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EL TRÁNSITO A LA DEMOCRACIA

Argentina tras la dictadura: el país que sentó en el banquillo a su cúpula militar

Más de mil personas han sido condenadas desde 2006 por asesinatos, torturas y secuestros cometidos en el régimen autoritario, de 1976 a 1983

Los exoficiales de la marina argentina Jorge Acosta, a la izquierda, y Alfredo Astiz, segundo por la derecha, y otros miembros de la Escuela de Mecánica Naval de Argentina, conocida como la ESMA, donde el régimen militar detuvo y torturó a miles de izquierdistas desde 1976 hasta 1983, en el juicio sobre la dictadura, en 2017.
Los exoficiales de la marina argentina Jorge Acosta, a la izquierda, y Alfredo Astiz, segundo por la derecha, y otros miembros de la Escuela de Mecánica Naval de Argentina, conocida como la ESMA, donde el régimen militar detuvo y torturó a miles de izquierdistas desde 1976 hasta 1983, en el juicio sobre la dictadura, en 2017.

La argentina Claudia Victoria Poblete Hlaczik tenía ocho meses cuando en noviembre de 1978 fue secuestrada por militares junto a sus padres y trasladada a un centro clandestino de detención a las afueras de Buenos Aires. Nunca los volvió a ver. Creció creyéndose hija de un militar y su esposa cercanos al régimen hasta que en el año 2000, gracias a la búsqueda de las Abuelas de Plaza de Mayo, un test genético le reveló su verdadera identidad. Un año después, el caso Poblete llegó a la Justicia y se convirtió en paradigmático al haber abierto la primera grieta en la impunidad de la dictadura argentina. El muro que impedía juzgar los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los militares siguió resquebrajándose desde entonces con nuevas causas, leyes y manifestaciones multitudinarias en las calles. Terminó por venirse abajo en 2005, con una histórica sentencia de la Corte Suprema.

En Argentina se sentó en el banquillo a la cúpula militar apenas el país recuperó la democracia. Era una fuerte demanda social, había sido una de las promesas de quien fue elegido presidente en 1983, Raúl Alfonsín, y se concretó en juicios como el emblemático realizado contra las Juntas, en 1985. En él se condenó a los dictadores Jorge Videla y Emilio Massera a reclusión perpetua y a otros tres militares de alto rango a penas de entre 4 y 17 años de prisión por las masivas violaciones de derechos humanos perpetradas cuando ostentaban el poder, entre 1976 y 1983. Después se abrieron cerca de 300 juicios más, pero la presión de las fuerzas armadas y una seguidilla de levantamientos militares contribuyeron a que el incipiente proceso judicial fuese clausurado.

El Congreso aprobó en la segunda mitad de los años ochenta las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y la impunidad se fortaleció con los indultos concedidos por el presidente Carlos Menem en 1989. Los organismos de derechos humanos no bajaron nunca los brazos y permanecieron acompañados por una sociedad civil muy movilizada. Frente a la impunidad de esos años impulsaron los conocidos como juicios por la verdad a partir de la brutal confesión del militar Adolfo Scilingo en 1995 sobre los vuelos de la muerte, desde los que se había arrojado a opositores, aún vivos, al mar.

El entonces titular del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Emilio Mignone, se presentó ante la Justicia para decir que, aunque no se podía juzgar penalmente a los responsables, él tenía derecho a conocer la verdad de lo que pasó con su hija Mónica, al igual que todos los demás familiares de desaparecidos. “La presentación de Mignone fue aceptada por la Cámara Federal y se abrieron varios juicios de la verdad. Videl, Massera, Galtieri... empezaron a desfilar de nuevo por los tribunales. No respondían preguntas, pero generó conocimiento porque los tribunales se pusieron a investigar”, destaca el exdirector del CELS Gastón Chillier.

En la década siguiente, familiares y organismos encontraron en la apropiación de bebés un camino judicial para sortear las leyes. “La ley de Obediencia Debida consideraba que la mayoría [de implicados en la dictadura] cumplió órdenes y algunos se excedieron en su deber, pero como había dudas de si la sustracción de niños había sido ordenada no se eximió de responsabilidad a los responsables de esos delitos”, cuenta el fiscal Pablo Parenti, quien participó en el escrito presentado ante la Justicia por el caso Poblete. En 2001, el juez Gabriel Cavallo dio la razón a los querellantes. Pocos meses después, la Cámara Federal confirmó el fallo que declaraba inconstitucionales las leyes de Punto final y Obediencia debida.

Retomar o no la vía de la responsabilidad penal quedó en ese momento en manos de la Corte Suprema de Justicia. “Había mucha incertidumbre sobre lo que iba a decir la Corte”, recuerda Parenti. “En ese momento había un gobierno [encabezado por Fernando de la Rúa] que no estaba de acuerdo con reabrir los juicios”. El cambio político benefició a quienes buscaban el fin de la impunidad. El presidente que asumió el cargo en 2003, Néstor Kirchner, hizo de los derechos humanos una de las banderas de su Gobierno e impulsó ese mismo año la derogación de las leyes de amnistía. “No era imprescindible, pero fue muy importante políticamente y robusteció el proceso judicial”, opina Parenti. Las Cámaras federales aceleraron la reapertura de juicios y se iniciaron otros nuevos a la espera de la decisión de la Corte Suprema, que enterró la impunidad en 2005.

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Desde la reactivación de los juicios, más de mil personas han sido condenadas por secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones, robos de bebés y otros delitos de lesa humanidad.

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