Nos matamos con ellos
He aquí una masa infinita de coches perfectamente colocados, como los granos de arena en una playa. Los granos de la playa no se pueden desordenar: tomas un puñado, lo sueltas, y vuelven a encontrar su lugar en el conjunto. No se sabe de ningún padre que, al ver a su hijo haciendo un castillo de arena, le haya dicho:
—¡Deja de desorganizar la arena!
La arena siempre se encuentra organizada, al menos desde nuestra visión macroscópica. Ahora imaginemos a un bebé gigante que entrara en este parquin formidable pisando los techos de los coches, y aplastándolos con su peso. Los crujidos se escucharían en metros y metros a la redonda. Al reventarse los depósitos, el aceite de los motores se mezclaría con el líquido de los frenos y con el caldo de las baterías. El conjunto devendría un amasijo de hierro y plástico y cristal bañado en los jugos de sus vísceras. El bebé gigante, además de tiznarse todo el cuerpo, se heriría las manos y las muñecas y se reventaría los globos oculares con los trozos de vidrio de los parabrisas. Cuando sus padres se dieran cuenta del desaguisado, el niño estaría ya medio ciego y medio desangrado, quizá medio difunto, pobre.
Pues tiene uno la impresión de que algo de eso es lo que pasa con los vehículos a tracción de cuatro ruedas una vez que abandonan el orden en el que los coloca el fabricante en sus espacios de almacenamiento. Aparecen en nuestras calles abollados, sucios, colocados de cualquier manera, sin respetar nada. Son los reyes del barrio y no con poca frecuencia nos matamos con ellos por la obsesión de llegar antes a ningún sitio.
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