Arte y confesiones en el estudio de Georg Baselitz: “Para mí, lo correcto es lo insensato”
Visitamos en Salzburgo a uno de los grandes creadores plásticos vivos. A sus 87 años sigue pintando cada día. El Museo de Bellas Artes de Bilbao expone su obra reciente


Georg Baselitz se sube al carrito de golf vestido con la gorra y el mono de trabajo manchado de pintura. Pisa el acelerador. Baja por la pendiente desde el chalé en esta región de lagos y verdes colinas, cerca de Salzburgo. Se detiene frente a una cabaña de madera: su taller. Le ayudan a bajar del carrito y entonces entra y se sienta en una silla de oficina con ruedas con la que se moverá entre las telas de 4,70 metros de altura y 2,50 de anchura, extendidas por el suelo. Los botes de pintura y los pinceles están en un carrito con ruedas. Así pasa horas, habitualmente por las mañanas, infatigable a los 87 años, aunque hace tiempo que, si quisiera, podría haberlo dejado todo. Podría haberse dicho que ya no necesitaba más, que los grandes museos le dedican retrospectivas, los críticos le conceden sesudos estudios, sus obras cuelgan de los palacios del poder y es el momento de jubilarse. No. Pese a la fama y los honores, él se ve aún como un marginal, un aguafiestas, un provocador o, como dirá durante esta conversación con El País Semanal, “un charlatán”.
No ha perdido las ganas de desafiar y epatar. Como si el tiempo no hubiese pasado para este anciano de severa mirada azul y cerrado acento sajón. Como si todavía fuese el niño que creció bajo el nazismo y se educó en el comunismo. El artista en ciernes demasiado desobediente para la Alemania Oriental. El debutante perseguido por pornografía en el Berlín Oeste de principios de los años sesenta. El bicho raro de un arte alemán de los años del milagro económico que un buen día, a finales de esos sesenta, decidió darles la vuelta a las figuras: la cabeza abajo; los pies arriba. El tercero en la tríada que incluye a Gerhard Richter y Anselm Kiefer, niños de la guerra que reflejaron en sus telas el trauma alemán. Podría ser un jubilado ocioso, con el carrito de golf y la gorra de visera en su paseo matutino, pero no: es Georg Baselitz, que, como cada día, se pone de nuevo manos a la obra.

“Tengo muchas ideas. No puedo decirle cuáles tendré en el futuro”, dice cuando se le pregunta qué es lo que todavía le mueve a pintar. ¿Y nunca para? “No, ni de día ni de noche”. ¿Piensa pintar hasta el final? “Lo sensato, en mi situación, naturalmente sería decir: ‘Me dedico a los formatos pequeños’. Pero naturalmente yo no hago lo que es sensato. Lo correcto, para mí, es lo insensato”.
Algunos de estos formatos gigantes, pinturas de la última década, podrán verse en el Museo de Bellas Artes de Bilbao a partir del 8 de octubre. Unos días antes, durante una mañana de otoño en su casa y su estudio cerca de Salzburgo —uno de los tres en los que vive y trabaja, junto al de Ammersee, en Alemania, y el de Imperia, en Italia—, repasa su vida y su obra, su visión sobre el mundo actual y sobre Alemania y los alemanes, sus manías y obsesiones.
No es fácil llegar a él. Hay que salir en coche de Salzburgo en dirección al norte, hacia Braunau, donde nació Adolf Hitler, y cruzar varios pueblos anodinos —centros comerciales, tabernas típicas en el centro— antes de desviarse de la carretera. Después, un camino estrecho y serpenteante hasta llegar al santuario, un lugar fuera de los mapas, una localización casi secreta. Allí nos recibe Baselitz con su silla de ruedas, el porte y el gesto de un papa o un cardenal, el perro al lado (ambos, el perro y él, tienen un aire a sus pinturas). Bajamos en pendiente por la colina desde la casa hacia el estudio y de ahí a un luminoso hangar que, por sus dimensiones, perfectamente podría ser el museo de una pequeña ciudad, aunque este es un museo privado, en el que expone sus pinturas y esculturas más recientes para los galeristas de todo el mundo y responsables de museos que le visitan. A la entrada, en una sala con sofás y obras procedentes de su colección particular en las paredes —atesora una amplia colección de arte africano y contemporáneo, también un poema manuscrito que le regaló Patti Smith—, arranca la conversación.

“De niño yo ya hacía cosas insensatas”, explica. “Era un niño destructivo. Si otro construía una bella pirámide, yo la derribaba”. Baselitz, que en realidad se llama Hans-Georg Kern, tomó prestado el nombre de Deutschbaselitz, el pueblo donde nació, en Sajonia, cerca de Dresde. Su padre era un maestro de escuela. Miembro del partido nazi, fue degradado tras la caída del Tercer Reich y se le prohibió ejercer su profesión; su madre lo reemplazó en la escuela del pueblo. Él tenía siete años al terminar la guerra. Era uno de aquellos niños que, como el protagonista de Alemania, año cero, la película de Rossellini en el Berlín posapocalíptico de la posguerra, recibió su primera educación en la Alemania nacionalsocialista, jugó y descubrió la libertad entre las ruinas. Al caer Deutschbaselitz en la zona de ocupación soviética, la que pronto iba a ser la República Democrática Alemana, fue “reeducado” bajo el comunismo. “En la época nazi”, recuerda, “yo quería, como fuera, entrar en la organización juvenil, hasta las Juventudes Hitlerianas, pero era demasiado joven. Después quise lo mismo con el socialismo, pero me echaron de ahí”. Un golpe de suerte, en el fondo, algo que le evitó “hacer tonterías”.

