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La realidad tras un aborto en Castilla y León: “Te tratan como si fueras idiota”

La vivencia de una mujer de 26 años exhibe los obstáculos a los que se enfrenta la mayoría en una región que propone endurecer todavía más el proceso para las que deciden interrumpir su embarazo

La mujer de 26 años, el sábado en un parque de Valladolid.
La mujer de 26 años, el sábado en un parque de Valladolid.Emilio Fraile
Elena Reina

Sara, nombre ficticio, tiene 26 años y en el último año y medio ha decidido abortar dos veces. Prefiere no saber nada de lo que están diciendo en la televisión. Lo de que en su tierra, Castilla y León, el Gobierno autonómico plantea ofrecerle a las mujeres embarazadas que no quieren ser madres ecografías en 4D y que escuchen el latido fetal, para que lo piensen mejor. Inevitablemente, se ha enterado, porque no se habla de otra cosa en su ciudad, Valladolid. Y todo se ha vuelto a remover por dentro. Mientras la discusión de micrófonos, despachos y partidos que lideran hombres —algunos que reconocen públicamente “no saber nada de embarazos”— sobre si es buena o mala idea llevar a cabo algo así, Sara se pregunta si alguno de ellos ha escuchado un segundo a una mujer que lo haya hecho. Si saben algo de esa nube negra que empaña todo cuando se debe asumir una decisión que ya está tomada, porque no tienes trabajo ni dinero ni casa ni ahorros. De soledad, de miedo, de ansiedad o del dolor que produce que hurguen en tu útero. Si alguien va a dejar de decidir por mujeres como ella en algún momento.

— Si después de lo que me pasó tengo que escucharlo y verlo, es que quizá hubieran conseguido lo que quieren, y es terrible.

Todo empezó en septiembre de 2021. Desde el otro lado del teléfono, Sara cuenta que tenía una pareja que parecía estable, pero que, como sucede a menudo, no lo es tanto cuando vienen mal dadas. Entonces tenía 24 años y llevaba dos meses sin trabajo. Tenía planeado estudiar un módulo superior de Higiene Bucodental y él se había ido a estudiar a Colombia. El test de orina salió positivo y su novio se quedó mudo en la videollamada. En ese momento, supo bien que estaba sola.

Sara considera que es conveniente explicar que ha tenido muy mala suerte. Que lleva tomando anticonceptivos desde los 20 años porque quería decidir cuándo quedarse embarazada. Lo ha tenido que repetir muchas veces. Que desde que empezó a tomarse en serio su salud sexual a los 19 y pidió una cita con el ginecólogo, su médico de cabecera le espetó que para qué: “Que yo era un coche como recién salido del concesionario”.

Ella quería ser madre, eso fue lo más doloroso. Y a menudo ha tenido que discutir sobre este punto hasta con algún médico que se atrevió a juzgar su decisión. Que hizo todo lo que pudo, que unos días se le olvidó la píldora, y que “qué rabia”. Porque, señala: “Esto no se lo deseo a nadie”.

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La única forma de abortar en Castilla y León de forma gratuita, sin salir de la provincia, es vivir en Valladolid o tener suerte en el hospital de Burgos, donde se practican algunas de estas intervenciones, no muchas —en 2021, solo 60 abortos fueron practicados por el sistema público castellanoleonés, de los 2.597 que la autonomía notificó aquel año—. “Al menos en eso tuve suerte”, bromea Sara.

Para las mujeres del resto de las provincias las opciones son: o desplazarse (hasta ahí o a otra región), o costearse un procedimiento que ronda los 400 euros, pero que puede ir desde algo menos de 200 hasta superar los 1.000. Es decir, si una mujer en Palencia o Ávila, por citar algunas, quiere abortar gratis en su ciudad, no puede. De manera que el acceso del que habla la ley no aplica para la mayoría de las mujeres castellanoleonesas.

En la región gobernada por el PP y Vox, que ahora deja en manos de los médicos la medida de la ecografía y el latido fetal, abortar ya era difícil. Solo hay tres clínicas privadas acreditadas para practicar el procedimiento: en León, Salamanca y Valladolid. Pero solo una —Ginemédica, la de Valladolid— tiene un concierto con la Administración de la Junta para practicar abortos a pacientes derivadas de la pública. Soria incluso tiene un concierto con una clínica de Madrid, así que deben salir de su comunidad para que el Estado les financie el procedimiento.

Sara siguió todos los pasos. Pidió cita en el centro de salud. “Estoy embarazada y quiero abortar”, así, de carrerilla. Pero nada había sido sencillo hasta ese momento. Ella quería ser madre, le hacía ilusión estar embarazada, y a la vez sentía que no podía. “Al no tenerlo tan claro es todavía más difícil hablar de ello. Y todo fue muy violento para mí”, recuerda. “No es que me dijeran que no lo tuviera. Es que no hacía falta. Me lo decían con la mirada. Lo que se me venía encima, que me iba a arruinar la vida. Me sentía muy sola y no iba a poder sola. Y con todo el dolor de mi corazón, sabía que tenía que abortar”, cuenta. “El embarazo de repente se convirtió en una nube negra en mi vida, nada era como lo había imaginado”, recuerda.

