La pasión por los roscones desde un obrador de Oviedo: 2.000 unidades en solo 48 horas
La confitería Camilo de Blas necesita 14 personas para poder hacer realidad los pedidos. En España se comerán 30 millones de piezas: “Todo el mundo los quiere para el mismo día”
La ovetense Patricia del Valle se quedó el año pasado sin su roscón favorito. No le volverá a suceder. Eso sí, durante la mañana del 5 de enero no podrá ir a pasear a su perro muy lejos del edificio en el que vive. Y todo habrá comenzado 24 horas antes y a 8,6 kilómetros de distancia. En España se venderán este año más de 30 millones de roscones. Con la mayor parte de las ventas concentradas en unos pocos días, supone un incremento de entre un 3% y un 5% con respecto al año anterior, según los datos que aporta el gremio de Artesanos Confiteros de Asturias.
Son las 10 de la mañana del 4 de enero y en el obrador de la confitería Camilo de Blas, en el polígono industrial de Silvota (Llanera), quedan un par de horas para terminar la jornada de la noche anterior. En los próximos dos días saldrán de aquí unos 2.000 roscones. De ellos, 1.461 serán para encargos. 621 de levadura y 840 de hojaldre. En su elaboración participarán 14 personas. Al frente del equipo está Javier Collado (Oviedo, 51 años), ojos azules y pelo canoso. La punta de un mechón le asoma por la frente bajo el gorro. “La diferencia de esta semana con una normal es que a lo de diario le tienes que sumar los roscones… y que todo el mundo lo quiere para el mismo día y la misma hora”, explica. Le añade, además, otra complicación: “Antes la tradición decía que la tarde del 5 de enero se merendaba el de levadura y que el día de Reyes se comía el de hojaldre. Ahora ya no”.
Durante la noche, han preparado la masa de unos y otros. Más allá de la fórmula de cada tipo de roscón —“hoy se encuentra todo en internet”— están los procesos. Para el de levadura, se busca que la masa quede como plastilina. Elástica. Que no se rompa. Esa masa irá en una bolsa de alimentación —“un fil a lo bestia”— a la cámara frigorífica. Allí estará hasta el día siguiente, a entre 3 y 5 grados. Fermentará un poco. Al extraerla, primero cortarán los trozos. Irán pesándolos uno a uno, dejando los pocos gramos que faltan para el peso buscado, que se completará antes de entrar al horno con la fruta escarchada y el azúcar bolado.
Pero antes, se bolearán. En torno a una gran mesa cuadrada de madera, David, Eduardo y Roberto toman en sus manos los bloques de masa y comienzan a manipularlos. Los aplastan un poco y, después, con un movimiento mecánico, les van dando la forma de bola con un torno natural formado con las manos. Una avanza hacia la derecha como si cobijara la bola. La otra la va girando. David y Eduardo son primos, hijos de pasteleros. Empezaron con 17 años, a pesar de la oposición paterna. “¡A mí me gusta comerlo, no hacerlo!”, ríe uno. “A mí dame jamón…” contesta el otro.
Las bolas de masa regresan a la cámara de frío durante una hora. Cuando vuelvan a salir, se les hará el agujero —se abre con los dos pulgares y se expande a partir de ahí—, se les da la forma redonda y se les incorpora la sorpresa. En este caso son unas figuras de animales de cristal de Murano. Dicen que dar con la forma y la textura perfectas es una cuestión de instinto. Que el roscón, de alguna forma, les habla. Y les cambia la voz al explicarlo. Como si fueran ellos los que le estuvieran diciendo algo a la masa con las manos.
Antes de entrar al horno, fermentarán a 30 grados durante otra hora y se les añadirá la fruta y el azúcar. 15-20 minutos a 220 grados y estarán listos.
El roscón de hojaldre es otra historia. Los bloques de masa, de ocho kilos, se mezclarán con siete kilos de mantequilla dividida en tres capas. De la siguiente manera: la masa se extiende y tras colocar en el centro la primera capa de mantequilla, se cierra sobre ella. Con el rodillo, se estira el resultado. Se dobla y se coloca sobre el antebrazo. Como si fuera una chaqueta. Y se vuelve a estirar sobre la mesa con calma. Como si lo acunaran. Y así, hasta cuatro veces. Un corte en paralelo dejará la masa lista para darle forma, se le añadirá el relleno de almendra Marcona y, con las manos, cerrarán el círculo: a ese pliegue final lo llaman la costura. Estos roscones tardarán en torno a una hora en estar listos en el horno.
