“Prefiero el sudor antes que el desodorante que lo tapa”: la nariz de Sissel Tolaas, cazadora de olores
Esta científica y artista noruega es una eminencia de la investigación olfativa. Museos, arqueología, gastronomía y moda son algunos de sus campos de acción

Al entrar en el estudio de Sissel Tolaas (Stavanger, Noruega, 60 años), en un tranquilo barrio residencial de Berlín, un olor intenso invade todo el cuerpo. Algo intrigante, telúrico, casi palpable, que remite al ozono de un día tormentoso, a hoguera empapada, a pura tierra. Solo pasado un rato, el visitante casual se atreve a preguntar qué es. “Petricor, el olor que produce la lluvia cuando cae en la tierra seca. Es la molécula más antigua que existe en el planeta y dispara la serotonina, tiene una acción antidepresiva que se puede utilizar con fines terapéuticos”, revela esta científica y artista. Es el mismo olor que se llevaron impregnado en la ropa los asistentes a aquel impactante desfile de Balenciaga de 2022 en el que Demna Gvasalia (su ex director creativo, ahora en Gucci) cubrió de barro la pasarela en una puesta en escena apocalíptica concebida por el artista Santiago Sierra. Tolaas se encargó de inundar la sala de esta molécula olfatoria. “La gente después se quejaba: ‘Sissel, ¿qué es este olor tan persistente?’. Y yo les decía: ‘Deberíais agradecerlo, os lleváis una molécula de la felicidad carísima”, se ríe.
Tolaas es lo más parecido a una historiadora de los olores que existe en el mundo. Se ha convertido en una eminencia de la investigación olfativa reconocida por igual en los foros científicos, el mundo del lujo y las instituciones artísticas. Sus creaciones son reconstrucciones sintetizadas a partir de las moléculas reales que recolecta. En el último lustro, ha tensado junto a Gvasalia los límites de lo oloroso al servicio de la moda: desde teñir el famoso desfile que imitaba la sala azul del Parlamento Europeo con el olor del poder (una mezcla de antiséptico, sangre, gasolina y dinero) hasta recopilar para el archivo de la firma los olores de la vida de Cristóbal Balenciaga, de la infancia en el pueblo pesquero de Getaria al intenso aroma a tabaco y cuero de su taller en París. Es solo un ejemplo de su capacidad experimental. Hay muchos más. Ha concebido un queso a partir de las bacterias de una bota de fútbol usada por David Beckham, montado instalaciones en busca de olores de plantas extintas o encapsulado el olor que generan la violencia o el miedo a través del sudor. Ha reproducido el hedor de las trincheras de la I Guerra Mundial para el Museo de Historia Militar de Dresde (un compuesto de caballos y hombres muertos, excrementos, barro y pólvora similar al gas mostaza capaz de provocar la náusea), soltado una molécula que desata el llanto en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern de Londres o explorado vidas a través de prendas históricas para el Metropolitan de Nueva York.

Hemos acudido a Berlín invitados por TBA21 Thyssen-Bornemisza Art Contemporary, la fundación de arte contemporáneo creada por Francesca Thyssen-Bornemisza. Quienes visiten en el museo madrileño su exposición Terrafilia hasta el 24 de septiembre, se encontrarán con unos recipientes de vidrio colgantes que contienen moléculas con las que la noruega ilustra olfativamente cada capítulo de la muestra. Las ha utilizado para hackear la atmósfera de todo el edificio. “El museo es un organismo que respira. La sala del aire acondicionado son sus pulmones y los conductos por los que se distribuyen mis moléculas, las venas. Cuando la exposición termine, permanecerán y pasarán a formar parte de la colección invisible del museo. Las moléculas de olor son el alfabeto del aire; me permiten contar historias, a veces muy íntimas, más allá del lenguaje visual y verbal. En la ciencia prima lo objetivo; en el arte puedes especular”, explica.
A Tolaas le gusta definirse como “una profesional entre medias de muchas cosas, porque navego entre diferentes disciplinas y analizo precisamente eso que queda entre medias de todo: el aire. Me formé en Química Orgánica, Lingüística y Artes Visuales. Y con esa mochila emprendí un viaje hacia lo desconocido para entender el mundo a través de lo invisible”. Un trayecto que le ha llevado a construir el laboratorio en el que nos recibe hoy. Más de 20.000 muestras de olores archivadas casi a modo de diario a lo largo de tres décadas que ocupan anaqueles repletos de pequeños frasquitos o latas grandes, todo perfectamente etiquetado con su ficha técnica. “Estos días lo he puesto un poco en orden; también me he puesto este look de Balenciaga solo para las fotos, no penséis que trabajo así”, bromea.

