzarse a un hueco del barranco: “Virgen del Carmen en tus brazos me pongo y cogí el hueco”.
El marinero llegó a tierra lleno de lesiones por las rocas y los erizos y corrió hasta llegar a una casa que encontró abierta: “Me encontré el patrón con la cabeza entre los brazos. Me preguntó por los demás y le dije ‘están todos fallecidos, muertos y ahogados, para que lo sepas”. Ambos fueron los únicos supervivientes. Al día siguiente, Manga ayudó a identificar a los tres cadáveres que acabaron enterrados con nombre en Arrecife: a un paisano suyo, al motorista y al contramaestre. Luego, le compraron un pasaje a la península y regresó a Cádiz.
“Luego, no supe nada más. No me ayudaron con nada”, apunta el sanluqueño. Manga apenas consiguió arrancarle al dueño del barco dinero para comprar leche en polvo para su hija recién nacida. Para los familiares que se quedaron viudos o huérfanos el panorama no fue mejor. “Pasaron de las familias y no informaron del hallazgo de los cuerpos”, recuerda Carmen Álvarez, alcaldesa de Sanlúcar e implicada con el caso desde que los familiares descubrieron la verdad de los nichos sin nombre. “En mi casa fue una hecatombe, al dolor de perder a un padre se suma que no tienes dónde llorarle. Mi madre se murió sin recuperarse. Al estar desaparecidos, además de quedarse solas, esas viudas no cobraron nada de viudedad durante años”, rememora Pose.
Tras el regreso de Manga y de Pérez —ya fallecido—, un velo de silencio envolvió el caso en la península. El marinero culpa a la falta de comunicación entre las comandancias de Canarias y de Cádiz: “Podían haber pedido fotos o nombres. No se hablaron nada, boca cerrada”. Pero no ocurrió así en la prensa local canaria, donde se siguió informando del conteo de cinco cadáveres sin identificar que fueron apareciendo durante la semana posterior al suceso.
Esas referencias en prensa y la disposición casi correlativa de los nichos sin nombre fueron fundamentales para la investigación realizada por familiares como Francis Roselló, el investigador canario Luis Moreno y el propio Pose, que hace meses ya visitó las tumbas en el cementerio de San Román, en Arrecife. Allí pudo cotejar cómo, junto a la lápida de uno de los fallecidos reconocidos por Manga —los otros dos identificados también están en la misma cuartelada, pero sin cartela—, estaban los otros cinco enterramientos de cadáveres sin identificar. Restan dos desaparecidos de los que no hay rastro ni en la prensa de posibles hallazgos en esos días, ni en los libros de registro del cementerio.
Manga recuerda su historia agitado, sentado en un corro, junto al presidente de la asociación, a quien conoció hace cinco meses, y la alcaldesa, que acude a la entrevista con EL PAÍS también con la intención de grabar su testimonio. Solo su mujer, Rosario Peña, y Pose —que asiste al relato por momentos emocionado— conocen la dura historia de antemano. “Se me ha quedado aquí toda la vida”, reconoce el pescador, mientras señala a su cabeza. Hasta al dueño del bar del barrio de El Palmar en el que vive y donde suele parar le cuesta creer que él fuese uno de los supervivientes de la tragedia. De hecho, la alcaldesa Álvarez se encontró con Manga de casualidad en una visita al barrio y lo reconoció por unas fotos antiguas que vio en el dossier que la asociación de familiares preparó para pedir colaboración a las administraciones.
La ahora regidora de Sanlúcar fue la impulsora de que el pleno de la Diputación de Cádiz acordase el pasado 26 de abril la concesión de 15.000 euros para las familias. A eso se suman los 5.000 euros que ha comprometido la Junta de Andalucía y los 4.000 que ha donado la Fundación Unicaja. No son las únicas administraciones contactadas, pero sí las que contestaron favorablemente. Con las Comandancias de Marina ya desaparecidas, los familiares tocaron a la puerta del Instituto Social de la Marina —del que dependen los trabajadores del mar y adscrito a la Seguridad Social—, pero le denegaron por carta “poder contar con ayuda alguna”, como denuncia Pose, dolido.
Con los 24.000 euros recaudados, los descendientes esperan tener suficiente para hacer las pruebas de ADN necesarias y trasladar los restos a Cádiz, donde pretenden darles un enterramiento digno antes de final de año. Será entonces, cuando al fin 10 de los 12 tripulantes del Domenech de Varó se reencontrarán de nuevo con esos hijos que les creían desaparecidos. “Faltan dos, así que hay un 73% de probabilidad de que mi padre esté ahí, pero es que ahora tengo 0%”, añade el presidente, emocionado.
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