Hay algo muy alemán en Baselitz, en la persona y en la obra. Es llamativo que sea este hombre inspirado por el manierismo italiano, el dadá o el arte africano quien reivindique el carácter nacional del arte. “En Alemania no hubo un Velázquez, un Greco, un Goya. Hubo un Durero, que llegó tarde a su tiempo. Nosotros, los alemanes, estábamos en la barbarie cuando Italia era un país muy importante para el mundo, para el mundo europeo”.
—¿Así que lo que vemos en sus cuadros y esculturas es “alemán”?
—Desgraciadamente, sí.
—¿Desgraciadamente?
—A uno le gustaría ser lo más internacional posible. A uno le gustaría hablar muchas lenguas. A uno le gustaría escuchar música del mundo, pero las cosas son limitadas.
—¿Y qué es exactamente “lo alemán”?
—Cuando uno va al museo y ve la historia alemana en forma de pintura, uno ve algo que incomoda. En el Renacimiento y en el gótico hay muchas atrocidades, más que en ningún otro lugar en la historia de la pintura. Diría que más que en Italia o España. Más crucificados… Esto se ve, por ejemplo, en Grünewald, que pinta los vasos sanguíneos sobre la piel, y no debajo. Es una gran diferencia.

Esta alemanidad turbulenta y barroca de Baselitz recuerda no solo a otros pintores de su generación, sino a escritores como Günter Grass, una década mayor, artistas marcados por la dictadura (o la doble dictadura, en el caso de Baselitz: la nazi y la comunista) y con una sensación de permanente inadaptación en el capitalismo, aunque todos triunfaron en él. “Al principio, mientras el expresionismo y el arte pop proporcionaban aquellos cuadros maravillosos, yo hacía obscenidades. ¿A quién le iba a gustar aquello?”, dice al recordar la pintura Die große Nacht im Eimer (“la gran noche bajo el desagüe”), en la que se veía a un ser monstruoso exhibiendo el pene, y que le valió titulares escandalosos y un proceso por atentado contra la decencia pública. Era el año 1963, y Baselitz saltó a la fama en su país de la peor —o mejor— manera posible. Él era entonces un artista verde, como no se cansa de recordar, con la formación precaria y basada en realismo socialista que había recibido de la Escuela de Arte de Berlín Oriental, sin el bagaje artístico de otros contemporáneos y una incultura bastante amplia sobre la historia del arte y el arte de su tiempo (la adquiriría rápidamente en sus viajes a Europa y especialmente a París). En cambio, poseía una energía única, un torbellino que venía quién sabe de dónde, quizá de la Sajonia profunda, o de las profundidades de la historia alemana. “Aquello era mi reacción, mi maliciosa reacción ante lo que veía”. ¿Qué veía? “El capitalismo en pleno apogeo”. ¿Y qué veían los demás en él? “Muchos dijeron de mí que yo era un charlatán”, dice. “Y creo que acertaban”.
—¿Un charlatán? ¿Eso dice usted?
—Todavía lo soy. Porque la palabra charlatán designa a un marginal, alguien que hace bromas, o que finge ser lo que no es. Respecto a mi arte, debo decir que es cierto. Las construcciones que yo hacía no se sostenían. Desde el inicio estaba conceptualmente tan mal que no podían funcionar.
—Pero funcionaban. Son admiradas.
—Al final, sí.
—Usted siempre lo dijo: “No tengo talento. No sé pintar”. ¿Es cierto?
—Era cierto.
—¿Ya no?
—No, porque ya no se nota que no sé pintar.

Si el estruendoso capítulo inaugural de su carrera fue la exposición-escándalo en el Berlín Occidental de 1963, y el segundo giro —literalmente—, la decisión en 1969 de pintar las figuras y paisajes al revés, el tercer momento estelar de Georg Baselitz llegó con la invitación en 1980 a exponer en el pabellón de la República Federal de Alemania de la Bienal de Venecia. Para la ocasión presentó su primera escultura, a la que dio por título Modelo para una escultura, puesto que él consideraba que no sabía hacer esculturas y por tanto aquello no era más que un “modelo”. Se trataba de una figura de madera tallada con hacha y tijeras, un personaje sentado con el brazo alzado. Las reacciones fueron las esperadas. El personaje parecía hacer el saludo nazi; no era difícil verle un parecido con Hitler. “Cuando en Alemania se quiere hablar mal de alguien, se dice ‘nazi”, se queja, al recordar la polémica. “Pero en absoluto era esto”. La obra, asegura, se inspiraba en el arte africano. Joseph Beuys, que entonces era el gran pope del arte alemán, sentenció que Modelo para una escultura no valía “ni para el primer semestre de la escuela de Bellas Artes”. “Tenía razón, claro”, asume el alumno reprendido, aunque tampoco él está conforme con el arte de su tiempo: “Vas a un museo y entras en una sala en la que no hay ni un cuadro en la pared ni una escultura. Pero se habla de arte, del significado de esta habitación en un sentido filosófico. En un rincón hay un montón de basura, y en otro, un cubo. A partir de aquí se construye una gran teoría. Desde Marcel Duchamp es habitual argumentar así en el arte. A mí simplemente esto me parece aburrido. Esta es mi rebelión”.

