Jorge Fernández Díaz, un ministro visionario contra el mismísimo diablo
La trayectoria del popular no se comprende sin su radical conversión religiosa y su fidelidad a ultranza a Mariano Rajoy
Hay muy pocos niños a los que se les pregunte qué quieren ser de mayores y digan: gobernador civil. Jorge Fernández Díaz (Valladolid, 1950), con 10 años, era uno de esos niños. Según explica en sus memorias, ya creía que en ese cargo era donde “realmente se podía hacer cosas”. Ese precoz sentido de la ambición y lo hacendoso explica parte de su carrera, así como su honda convicción de predestinación. Porque 20 años después, en 1980, era el gobernador civil más joven de España. Adolfo Suárez le dio un consejo en tono de broma, junto a sus compañeros de nombramiento: “Gobernador, sé casto, y si no eres casto, sé cauto y vete a otra provincia”. Este señor de derechas, hijo de militar curtido en la Guerra Civil y luego jefe de la Guardia Urbana en Barcelona, lleva en política desde entonces. Es pura historia en los despachos de la derecha española a través de UCD, CDS, AP y PP. Pero es mejor abordar rápido la clave central de su biografía: todo es cosa de Dios.
Es conocida la religiosidad de este exministro de Interior de mirada triste, tras una conversión tardía con 40 años y una vida alegre, pero en los medios solo se ha destacado como caricatura (su ángel de la guarda Marcelo que le ayuda a encontrar sitio para aparcar). Sin embargo es un error, es una cosa muy seria. Para él es el centro de gravedad de su vida, en eso su autobiografía (Cada día tiene su afán, 2019), que le presentó Rajoy, es reveladora. Ayuda a comprender cómo puede haber llegado ahora hasta aquí por su presunto papel en la operación ilegal de espionaje a Luis Bárcenas, extesorero del PP, para impedirle que aportara supuestas pruebas comprometedoras contra el partido. “Obra según su conciencia, y claro, si lo que ves son las fuerzas del mal…”, reflexiona un exministro, colega suyo en el gabinete de Rajoy.
Desde un punto de vista integrista de la realidad, nada pasa porque sí, todo es obra o de Dios o del demonio, y entonces uno ya se mueve en otros parámetros trascendentes, al margen de los hombres (en otro orden de cosas, Junqueras recuerda sus creencias cristianas para sostener su buena fe al saltarse las leyes). Fernández Díaz explicaba hace poco la magnitud del desafío en un vídeo que está en YouTube, contando un encuentro que mantuvo con el Papa emérito, Benedicto XVI, en 2015. El entonces ministro le mostró su preocupación por la situación de Cataluña, una de sus obsesiones como catalán, y según cuenta la respuesta de Ratzinger fue esta: “Mire, el diablo quiere destruir España (…), el diablo sabe los servicios prestados por España a la Iglesia de Cristo, conoce la misión de España, la evangelización de América por España (…), el diablo ataca más a los mejores, y por eso ataca especialmente a España, y la quiere destruir”. Con enemigos así, y planteados en estos términos, la política es una cruzada. Para la llamada policía patriótica que creció en Interior bajo su mandato al margen de la ley, las fuerzas del mal estaban claras: los independentistas catalanes, Podemos, investigaciones contra el PP.
El año fatídico en la vida de Fernández Díaz, casado y con dos hijos, es 1991. Ese año coinciden dos acontecimientos decisivos, aunque para él las casualidades no existen, todo es obra de la providencia, como repite en su autobiografía. Cada cosa que le pasa mira el santoral y ve un mensaje divino (el 4 de septiembre, el día que la Fiscalía pidió su imputación es san Moisés profeta, portador de las tablas de la ley). En 1991 experimentó una conversión religiosa en enero y empezó a trabajar con Rajoy en febrero. La fidelidad a ultranza al expresidente del Gobierno es el otro elemento clave para comprenderle. Fue él quien le rescató y se lo llevó a Madrid cuando había sido apartado de la pomada del partido con la llegada de Aznar (llegó a aspirar a la secretaría general). Entró en el aparato gracias a Rajoy, en la secretaría de política autonómica, y se instaló en la cuarta planta de Génova, en un despacho adjunto al suyo. Ya no se separaría de él. Tras la victoria del PP en las elecciones en 1996, le fue siguiendo como secretario de Estado en tres ministerios y cuando llegó a presidente era uno de sus hombres más devotos. Otro ministro de aquel primer gabinete recuerda: “En su vida solo había un objetivo, que todo le fuera bien a Mariano Rajoy, protegerlo, tenerlo contento”.
