España llega tarde
El Gobierno encara la crisis del coronavirus a pie cambiado, por detrás de Alemania o Francia
En los años anteriores a 2008, políticos y banqueros centrales estaban dormidos al volante. Eran los años del Fin de la Historia, de la Gran Moderación; los economistas decían haber aprendido a domar los ciclos y la era de las depresiones económicas había pasado a mejor vida en ese país de Nunca Jamás del que nos despertó Lehman Brothers con una carcajada rabelesiana en forma de sonoro crash. Aquel crujido sorprendió a un nutrido grupo de sonámbulos sentados en cómodos asientos de cuero en los consejos de ministros más influyentes y en los mayores bancos centrales del mundo. Y los sonámbulos se convirtieron de la noche a la mañana en funambulistas: los tipos de interés negativos y los programas multimillonarios de compra de deuda (otra forma de decir “emitir billetes como si no hubiera un mañana”) han sido la tónica durante una década; probablemente evitaron una depresión global a cambio de riesgos enormes. Algunos Gobiernos —no precisamente europeos, por la matraca del rigor mortis alemán— acometieron también fuertes estímulos fiscales. Ese es, a mayor o menor escala, el dilema que aparece cada vez que una crisis asoma la cabeza, llámese Gran Recesión o coronavirus: hay que tomar decisiones sin parecer un sonámbulo en trance, pero tampoco un funambulista sobreexcitado por el apocalipsis.
La política es una interminable competición para ver quién está vistiendo mejor a la mona de seda: el francés Emmanuel Macron es imbatible en ese deporte, y acaba de anunciar ayudas a las empresas y desgravaciones fiscales junto con la promesa de que movilizará a las instituciones europeas. (A la vez, prohíbe la exportación de mascarillas a Italia, pero bueno, ese es Macron). Alemania también anuncia un plan de estímulo de 12.000 millones; es curioso, Berlín y París impidieron hace una semana que el Eurogrupo tomara en Bruselas medidas a nivel europeo. ¿Y España? Tras un mes y medio de perfil bajo, el presidente Pedro Sánchez anunció este lunes por la mañana un “plan de choque”, pero —y ese pero encierra todo un mundo— sin demasiados detalles. Solo una parte de las concreciones llegaron por la tarde. El lenguaje elegido dice mucho: España pasa de un escenario de “contención” (no ha prohibido manifestaciones ni multitudinarios partidos de fútbol, por ejemplo, ni ha cerrado colegios) a otro de “contención reforzada”. En plata, evita gritar fuego con el teatro lleno. Pero empieza cerrando colegios en Madrid y Vitoria. Y esas medidas —y el crecimiento exponencial del número de casos— llegan el día después del 8-M.
Veremos si el Ejecutivo da en el clavo: en las medidas anticrisis, como a la hora de preparar una bullabesa, lo importante es contar con el pescado adecuado. Pero España llega tarde, con retraso respecto a sus homólogos europeos y tras las críticas de la oposición, que no dejó pasar la oportunidad de destacar la inacción de Sánchez con el habitual tono de plaga de úlceras. El impacto del Covid-19 ya está ahí: el pico de contagios llegará en mayo o junio, los mercados se han puesto en lo peor y los efectos pueden prolongarse hasta mitad de 2021. Hay una fina línea entre no alimentar un pánico y caer en la complacencia: en un mes se sabrá si la estrategia de perfil bajo era óptima o si Sánchez se ha quedado atrás. Da toda la impresión de que se ha quedado atrás; de que, una vez más, España encara esta crisis con el pie cambiado.
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