A sus pies, un cajón de plástico con rocas de diamante negro en bruto provenientes de las profundidades de las minas del mar del Norte con las que está experimentando junto al creador visual Nick Knight. Sobre su mesa, la sustancia con la que está trabajando hoy, diluida en un botecito de plástico. “Vainilla en crudo de Madagascar. Es una de las especias más caras del mundo. Quiero reforzar sus propiedades afrodisiacas. En inglés, el sexo vainilla significa sexo aburrido. Me gusta jugar con las connotaciones del lenguaje y traducirlas al alfabeto de los olores”. Junto a la ventana de su estudio, cubetas con restos de las ruinas de Pompeya, lugar en el que lleva trabajando tres años recopilando información del pasado junto a arqueólogos. “Les reto a que salgan de su zona de confort. Les digo: ‘Atended a esto que estamos respirando en la excavación, todo lo que entra en vuestras narices y pasa por el cerebro debería formar parte del protocolo’. El olor también es parte de la herencia”, reclama.

La pillamos recién llegada del Museo de Arte Oriental de Turín, de tomar muestras de objetos chinos del 2000 antes de Cristo, y a punto de marcharse 10 días a la India, a un proyecto de investigación con elefantes. “Los humanos tenemos 400 receptores olfativos; los perros, 900; los elefantes, 2.000. Son lentos, pero pueden oler agua a 20 kilómetros o un león a millas de distancia y emprender la huida. El sentido del olfato al servicio de la supervivencia”, relata. No es raro que se identifique con este paquidermo. Para Tolaas, el olfato ha supuesto una auténtica tabla de salvación desde niña. Su mirada emana el magnetismo de los glaciares y una efervescencia volcánica, herencia de sus orígenes nórdicos. La mayor de seis hermanas, hija de padres separados, creció entre la costa oeste de Noruega e Islandia. “Quería ser astronauta, desaparecer de este planeta. Me pasaba el día correteando al aire libre y utilizando mi cuerpo como cobaya, experimentando con ese software biológico que son nuestros sentidos. Monté un laboratorio en el garaje y me puse a hacer ensayos locos, como intentar contener un huracán dentro de un armario… que acabó explotando, claro”. Desoyó la llamada a tomar las riendas de la empresa naviera y petrolífera familiar. Su olfato la llevó a subir al primer tren que pudo al alcanzar la mayoría de edad con destino Moscú. “Un viaje largo y lento que me permitió hacer oído con el ruso”. Hoy habla nueve idiomas.

Confiesa que, durante años, llevó una vida arriesgada: “Para qué engañarnos, necesitaba un riesgo real, no solo psicológico”. Tras ser testigo de la desintegración de la Unión Soviética, la caída del Muro le pilló en Berlín, ciudad de la que se enamoró y en la que instaló definitivamente su laboratorio en 2004. Lo hizo con la financiación de International Flavours and Fragrances (IFF), una corporación que produce sabores, fragancias y activos cosméticos. “Para entonces yo ya me había hecho un nombre. La industria quiso trabajar conmigo, me ofrecieron un puesto como química, pero lo rechacé. Les propuse a cambio trabajar con sus departamentos de investigación y desarrollo en cómo huelen las cosas de verdad antes de que ellos mismos las enmascaren”. Tuvo acceso a sofisticadas máquinas de extracción molecular que hasta entonces se utilizaban esencialmente para cosmética; también empezó a desarrollar las suyas propias. “En los años treinta, con el desarrollo comercial de los desodorantes, el olor corporal se convirtió en tabú, sobre todo en Occidente; había que taparlo. Los olores habían sido tomados por el marketing, los estantes de los supermercados se llenaron de líquidos abstractos en envases feos. Nunca se generó un lenguaje crítico con todo eso. Yo prefiero el sudor antes que el desodorante que lo tapa. No hay nada más honesto que un olor”.