Le hicieron un test. Salió nuevamente positivo. La mandaron con una trabajadora social y esta le pidió una cita para hacerse una ecografía en el hospital. Llegó sola, porque con las medidas anticovid no le permitían ningún acompañante. Al entrar en la consulta sintió el primer mazazo. Después vendrían más.

—¿Sabes cuando entras en un sitio y notas que no te quieren ahí? Las miradas, los gestos… Me hicieron sentir como una estúpida.

Sara sospechó después que la ginecóloga que la atendió era objetora de conciencia —los profesionales de los centros públicos de la región se acogieron a este derecho desde 2010 y, exceptuando mínimamente Burgos, en ninguno se practica el aborto—, pero nadie le dijo nada. Mientras observaba la pantalla de la ecografía lo que podía ser “el bebé que no iba a tener”, hacía preguntas. Una parte de ella seguía ilusionada, lo reconoce. “Yo vi un circulito, me esperaba una alubia, y le dije: ‘¿Eso es el embrión?’. Y ella solo me respondía de malas formas, como si yo fuera una inconsciente: ‘Si lo vas a abortar, ¿qué más te da, para qué quieres saber nada?”. Después, quiso hacerle una foto con el móvil a la ecografía: “Si vas a abortar, ¿para qué quieres tener recuerdos?”, cuenta que le contestó. “Se me caían las lágrimas, me quedé callada, solo lloraba”.

Supo cuando llevó los documentos de la ecografía a la trabajadora social que la médica no había puesto lo que hacía falta para la cita del aborto. La misma trabajadora le contó que a veces algunos objetores lo hacen para extender más el tiempo, por si hay alguna posibilidad de que la mujer se lo replantee. Tuvo que hacerse otra ecografía unos días más tarde en una clínica privada, 80 euros. De nuevo, a repetir el proceso.

Le dieron cita para poner fin a todo el embarazo cinco días más tarde. Llegó a la clínica de Valladolid a las 9.30 de la mañana, pero la espera se demoró más de lo previsto —faltaba por error una prueba de antígenos que tuvo que costearse ella, 120 euros más— y la atendieron cuatro horas más tarde. Le dijeron que esperara en una silla. A su alrededor desfiló una decena de mujeres embarazadas, que esperaban su revisión con el especialista. Como si desde el día en que decidió que tenía que abortar cada uno de los pasos hubiera sido una prueba más de una decisión ya complicada.

“Era una situación tan violenta, que me evadí. Lo veía desde fuera como una película. Una sentada con su barrigota riéndose con una enfermera, estaban felices. Yo estaba siendo consciente de lo feo que era eso: ¿Era necesario meterme aquí con ellas, no podrían haberme puesto en otra sala?”, recuerda.

Un rato antes de entrar, le dieron una pastilla. Sara cuenta que ni preguntó para qué era, pero que nadie se lo explicó. Estaba sin comer, llevaba días sin dormir bien, agotada. Pensó que quizá era un calmante. Pero a los minutos empezó a sentir unos dolores horrorosos debajo del vientre. Estaba sentada en una silla dura de plástico, sola, sin poder hablar con nadie. “Ya no hay vuelta atrás”, recuerda que pensaba. Después, supo que ese dolor eran contracciones.

“Me miró una chica y me dijo: ‘Duele, duele”.

Fue el único momento de alivio en las últimas semanas. Una joven como ella, que estaba retorciéndose por el mismo dolor en la sala de espera. Había venido de Ávila en tren y hasta allá se iba a ir sola esa tarde. ”Por fin encuentro a alguien que me está entendiendo”, cuenta que pensó.

Unos 40 minutos después, llegó su turno. Entró a una salita, se quitó la ropa. “Hola, túmbate y pon las piernas para arriba”, le dijeron. “Me acuerdo que lo primero que pensé es cuánta gente hay aquí”. Le pincharon la anestesia en el útero y tenía que esperar unos minutos a que le hiciera efecto. “En ese punto ya solo deseaba que acabara todo. Ya, por Dios”, recuerda.

Hasta ese momento, nadie le había explicado que existen dos tipos de procedimientos: el farmacológico o el instrumental. Tampoco que en este último se puede solicitar la anestesia general (una sedación suave), especialmente para quienes prefieren no estar despiertas durante el proceso. Castilla y León es la única comunidad autónoma que no financia esta prestación: si una mujer decide abortar por lo público en esta región, no tiene otra opción que estar consciente. Si desea hacerlo de otra forma, debe pagar el procedimiento completo, según han denunciado las representantes de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del Embarazo (ACAI).

“Ojalá no me hubiera enterado de nada”.