Con todo preparado, el equipo se va a descansar a las 13.00 y regresa a medianoche. En apenas una hora, solucionan la producción del día. Después, el horno comenzará una carrera sin pausa hasta la mañana siguiente. A los mandos de la máquina está José. Lleva 39 años en la empresa. “¡Me jubilo para marzo!”, exclama. Aunque siempre hay quien está mejor: “Aunque me da envidia este, que se lo pidió a los Reyes y, mira, se jubila mañana”, dice en referencia a su compañero Tino, que enfila su último día. “El trabajo del horno es físico y mental, porque tienes aquí dentro muchas cosas y mientras tanto estás haciendo otras tantas. Son seis hornos. Ahora mismo tengo en mente las 36 piezas que hay dentro. Ahora descansa esta, ahora esta otra…”. David, de 40 años y recién llegado a la empresa, heredará su legado.
“¡A poner fruta!”, grita Javier. Son las 2.12 de la madrugada. “Naranja, pera, higo, pera, higo y cuatro cerezas”, dice. Un dibujo hecho a mano recuerda en la pared la secuencia de los dulces en los diferentes tamaños de roscón. A la mesa se suman Ana, Aida, Mari y Carmen. Cortan y pegan pedazos verdes, tiras naranjas o bolitas rojas.
“¿Cómo va esa operación a corazón abierto?”, le preguntan con sorna a Javier, que se pelea con una petición especial: que haya cinco figuritas en un mismo roscón. “¡Casi va a ser más sorpresa no encontrar una!”, le dice Eduardo, en referencia a lo pequeño del bollo, de cuarto de kilo. Con la ayuda de una brocha, pinchan los roscones en huevo. Y el horno empieza a funcionar. El mechón de Javier, que al principio asomaba con timidez, se muestra ahora alborotado.
A medida que avanza la madrugada, la acción —y, con ella, los roscones, o viceversa— se desplaza hacia Oviedo. Allí, en la calle de Jovellanos, está la sede histórica de la confitería Camilo de Blas. La misma desde su apertura en la ciudad, en 1914. Con sus toldos en forma de concha. Con sus anuncios de azulejo. Con sus espejos de dos metros. Con sus techos de cuatro. Con su afilador de lápices de diferentes tamaños. La misma en la que Woody Allen rodó una escena de Vicky Cristina Barcelona.
En el local —de unos 300 metros en el espacio a la vista de la clientela— los pasos se dan rápidos y cortos. Las cuatro empleadas van de un lado para otro. Atienden, cobran, explican. Se van a la trastienda con un roscón. Vuelven con el mismo roscón, ahora relleno de nata. Han abierto a las 10, y a las 10.18 ya tienen que retirar roscones del mostrador porque empiezan a quedarse sin ellos. En realidad, abrieron un poco antes. “Es que a menos cuarto ya había gente en la cola y me daba un poco de cosa que estuvieran pasando frío”, explica José Juan de Blas (72 años, Oviedo), propietario y gerente de un negocio que tiene dos tiendas en Oviedo y otra en Gijón. Médico de formación, repostero desde hace más de cuatro décadas y con muchas noches de Reyes en la hemeroteca, explica que su obrador, tradicional y manual, “da para lo que da”: “Y lo que no podemos es intentar abarcar más, porque no saldría bien. Esto es un producto artesanal y tradicional”.
Paloma de Blas (Madrid, 34 años), gerente adjunta, representa la quinta generación de la familia. Química de formación, se incorporó hace cuatro años a la empresa familiar. Con ganas de llevar la empresa hacia el futuro, intentó pelearse con el Excel que rige la producción diaria, pero terminó convencida de que era la forma más eficaz de trabajar. Explica con orgullo que se ha mantenido el precio de los roscones —a 50 euros el kilo de hojaldre y a 44 el de levadura— a pesar de la subida de las materias primas y asume con cierta modestia la idea original de empezar a distribuir las figuritas de animales. Su padre lo corrobora: “El primer año fui cauteloso, no pedí muchas. Ahora, nos preguntan los clientes por ellas”.
La tienda comienza a llenarse. En la parte de atrás, Dani, uno de los tres repartidores, le canta direcciones a María, que va marcando en una lista los nombres. “Me falta el otro, el que me dijiste de no sé cuál”, le dice María. Y se entienden a la perfección. A María le entra la risa floja del estrés. Dani fotografía los albaranes con el móvil —“según voy entregando, borro y me olvido”—. Una vez en el coche, traza una ruta mental para optimizar el viaje. Estudia Mecanizado y también trabaja como repartidor de pizzas. Dice que en Navidad hay otro ambiente, que la gente está más contenta. Que cuando les entrega el paquete, sonríen. “También es verdad que les estoy llevando algo rico de comer, claro”.
Al aparcar frente al primer portal de la ruta, una voz pregunta desde la otra acera si ese roscón es para ella. Es Patricia del Valle. Dice que estaba paseando al perro cerca de casa por si llegaba el repartidor. Que no se quería alejar mucho. Que el año pasado no llegó a tiempo para encargarlo y que se quedó sin él. Que por eso este año fue más previsora. Lo cuenta y se ríe con alegría: le acaban de entregar su roscón.
“Estas entregas son las mejores, porque no tienes que andar subiendo y bajando a los pisos”, explica Dani. Todos contentos por aquí en esta mañana del 5 de enero.
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