En cuanto a su conversión, lo cuenta en sus memorias. Fue a Estados Unidos y recaló en Las Vegas con un amigo. Se moría de ganas de “salir pitando a conocer la ciudad, a cenar y, cómo no, al casino y a lo que se terciase”. Pero su compañero, miembro del Opus Dei, preguntó en el hotel por los horarios de misas y dijo que no iba. Fernández Díaz se cabreó y no entendía nada, pero aquello le impactó y le hizo pensar. Comenzó entonces su inmersión en el Opus Dei, hasta culminar el 19 de abril de 1998, fecha en que solicitó el ingreso: “Aquello cambió no solo mi vida, sino también mi posicionamiento y mi actuación políticos”. Desde luego se notó en Interior cuando fue nombrado ministro, porque empezaron a ocupar el escalafón creyentes acérrimos como él. Francisco Martínez, su número dos que ahora tira de la manta, fue misionero. Ignacio Cosidó, su director general de la Policía (y luego famoso por su mensaje en el que se jactaba de controlar “desde atrás” el Supremo), también es cofrade y coloca medallas a estatuas de la Virgen. Se hizo habitual su amigo Silverio Nieto, un cura peculiar que fue policía y juez, hombre de Rouco Varela y que acaba de aparecer en el escrito de la Fiscalía como intermediario de mensajes entre los implicados en el espionaje a Bárcenas. Fuentes policiales apuntan que influía en los nombramientos para colocar a personas afines a grupos religiosos ultraconservadores.
Hay que leer su libro para comprender hasta qué punto Fernández Díaz se siente elegido para una cruzada: “He sentido de manera muy especial en propia carne esa frase de san Pablo que dice: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Es decir, donde abundó el pecado (en Las Vegas y en mí), sobreabundó la gracia de Dios”. Desde entonces fue sobrado. Las anécdotas en este sentido abundan, porque también en eso tenía un punto exhibicionista. Hasta llegó a protagonizar una película olvidable, El colibrí (Francisco Campos, 2015), sobre los valores cristianos. Estando en un velatorio de pronto se le oyó decir ante el féretro: “No sabes la envidia que me da”. Ante el estupor de los presentes, explicó: “¿No te das cuenta de que en este momento está viendo a Dios?”. Un obispo español contó con perplejidad cómo una vez le dijo con toda tranquilidad que él veía a la Virgen todos los sábados. “Pues qué suerte tiene usted, yo le rezo mucho, pero nunca la he visto”, le respondió el prelado. Desde hace años circulaban historias de este tipo, que se contaban con asombro como de alguien algo trastornado, un visionario… solo que era ministro de Interior.
La particular ciudad de Dios de Fernández Díaz —concepto de san Agustín, otro converso admirado por el ministro, que contrapone la ciudad celestial a la pagana— empezó a tambalearse cuando empezó a salir a la luz la policía patriótica. Un titular de Interior grabado en su propio despacho, y organizando una campaña contra adversarios políticos, no es algo que suceda todos los días. Las cintas de su conversación de 2014 con el jefe de la oficina antifraude de Cataluña (“Esto la Fiscalía te lo afina”) se publicaron en junio 2016 y él dijo muy sorprendido que no sabía cómo había sido posible. Y lo repitió en abril de 2017 en su comparecencia ante la comisión de investigación del Congreso. Pero en su libro, publicado en octubre de 2019, de repente recupera la memoria: asegura que su director adjunto, Eugenio Pino, otro de los acusados de la policía patriótica, ordenó que se grabara la conversación “para saber si había algo operativo a lo que él luego tuviera que encargarse de darle continuidad”. “Me habían dicho que se encargaría de grabar la conversación. Pero fue un comentario de paso al que no presté mayor atención”, explica el exministro. Tardó más de tres años en acordarse. Su mano izquierda no recordaba lo que hacía la derecha: fue él mismo quien se grabó.
Cinco meses después de la filtración fue uno de los tres ministros que Rajoy cambió de su equipo. Otro era José Manuel García-Margallo. Salieron juntos y apesadumbrados de Moncloa y se fueron a comer con sus esposas a una taberna castiza de Cuatro Caminos, famosa por los callos. “Estaba francamente hundido, Rajoy era alguien de su confianza desde hacía muchos años, le tuve que animar", recuerda el exministro de Asuntos Exteriores. "Estaba más sorprendido que yo, que llevaba varios meses leyendo el Abc para ver mi esquela, pero es que él nunca creyó que Rajoy le podría cesar”. García-Margallo cree que es “una buenísima persona y extraordinariamente leal al proyecto del partido”. Pero a partir de ahí fue desapareciendo de la vida política.
En las 377 páginas de sus memorias Fernández Díaz no habla de nada de lo que el fiscal espera que hable ahora, un venial pecado de omisión en sus confesiones. Asegura que solo ha visto dos veces en su vida al excomisario José Manuel Villarejo, meros apretones de manos en encuentros casuales. Los que le conocen dicen que en los momentos difíciles —un cáncer de hígado en 2016, un ictus en 2018— su fe le ayuda a soportarlo. Si relee La ciudad de Dios recordará esta frase: “Sin la justicia, ¿qué serían los reinos sino bandas de ladrones? ¿y qué son las bandas de ladrones sino pequeños reinos?”.
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