Ignacio Mattos cocina Nueva York al punto
Este cocinero uruguayo de raíces italianas vivió y trabajó en España, Argentina y Brasil antes de recalar en Estados Unidos. Hoy regenta cinco restaurantes en Nueva York —entre ellos, Estela, con una estrella Michelin y con unos clientes llamados Obama— y es una celebridad de la gastronomía en la Gran Manzana.
El chef uruguayo Ignacio Mattos (Santa Lucía, Uruguay, 45 años) tiene fama en Nueva York por ser un tipo aparentemente normal del que emerge una cocina extraordinaria. Estela, con su estrella Michelin, es su buque insignia, reconocido hasta por el mismísimo Barack Obama, y que celebró en 2023 su décimo aniversario. Pero tras él llegaron Altro Paradiso, un italiano más de diario y donde recibe a El País Semanal, y su aventura milanesa en pleno Rockefeller Center, al que bautizó como Lodi. Ahora Mattos afronta un cambio de ciclo, ya que en agosto dejará dos de sus criaturas: el Corner Bar y el benjamín de la familia, Swan Room, en el hotel Orchard. Pero ya está embarcado en nuevos proyectos, que todavía no quiere revelar.
Todos estos locales, dice sin ambages, están orientados a un cliente dispuesto a gastar. “Si la comida es barata, hay alguien que se está jodiendo. Simple. ¿Dónde están pescando el pescado para los dumplings? ¿De dónde viene el cerdo para no sé qué? ¿Cómo le pagan a la gente? Seamos sensatos y honestos. En una ciudad donde la gente sale a comer una media de cinco o seis veces a la semana, quizá deberíamos comer menos fuera y ser mucho más intencionales”, explica Mattos. Al pan, pan, y al vino, vino. Es la única receta que sigue. Nacido en Uruguay pero fuertemente influido por su abuela de origen italiano, tras una vocación futbolera temprana y frustrada, centró su atención en la cocina y se dio cuenta de que tenía que salir en busca de sabores, olores y lenguas distintas a la propia. “No hay nada como probar algo por primera vez”, dice. Pasó por España, Argentina —donde fue apadrinado por Francis Mallmann— y Brasil antes de llegar a Estados Unidos. Gracias a aquel periplo, Mattos se siente libre de toda patria culinaria y eso entronca con la pura esencia de Nueva York. Valora la tradición, pero siempre le da un giro inesperado, le añade un contrapeso que explota en el paladar. De Europa toma la cultura de la cocina de producto de calidad, la calidez del trato y se le ilumina la mirada hablando de un café sencillo pero delicioso en el aeropuerto de Lisboa. Es crítico con Estados Unidos, donde impera “esa dureza de que no saben lo que es romance, lo que es sensual. Es pornográfico, es Disneyland”, pero reconoce que “hay una demanda, hay lugar para desarrollar cantidad de cosas que gente joven puede hacer. Es más fresco todo. En Europa es mucho más complicado, hay casas que tienen tradición y hay que esperar que las generaciones pasen”.
De España recuerda el rodaballo que se comió en el restaurante Elkano, en Getaria (Gipuzkoa), y también cómo fue “explotado becario”. “¿Se puede justificar? Tal vez no. Pero lo que aprendí de todo eso es que es muy fácil juzgar y lo que tomé de aquella experiencia es: ¿cómo lo vas a hacer mejor tú? Volví a ese lugar como cliente. Fui a no querer que me gustara, envenenado. Pero sinceramente, fue increíble”, explica. Ahora, desde lo alto de la pirámide, aunque apuesta por el respeto por encima de todo, lo tiene claro: “Hay que apretar las tuercas para llegar donde nadie llega. Llega el que trabaja más duro, el que se compromete más. Y la gente ahora no es realista, no tiene resistencia ni compromiso”. La conversación deriva hacia la cultura de la cancelación: “Fallamos como sociedad y como individuos cuando perdemos nuestra capacidad de comunicarnos de una forma humana. Nadie quiere decir lo que piensa porque te hacen la cruz. Pero los que ponen la cruz son privilegiados con acceso educativo, aburridos. Es todo ocio”, zanja.
Mattos cree más en los hechos que en las palabras: se levanta a las cinco de la madrugada, va al gimnasio, y a las siete de la mañana acude en su bicicleta al mercado de granjeros de Union Square, mirando con amor y con criterio el producto y al productor. Aplica el mismo rigor en todas las demás partes del proceso. “Si hay que limpiar, pues hay que limpiar. Si hay que sacar la basura, se saca la basura”, describe. Cuida la decoración, y cuida la experiencia desde que se entra hasta que se sale de cualquiera de sus cinco restaurantes. No se puede bajar la guardia. “Nueva York no tiene benevolencia. La mayor parte de los locales cierran a los seis meses o al año”.
¿Qué hacer cuando se sientan en tu mesa Barack y Michelle Obama, como sucedió en 2014? “Fue de ciencia ficción. No sé cuántos coches, helicópteros, francotiradores, servicios secretos… Lo que más me impresionó fue el nivel de coordinación y profesionalidad”. Solo falló una cosa: “Hubo un problema con la cuenta, que la tarjeta de él no pasó y nosotros no dijimos nada, pero fue él mismo quien se dio cuenta. La prensa puso todas las piezas juntas y hubo un despelote. Él hizo un chiste y Michelle pagó. Son muy normales, muy amenos. Son divinos”, recuerda 10 años después.
Ante tanta exigencia, tanto cuadrar presupuestos y tanta prensa, Mattos, como todos los neoyorquinos de adopción, busca en su casa un espacio de compensación. Vive en Tribeca con la artista egipcia Laila Gohar —que hace arte conceptual basado en el uso de alimentos— y con su hija de un año. Ahí las reglas son distintas, casi opuestas. “Tratamos de inculcar algo que es raro aquí: que los amigos lleguen y puedan tocar el timbre y cenar en casa en el último minuto”. Nada de reservas, y él intenta huir de las recetas. Y sus hijos (tiene dos, pero el mayor vive en Brasil) están obligados a comer de todo. “El grande, con tres años, estaba comiendo omakase. Son unos malcriados, pero por otro lado creo que si tratamos a los niños como bebés los convertimos en ineptos”. Donde sí comulgan lo público y lo privado es una misma filosofía de vida de Mattos: “El ser humano se avergüenza de tener que servir, pero yo creo que es lo mejor que podemos hacer, es la mayor contribución al mundo. De cualquier manera: enseñando, cuidando a alguien. Servir un plato, limpiar la mesa. Pero haciéndole sentir al otro que tiene dignidad”, concluye.
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