Los condes que luchan por salvar su palacete de la ‘turistificación’: “Somos la resistencia”
Can Vivot, la última casa palaciega de Palma, mira con desdén los cheques en blanco de los fondos de inversión. Sus propietarios, Pedro y Magdalena Montaner, son el último bastión de la ciudad señorial. El resto son hoteles boutiques. “Si esto desaparece, ya no quedará ni el recuerdo de lo que fue la ciudad”, advierten


Atrincherado entre damascos del siglo XVIII y bombardeado con ofertas millonarias y requerimientos burocráticos, el séptimo conde de Zavellá, Pedro Montaner (Alicante, 75 años) hace cumplir la última voluntad de su padre: Can Vivot debe seguir siendo lo que ha sido para las 20 generaciones anteriores, una casa familiar. Eso significa al menos tres cosas: no se trocea en apartamentos turísticos, no muta en hotel de lujo y no se vende aunque lluevan —y llueven— cheques en blanco y tentadoras ofertas millonarias. En resumen, el casal, declarado monumento artístico nacional y bien de interés cultural (BIC), no tendrá el triste destino de las casas señoriales colindantes, algunas de ellas con idéntica categoría y convertidas, a pesar de ello, en “activos turísticos”.
Al viejo conde, fallecido en 2005, la vida le alcanzó para ver un proyecto apoyado por sus otros hijos que pretendía segregar su casa en 32 pisos de lujo. Entonces testó a favor del primogénito, Pedro, conocido en Mallorca como Perico Montaner, porque era la rara avis y —pensó el conde— le sobraba voluntad para cumplir la misión. Además, era arqueólogo, historiador y entonces dirigía los archivos históricos de Palma. Sabía mejor que nadie lo que había que defender en aquella trinchera. En 2012 la rara avis consiguió parar en la audiencia el proyecto de sus hermanos para despiezar la casa familiar.
Pero las guerras de baja intensidad suelen ser largas y difíciles. Al conde le sobrevivió su esposa, madre de Perico, con derecho al usufructo del casal hasta su muerte. Enferma y con deterioro cognitivo, nunca dejó entrar a los herederos, que solo pudieron poner un pie en Can Vivot en diciembre de 2020 y tras 16 años de pleitos con los otros hermanos. Cuando entraron se toparon con el desastre. Las fotos de entonces muestran el esplendor palaciego en caída libre, devorado por el abandono y la suciedad. “No había una bombilla y nada funcionaba, ni las duchas, ni la cocina”, cuenta Magdalena Quiroga (Palma, 66 años), esposa de Montaner, geógrafa, historiadora y enfermera. Ella fue la encargada de rastrear por la isla 200 bombillas de 125 voltios para iluminar otra vez la casa. “Las fui comprando por tandas, cuando quise cambiarlas por led tuve que buscarlas fuera de España”.
Contrataron una brigada de saneamiento y otra de limpieza para adecentar el lugar y se instalaron en la zona noble, 700 metros cuadrados construidos en la época de los Austrias, con techos altos de madera y mobiliario de los siglos XVII y XVIII, la única zona que no cambió a finales del XVII cuando se hizo una gran reforma en el edificio. En el futuro, si consiguen arreglar los tejados y la fontanería, el plan es mudarse a la planta de servicio, con techos más bajos y habitaciones más pequeñas, mucho más habitable y fácil de calentar. “Ahora hay que hibernar, meterse en la cama y esperar a que pase el invierno”, apunta Perico. Otra ventaja es que arriba no hay frescos que se puedan dañar, ni muebles cuyo movimiento pueda levantar la suspicacia de la administración. Si no tienen corriente de 220 voltios en más lugares de la casa es porque los cables tenían que pasar por detrás de un damasco y Patrimonio lo desestimó.



