Un naufragio sin explicación
La muerte de dos marineros y la desaparición de un tercero al irse a pique el ‘Vilaboa Uno’ frente a la costa de Santander inquieta al mundo de la pesca
Ohana significa familia en hawaiano y este tatuaje en el dorso de la mano de Max Ferreyra cobra aún más sentido ahora que se ha quedado huérfano. El mar se ha llevado a su padre, el peruano Walter, y no lo ha devuelto todavía. Nadie puede asegurar que lo haga. Con él, se han ido dos marineros más, el cántabro Francisco Sampedro Faleato, Fali, y el ghanés Kofi Buabeng, compañeros de camarote y destino. El barco en el que faenaban, el Vilaboa Uno, se hundió en la madrugada del lunes y solo el auxilio de otros pesqueros permitió salvar a siete tripulantes de la hipotermia en el Cantábrico. Tres quedaron atrás. Sus familias han quedado unidas por la muerte de unos marineros de orígenes dispares pero mismo final. Aún no hay respuestas a cómo el barco colapsó en apenas minutos, sin argumentos sobre una desgracia cruel para quienes desempeñan algo más que un oficio.
Los fallecidos guardan similitudes como la edad, entre 56 y 58 años. Apenas les separaban unas semanas de la jubilación. El arraigo los distingue. El africano Buabeng llevaba poco en Santander y de él apenas se sabe que tiene un primo, lo que lo convierte en un marino solitario que se buscaba la vida donde tiene mucho riesgo de perderla. Unos senegaleses que pasean por el muelle donde se secaban las ropas que se quitaron los supervivientes simplemente comentan que muchos africanos miran la bahía como forma de sustento.
Más vinculación guardaba Ferreyra tras casi 20 años entre aparejos, proas y jureles cántabros. Aquí se instaló con su esposa Leonor y crecieron sus hijos, Max y Milagros. Él se encuentra a 120 metros de profundidad, bajo esa superficie tranquila estos días, pero capaz de engullir los proyectos de un clan. “¡No dejen de buscar a mi esposo!”, solloza Leonor, que reniega de quienes señalan un supuesto error humano del peruano como causa del siniestro: “Mi marido es un excelente mecánico, lo saben en Cantabria, en San Sebastián, en Francia, en Laredo, en Colindres y en Santoña”. Su hijo, de 29 años, alza la voz, impotente. “Soy una persona que ha perdido a su padre, no paren de buscarlo, no merece esto”, rogaba ante la concentración que el martes homenajeó a los difuntos.
El dispositivo, con robots submarinos y buzos, se afanará en hallar al navío, y a Walter, si está dentro, a pocas millas de la costa santanderina. La fuerte corriente y la complejidad del fondo marino han impedido que los robots traigan avances a la espera del moderno ROV Comanche, que esperan tener allí en unos días.
La proximidad de la costa y la climatología apacible de aquella noche escaman al barrio pesquero, donde se reúne toda la sapiencia y pena que acarrean muchos currículos laborales y vitales ligados al Cantábrico. Ni el más veterano sabe atar los cabos sueltos. Tampoco convencen las primeras explicaciones sobre una presunta vía de agua. Lucio Faleato, de 65 años, maldice. El tío de Fali tiene demasiadas preguntas. “¿Una vía de agua en un barco de 28 metros de eslora y con esa envergadura lo hunde en minutos?”, cuestiona. Su experiencia le dice que habría tiempo para recurrir al bote de emergencia.
Faleato sospecha que el pesquero podría tener extendidos los reteles y, de repente, dio con un enorme banco de peces que al enredarse desestabilizó el buque. “Toda la vida andando en la mar, sin disfrutar de nada y mira, a un mes de jubilarse…”, lamenta el tío de Fali. El fallecido había decidido que esta sería su última campaña de sarda (caballa) antes de retirarse.
A los allegados también les duele cómo se enteraron de las muertes. Por las publicaciones en redes sociales de Miguel Ángel Revilla, presidente autonómico (Partido Regionalista de Cantabria) a primera hora del lunes. La hermana de Fali, Gema Sampedro Faleato, de 58 años, se enfurece al pensarlo. Revilla, presente el martes y receptor de críticas en la concentración, esgrime que el anuncio era competencia de Salvamento Marítimo, coordinador asimismo de las tareas de rescate de los restos y del marinero desaparecido. El caso, judicializado, revela escasas evidencias y desespera a quienes empatizan porque saben que mañana les puede tocar a ellos o a uno de los suyos. Varios naufragios similares en los últimos años plasman que hay motivos para inquietarse.
“Dan ganas de llorar”
Toda la cadena del mundo del pescado se muestra afectada. Agustín de la Peña, uno de los encargados del restaurante Los Peñucas, emblema gastronómico del lugar, lamenta el suceso: “Es terrible, dan ganas de llorar, estas tragedias se sienten de forma familiar”. Los comensales que degustan esos bonitos o besugos desconocen el peligro de capturar esos manjares. “Se ven las caras de amargura, los pescadores se juegan la vida y el dinero se lo llevan los intermediarios”, expone el cántabro. Las casas humildes del barrio pesquero reflejan que el pescado da para comer y no mucho más. Al menos a ellos.
La noticia ha traído al puerto de Santander, donde se coordina la búsqueda y la atención a los allegados de los fallecidos, a Francisco Ferreyro, de 58 años y camionero en Francia. Quiere saber lo ocurrido con su hermano. El hombre, agotado y apagado, se dirige a un mostrador de la administración portuaria: “Hola, venía a preguntar por lo del barco hundido”.
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