Lo que sucedió en el quirófano la ha perseguido durante más de ocho meses. Está convencida de que se pasaron de tiempo con la anestesia y que cuando la intervinieron sintió más de lo previsto, aunque no puso ninguna denuncia ni reclamó. Pero pudo compararlo con otra intervención de hace tres meses. Tiene grabado el sonido de los aparatos raspando y hurgando en su útero, del aspirador después. “Ras, ras”. Y lo peor: una pantalla que debían observar solo los sanitarios, pero que la tenía en frente, en la que siguió en vivo todo lo que hacían dentro de su cuerpo. “Era horrible. Esa imagen no se me va de la cabeza”, recuerda.

“Notaba perfectamente cómo me raspaban y estiraban con fuerza. Como una cuchara hurgando dentro. Sentía que me iban a arrancar el útero y que después saldrían todos los órganos detrás”.

Fueron 10 minutos en los que Sara asegura que sentía que se moría. Lo escuchaba, lo veía y lo sentía. “Ras, ras”. Cuando terminaron, le dijeron: “Ya está. Te pones una compresa, te vistes y te vas”. Ella se levantó “como un zombi”, cuenta. “No sabía ni quién era. Y salí al pasillo donde estaba todo el mundo. Otra vez a esperar sola. Me dolía muchísimo. Sentía el lugar exacto donde había estado implantado. Firmé un papel, me dieron un zumo y me fui de ahí”, recuerda.

Desde ese momento y durante más de ocho meses tuvo un sueño recurrente. “Corro porque vienen detrás para arrancarme el bebé. Un hombre me quiere meter las manos en la barriga y me lo quiere arrancar. Estoy segura de que es porque lo vi y lo sentí. Sigo teniendo pesadillas”, cuenta. No podía hablarlo con nadie: “Al final, como no tienes el hijo, nadie quiere saber nada. Eso se me hizo muy duro. Notar que es un tema tan tabú que prefieren hablar de otra cosa”.

Sara ha pedido ayuda para encontrar un método anticonceptivo que le funcione. Explica que los preservativos le irritan y la hacen sangrar, que dos ginecólogos distintos no le recomendaron el DIU porque le decían que todavía era joven, que la píldora era la única opción. Las pastillas también le sientan mal, cuenta. Le revolucionan el ánimo y los nervios. Y a veces, como sucedió de nuevo, se olvida de tomarlas con la frecuencia recomendada. La última vez pensó que no podía volver a pasar, que sería un caso demasiado extraño. Que habían sido dos malditos días. Pero pasó.

Hace tres meses, revivió todo. Se quedó de nuevo embarazada sin planearlo y, aunque ahora tiene otra pareja y los dos quieren ser padres, con sus 800 euros de sueldo, la mitad que se va en alquiler, otro tanto en luz, gas y comida, en los pagos a plazos de sus estudios, decidieron que no era viable. La trabajadora social le insinuó que se lo pensara mejor, que hay ayudas del Gobierno: “De verdad, te tratan como si fueras idiota, como si no supiéramos todos que con eso no es suficiente. Como si yo después de todo lo que pasé hubiera querido volver a estar en esa situación”, cuenta.

Esta vez, Sara estaba más convencida. El procedimiento no fue tan doloroso ni lo vivió de una forma tan violenta. “Sentía más poder sobre el proceso”, apunta. Pero el médico que la intervino, el mismo que en la primera vez, no se resistió las ganas de darle una lección. “Claro, vives la vida loca, no tienes cuidado, pues te quedas embarazada”, recuerda que le espetó.

A esas alturas del partido, ya estaba harta de darle a todo el mundo explicaciones sobre su vida. De nuevo lo de la píldora, lo de que había tenido mala suerte. Pidió un calmante y entró al quirófano.

—Bueno, a ver si no te vuelvo a ver por aquí —disparó el doctor.

—Igual usted y todos se piensan que una viene aquí por gusto —le hubiera gustado responder. Se calló.

Pese a que el Congreso de los Diputados ha aprobado una reforma de la ley del aborto —aún pendiente de ratificación en el Senado— que incluye eliminar los tres días de reflexión y la información que se les entrega a las mujeres sobre ayudas públicas si deciden mantener su embarazo, ningún texto menciona qué puede cambiar para que lo que vivió Sara no se repita con otra mujer. Nada que resuelva el estigma y la soledad que algunas viven dentro de las consultas frías. La medida que plantea el Gobierno de Castilla y León sobre mostrarles el latido y la ecografría en 4D ha sido la gota que ha derramado el vaso. “Llevo todo el año diciendo que sí, hay aborto legal y gratuito. Pero indigno y traumático también”, resume Sara.

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Sobre la firma

Elena Reina
Es redactora de la sección de Madrid. Antes trabajó ocho años en la redacción de EL PAÍS México, donde se especializó en temas de narcotráfico, migración y feminicidios. Es coautora del libro ‘Rabia: ocho crónicas contra el cinismo en América Latina’ (Anagrama, 2022) y Premio Gabriel García Márquez de Periodismo a la mejor cobertura en 2020

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