El incómodo experimento del Mundial
Millones de personas cruzarán fronteras físicas y emocionales para ver la gran cita del fútbol


El Mundial de fútbol de 2026 no empezará con el pitido del árbitro el 11 de junio, sino con un mapa. Por primera vez en la historia, tres países —México, Estados Unidos y Canadá— compartirán la organización del mayor espectáculo deportivo del planeta. El gesto es profundamente político: un torneo que cruza fronteras en una región, la de Norteamérica, donde las fronteras se han convertido en un campo de batalla. El balón rodará en los estadios mientras, fuera de ellos, un presidente decide —casi impone— quién puede cruzar y quién debe quedarse fuera.
La presencia de Donald Trump en la Casa Blanca añade una capa de tensión a un Mundial ya atravesado por la geopolítica. Desde el primer minuto de su nuevo mandato, Trump ha endurecido la agenda hacia sus vecinos, bien con ataques verbales, con aranceles o con amenazas. Un discurso de confrontación y una política migratoria que ha convertido al Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) en un actor central, casi un jugador más, sobre el que pivotan los caprichos del magnate. El fútbol, ese lenguaje común que a menudo suspende conflictos, se jugará esta vez sobre un terreno donde la hospitalidad y la sospecha conviven de forma incómoda.
En México, el torneo llega cuando la conversación bilateral con Estados Unidos gira en torno a seguridad, migración y soberanía, no a celebraciones compartidas. El Mundial se vivirá como un episodio de euforia catártica. Otro más. Un país sumido en la violencia y azotado por el bully de la Casa Blanca volverá a demostrar por qué es una de las aficiones más incondicionales del planeta, ya sea en Rusia, en Qatar o en su propia capital. El Estadio Azteca, rebautizado, se convertirá de nuevo en el Templo de los Templos el 11 de junio con el México–Sudáfrica: el único recinto que ha albergado tres partidos inaugurales en la historia; un lugar que vio jugar a Pelé y a Maradona y que consagrará a México como el primer país en acoger tres citas mundialistas, anfitrión natural de la fiesta, aunque esto último sea una redundancia.
Estados Unidos, por su parte, será el gran escenario. La mayoría de los partidos se disputarán allí, en estadios de última generación y en ciudades que ven en el Mundial una oportunidad de negocio y de proyección global. Pero también será el país donde millones de aficionados latinoamericanos, muchos de ellos migrantes o hijos de migrantes, vivirán el torneo con una mezcla de entusiasmo y temor. La pregunta que recorre comunidades enteras es simple y brutal: ¿será seguro ir al estadio, moverse, celebrar?
La sombra de la persecución impulsada por Trump planea sobre todo el torneo. Aunque las autoridades prometen protocolos especiales y zonas de excepción, la experiencia reciente ha erosionado la confianza. En un país donde asistir a un partido puede coincidir con una redada migratoria en el barrio de al lado, el Mundial se convierte en un experimento incómodo: ¿puede celebrarse una fiesta global en un clima de persecución selectiva? ¿Puede el fútbol desactivar el miedo?
Canadá aparece como el socio silencioso del trío anfitrión, pero su presencia no es menor. Representa una idea alternativa de Norteamérica, una narrativa de apertura y multiculturalismo que contrasta con el repliegue estadounidense y con la fragilidad mexicana, atrapada entre la violencia interna y la presión externa.
La FIFA, fiel a su tradición, insiste en la neutralidad del deporte. Pero el Mundial de 2026 será todo menos neutral. Será un escaparate de contradicciones. Quizá por eso importa tanto. No solo por los goles ni por quién levante el trofeo, sino por lo que revela sobre el momento histórico que atraviesa la región. Durante 39 días, millones de personas cruzarán fronteras físicas y emocionales para ver un partido. El fútbol, al final, será el único territorio común.

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