El milagro del cura Emiliano en el huerto de los desfavorecidos
Un sacerdote de Salamanca dirige un ‘catering’ de reinserción que lleva comida a ancianos con una cadena de producción propia
“Emiliano es un milagro para mí. Sin él, estaría muerto. O en la cárcel, que es casi igual”. Tres veces lo repite Jesús García, con sombrero de paja y la piel curtida por el sol y por 32 de sus 66 años entre rejas. Emiliano, un cura que gasta vaqueros y una camiseta que pone La voz del barrio, se hace el longuis y sigue quitando hierbajos a unas garbanceras. Una decena de personas trabaja una huerta de Carrascal de Pericalvo, pedanía de Parada de Arriba (Salamanca, 250 habitantes), mientras el dominicano Guillermo de Jesús confía, señalando al religioso, que “como ese no hay dos”.
Emiliano Tapia, sacerdote del barrio salmantino de Buenos Aires, uno de los más humildes de la ciudad, dirige el catering Algo Nuevo de la asociación Asdecoba, que lleva 21 años ayudando a los desfavorecidos. El párroco alberga a unas 25 personas entre las instalaciones de la iglesia y dos pisos compartidos. Estos exreclusos colaboran con él en varios huertos, en la periferia salmantina, y los productos se usarán después en unas cocinas industriales cercanas a la parroquia. Allí elaboran unas 600 raciones diarias para los más necesitados, unas 550 para repartir en Salamanca y otro medio centenar que distribuyen en 17 pueblos de la comarca del Bajo Tormes. El boca a boca y los convenios con Ayuntamientos les dan difusión y financiación; también obtienen ingresos de una pequeña planta de conservas que venden en mercadillos locales.
Emiliano, de 68 años y mente y cuerpo ágiles, domina las circunstancias del grupo, que combina expresidiarios, exnarcotraficantes, inmigrantes ilegales o personas sin hogar. El capellán conoce sus contextos tan bien como la agricultura y la economía respetuosa y circular. Su fe en el precio justo y en la producción ecológica —“no tenemos socios capitalistas”— se inflama con las grandes cadenas que inflan precios y condenan a los agricultores y a las familias sin respetar al suelo. Emiliano, a quien nadie conoce por epítetos religiosos, nació en Torremenudos en una familia rural. El seminario le desarraigó de los cultivos hasta que en 1972 se reencontró con su santísima trinidad de “tierra, campo y gente”.
Emiliano pronto cumplirá 25 años como capellán en la cárcel de Topas. Allí descubrió el valor de la naturaleza para evitar recaídas tras abandonar la prisión. Menos esperanza muestra en la rehabilitación del “gueto” de Buenos Aires, “nido del narcotráfico” y una de sus grandes indignaciones, pues los traficantes ocupan viviendas sociales construidas por la Junta de Castilla y León hace décadas.
Los desfavorecidos y los ancianos ocupan su pensamiento y su actividad. Los primeros se encargan de ayudar a aquellos mayores que necesitan un plato caliente. Por eso respira tranquilidad cuando comenta a primera hora que tanto él como sus protegidos dieron negativo en las pruebas del coronavirus; por eso templa los nervios cuando Mati, uno de los coordinadores de las cocinas y que resucitó de una vida sin estudios arruinada por el alcohol, le llama: acaba de dar positivo en anticuerpos. Deberá aislarse y cuidarse.
La pandemia, advierte Emiliano, apenas ha cambiado su labor solidaria e insiste en que el compromiso de la asociación existía antes que el virus. Pronto destinarán 60.000 euros, procedentes de “ahorros, beneficios reinvertidos y ayudas”, para comprar terrenos e instalar invernaderos y una planta de compostaje para cerrar el círculo.
El cura bromea paseando por la iglesia, aún cerrada a los feligreses pero en constante actividad, y cuenta que el obispado le preguntó cuándo abriría: “Nosotros estamos siempre abiertos”. Su doctrina está clara: “Una parroquia es más que el culto”. Los residentes, como en las cocinas, llevan mascarilla y una vida en paz. Abubakar, nacido en Guinea Conakry hace 56 años, sonríe porque subsiste tras llegar a España como refugiado en 1991. Mohamed, de 42, chapurrea castellano para presentarse como “del Sáhara”, informar que alcanzó la Península en patera y que su familia “está bien” en su país.
Apenas es mediodía y no hay descanso. El sacerdote se encuentra en el camino del huerto del Carrascal con el encargado del reparto, Ángel Albaraz, que conduce 225 kilómetros diarios. Lo acompaña Mari Paz Juan, que administra la planta de transformación. Al momento aparece la Guardia Civil, sorprendida por esta curiosa reunión junto a la carretera de Vitigudino, pero se van cuando les detallan el porqué.
El reparto para en Calzada de Don Diego para atender a dos nuevos usuarios: José Cilleros, de 90 años bien llevados, y su hijo. Cilleros se ha quedado muy solo tras morir su esposa, Florencia; le consuela que no fue por coronavirus y pudo despedirse mínimamente. Este antiguo trabajador de una fábrica de piensos pide riéndose que le echen “más almejas a las alubias” y alaba la comida.
—“¿Cuántas personas cocinan?”, pregunta.
—“Tres”, le dicen.
Y amaga con cortar y regalarles tres rosas que Florencia mimaba en un parterre junto al porche. “¡Otro día!”, le responden los repartidores antes de arrancar y dejar atrás uno de tantos pueblos con nido de cigüeñas en el campanario, dos polluelos incluidos, y ancianos que necesitan compañía como el comer.
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