Al hablar de política, Baselitz no se muerde la lengua. Echa pestes contra la prensa, contra el capitalismo, el comunismo, el fascismo, contra todo. “Cuando uno lee los periódicos por la mañana, encuentra pocas cosas alegres”, observa. “Tengo buena memoria, por eso me impactan poco los escándalos de la actualidad. Los conozco de otros tiempos”. ¿Por ejemplo? “Por ejemplo, la guerra. Por ejemplo, el genocidio. Por ejemplo, el ‘no compre en los comercios judíos’. Hay pequeñas modificaciones, pero en el fondo es lo mismo”. Bernard Blistène, comisario de la retrospectiva de 2022 en el Centro Pompidou de París, definió a este artista como “alguien que de la insumisión hizo un método”, y citaba a otra especialista, Frédérique Goerig-Hergott: “Los fundamentos de su trabajo fueron durante tiempo la cólera, el sufrimiento y la necesidad de provocar para existir, en la forma (al darle la vuelta al motivo) y en el fondo (los temas ligados a los aspectos turbulentos de la historia, como el nazismo)”. Un artista político, pues, hijo de un momento histórico terrible y de una tradición singular; y a la vez apolítico, ajeno a las ideologías y manifiestos (un anarquista de derechas, dirán algunos). Alguien que hace medio siglo ya defendía que el artista trabaja sin responsabilidad. Y que añadía: “La obra de arte surge en la cabeza del artista y se queda en la cabeza del artista sin que haya ningún tipo de correspondencia con el público”. Alguien que fácilmente se lanza a digresiones —que pueden resultar desconcertantes y difíciles de seguir— sobre el carácter alemán, sobre los años del nacionalsocialismo y lo que en ellos hay de perenne o sobre lo que él considera la complacencia de otros colegas artistas, que no menciona por nombre, con los discursos gubernamentales (no dice “políticamente correcto”, pero se le entiende). Cuando se le observa que él es, precisamente, un artista de éxito (y él mismo se muestra sorprendido y orgulloso de su éxito más reciente: las marionetas que confeccionó para La historia del soldado, de Stravinski, en el Festival de Salzburgo, este verano), responde: “Sí, quizás. Y sé por qué. Porque no digo abiertamente mi opinión”.

Y se ríe. Después se levanta y salta a la silla de ruedas. En el taller observa sus cuadros más recientes, cuadros con un idéntico motivo que se repite desde hace 62 años: Elke, su esposa. No la veremos en ningún momento, pero la escucharemos. A lo lejos suena un piano… A él le cuesta desplazarse estos días y al mismo tiempo, con el carrito de golf, con la silla de ruedas, no para quieto. He aquí un artista que nunca ha dejado de observar de reojo a sus compañeros de generación, a los Richter o Kiefer, porque el arte contemporáneo, a estos niveles, también es un deporte de competición (y una industria: un artista de ese calibre es hoy una empresa que mueve dinero y un nutrido entorno, como una estrella de cine o del rock and roll). Hay en Baselitz un orgullo, después de tantos años, por ser capaz, todavía, de pintar sin ayuda de nadie, con la silla de oficina, el carrito con el bote de las pinturas y las inmensas telas doradas.

“Soy un tipo bastante inquieto”, confiesa. Volvemos a esta generación, la de los que, por usar la expresión del canciller Helmut Kohl, disfrutaron de “la bendición de haber nacido tarde”. Es decir, suficientemente tarde para haber evitado ser nazis, pero demasiado pronto para escapar del todo a la losa de sus crímenes. Esta generación tiene en Baselitz uno de los últimos testimonios y, aunque esta Alemania y esta Europa sean tan distintas, los ecos del siglo XX vuelven a resonar. Estas telas y estas esculturas hablan del mundo de hoy. Volvemos al principio, al niño de la guerra, entre las ruinas, al que tenía aquel instinto destructor: ese hilo que conecta al pequeño Hans-Georg Kern con el Georg Baselitz artista consagrado. “Con la edad no he cambiado”, dice.
—¿Por qué era usted así? ¿Alguna teoría?
—No, y me da algo de miedo pensar en ello. Un psicoanalista me dijo: “Si vienes a mi consulta, dejarás de pintar”. Por eso nunca he ido al psicoanalista.
—¿Sigue siendo como entonces?
—Diría que sí. Aunque antes era más arbitrario, más destructivo. Ahora reflexiono. Tengo un freno. No me comporto como un loco
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