Ni que decir tiene que Sissel Tolaas no usa desodorante ni perfume, y jamás ha hecho una fragancia comercial. Su lado punki asoma en fiestas donde todo el mundo va peripuesto y ella aparece con un lookazo bañada en algún intenso olor a sudor de los que sintetiza. “Lo utilizo como lenguaje de comunicación no verbal. Me lo pongo para decir ‘aléjate de mí’ o ‘por favor, escúchame’. Me encanta pasear por esos eventos en los que todo el mundo está hablando del tiempo y se resisten a creer que soy yo la fuente de ese olor fuerte, solo porque me ven arreglada. Me gusta retar las convenciones de qué es ‘bueno’ y qué es ‘malo’. Llegó un punto en que me centré en el olfato porque parecía estar completamente fuera del foco de los discursos intelectuales. El marketing acabó integrándolo, pero el discurso intelectual no parecía muy interesado en el olor porque es algo muy intrínsecamente emocional. Vivimos en un mundo en el que rige qué pinta tienen las cosas. Somos ‘yo, yo mismo y mi iphone’. Estamos tan sobrepasados por toda esta información visual que nos hemos visto desarmados para aproximarnos a ellas de otras maneras. Pero no nos engañemos: el olor siempre llegará a ti”.

La percepción sobre su extravagante rol en el mundo, cuenta, cambió a raíz de la covid. “La invisibilidad, la materia aérea, ya no era tan abstracta. Los temas a los que había dedicado mi vida de pronto regían el mundo. La covid fue algo terrible, pero despertó nuestra conciencia”. Recibió la llamada del Metropolitan de Nueva York para ayudarles a revaluar de qué manera trabajar con sus archivos. “Instituciones como el MET están llenas y llenas de objetos. Cuesta dinero mantenerlos y conocimiento preservarlos, es una historia interminable. Algunas preguntas que antes no se hacían, ahora son obligatorias: ¿y si sacamos un objeto del archivo que se está descomponiendo? ¿Podríamos exponerlo aún? ¿De qué manera?”. Gracias a la labor de química forense de Tolaas, los asistentes a la reciente exposición Sleeping Beauties: Reawakening Fashion en su Costume Institute pudieron olfatear las vidas de vestidos de Christian Dior o Elsa Schiaparelli: qué comían, dónde habitaban, hasta qué marca de tabaco fumaban sus dueñas.
El rigor no descarta el humor en el trabajo de Tolaas. Adidas le propuso realizar una investigación sobre el sudor en la ropa deportiva y ella solicitó extraer la bacteria de una zapatilla usada por David Beckham. Su objetivo: fermentar un queso. “Era la época en la que el periodista Michael Pollan publicó esos best sellers sobre el rol positivo para nuestra salud del microbioma que habita en nuestro cuerpo. También estaban en auge los perfumes de famoso. Me divertía, acudiendo una vez más al lenguaje, unir esos dos conceptos con una metáfora tan evidente como el olor a pies. Cuanto más potente un queso, más apetecible nos resulta; lo contrario que en el cuerpo humano”. El camembert resultante acabó siendo degustado en la zona VIP del estadio olímpico de Londres. Lo siguiente fue una colección de quesos humanos que incluyó un cheshire sabor Alex James, de Blur, o un cheddar de Suggs, el cantante de Madness, expuesta en el Victoria & Albert. El experimento le dio para una residencia en la Harvard Medical School. “Creamos un pequeño artefacto y se lo mandamos a un montón de famosos para que nos lo devolvieran con una muestra y la respuesta a una pregunta: ¿si necesitáramos tu bacteria para producir comida, de qué parte de tu cuerpo te gustaría que la obtuviéramos y qué tipo de queso te gustaría ser?”. Respondió gente como Mark Zuckerberg, Bill Gates, el artista Olafur Eliasson, el comisario Hans Ulrich Obrist o el propio Michael Pollan. “Fue divertidísimo, eso sí que es un gran legado. Puede que, cuando nos tengamos que mudar a Marte, todo este conocimiento nos sirva para subsistir a base de quesos o cerveza a partir de nuestros cuerpos”, vaticina.

Algunos considerarían inapropiado terminar una charla con la entrevistada solicitando al periodista que le ofrezca su axila para recoger el sudor que exhala. Pero aquí parece la salida más lógica. Sissel Tolaas saca un aparato sencillo llamado Headspace, muy común en la cromatografía de gases para separar y analizar componentes volátiles como, por ejemplo, la fragancia de una flor, con el fin de replicarla después sintéticamente. Arrima el tubo de goma transparente unido a esta petaca cuadrada y absorbe con un sonido como de contador Geiger. “Ahora ya podemos exhibirte”.
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