El 60% de los muebles está vinculado a la casa, según un documento de 90 páginas publicado en el BOE. Eso supone que no se puede sacar casi nada. A ellos ese nivel de protección no les parece mal, pero entonces piden que les den la licencia permanente de actividades para sobrevivir con eventos y arreglar el casal. “No puedo vender un cuadro para reparar el tejado, pero tampoco nos dan la licencia para conseguir el dinero por otra vía”, argumentan.
Según la prensa local, desde 2022 las hermanas de Montaner lo han denunciado nueve veces por hacer actividades en la casa sin la licencia del Patrimonio Histórico del Consell. “Ellas tienen su parte de la herencia, y además se han llevado el 30% del mobiliario, pero me insultan si nos cruzamos por la calle”, zanja Montaner. Para ellos, una buena salida sería un convenio con el Ayuntamiento, similar al que han firmado el palacio de Monterrey en Salamanca o las Dueñas en Sevilla. “Queremos ser un centro cultural, el archivo y la biblioteca tienen mucho valor para formar a profesionales de la historia, pero al mismo tiempo queremos mantener la privacidad, esto no es un museo, sino una casa que se puede visitar”, explica.
Perico vivió en Can Vivot desde los 10 años. Aún había unas 14 personas de servicio. En su día eran 70 entre la familia, los criados y los capellanes. Era gente que nacía y moría en la casa. Ahora viene una persona a ayudarlos a limpiar y otra a arreglar el jardín. “Creo que puedes pasarte un año limpiando puertas y ventanas antes de volver a empezar por el principio”, calcula Magdalena. En el patio hay una piscina que construyó el padre de Perico en los años sesenta, donde en verano sus tres nietos chapotean con sus flotadores de colores neón.
Todo el dinero que les ha entrado en los últimos cinco años lo han dedicado a recuperar el esplendor perdido de Can Vivot. “Esta casa no ha venido acompañada de nada más”, aclara Perico por las dudas. Los condes de Zavellá, jubilados de sus plazas de funcionarios, dedican 12 horas diarias al casal, entre cuatro y cinco se les van en papeles, peticiones, subsanaciones de esas peticiones, y vuelta a empezar. Todo duplicado para lidiar con las diferentes administraciones. “A veces piden cosas contradictorias y si no se ponen de acuerdo nada sale”, lamenta Magdalena. Es justo lo que está pasando con los frescos de Giuseppe Dardanone para cuya reparación reunieron, vía crowfunding, 38.000 euros el verano pasado, pero aún no consiguen la autorización para empezar la obra. “Sufro cada vez que llueve”, dice Magdalena con la vista puesta en las pinturas datadas entre 1715 y 1719.
“Nos ponen tantos problemas que a veces pienso que quieren que nos cansemos y digamos: ‘Pues hasta aquí hemos llegado”, dice. En una ocasión la prensa mallorquina los llamó Astérix y Obélix por aquello de vivir cercados por el enemigo. Veamos: desde una ventana de la zona noble se alcanza a ver Can Cera, una casa del siglo XVII convertida en hotel, ahora es Can Cera Mallorca Luxury House. Subimos con Perico al desván y un vistazo rápido es suficiente para aquilatar el estado de la cuestión: tejados nuevos equivalen a hoteles o a pisos de lujo. Los condes están efectivamente rodeados, el único que queda por reparar es el de Can Vivot. “Somos la resistencia en todo este perímetro”, constata Perico. “Son 1.250 metros cuadrados de tejados, hemos arreglado casi 200”, precisa Magdalena.



De todos los casales mutilados hay uno que duele especialmente a Montaner, Casa Oleza. “Todavía no es un hotel, pero no tenían que haberlo tocado porque es BIC”, expone. Casa Oleza ha cambiado varias veces de dueño, ahora es propiedad del magnate de la sanidad privada Víctor Madera, fundador del grupo Quirón Salud, quien ha adquirido también los dos casales colindantes, Can Ayamans y Can Riera, y ha conseguido la licencia para construir un hotel de ocho habitaciones. En mayo pasado el Ayuntamiento de Palma paralizó las obras porque “se estaban llevando a cabo modificaciones no autorizadas”.
“Es difícil entender tantas prohibiciones a unos y tan pocas a otros. La vara de medir es muy diferente si el propietario es privado o si se trata de un fondo de inversión o un millonario hotelero”, denuncia Magdalena. Montaner no cree que sea posible construir un hotel sin alterar la estructura de un casal mallorquín. “Se suelen conservar dos salas grandes y el resto se trocea, no hay otra forma de construir 15 o 20 habitaciones cada una con su cuarto de baño… A mí por más que me digan ‘seremos respetuosos’…, creo que técnicamente es imposible no cargárselo todo”.
Estar en Can Vivot es viajar por todos los siglos. Hay una parte árabe del siglo XIII y un estanque de aceite, del XV. Las escaleras de 1701 conducen a dos puertas, la de los Borbones y la de los Austrias, donde ahora viven Pedro, Magdalena y su hija Sol, el otro hijo ocupa un estudi de la planta baja. Durante la visita nos acompaña Moisés, un gato que lleva 20 años con la familia y que, opina Perico, si hablara podría guiarnos. La biblioteca, imponente, dedicada a Felipe V, guarda entre otros tesoros una carta náutica de Joan de Viladestés. Están los tapices con su factura datada en 1679, los cofres de boda que guardan libreas de 1807 y algún recuerdo de la estancia de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg en 1929. También guarda un San Antonio de Viana atribuido a José de Ribera que el padre de Perico prestó al Metropolitan en 1992. Allí por lo que sea decidieron que el cuadro necesitaba un lavado de cara y lo devolvieron restaurado.



“Si Can Vivot desaparece ya no quedará ni el recuerdo de lo que fue Palma, una ciudad muy interesante por su estructura urbana que apenas había evolucionado desde la Edad Media: callecitas muy estrechas y los patios como único sitio aireado de la ciudad”, reflexiona Perico. El sitio de Can Vivot tendrán que defenderlo los hijos. Dos de ellos, Sol y Perico, ya viven allí y una tercera, María, está por mudarse. “Tendrán que llevarlo entre los tres porque esto no se puede dividir”, avisa Montaner. “Creo que si arreglamos los tejados lo mantendrán”, barrunta Magdalena, y luego añade: “Es que si no ¿para qué estamos haciendo todo esto? ¿Qué sentido tendría vivir en este caserón?”. La buena noticia es que el casal respira y gana fuerzas, la trinchera es cada vez más confortable. La condesa observa satisfecha su jardín: “Cuando pase el invierno volverán los mirlos. Cada vez vienen antes y se van más tarde”.
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