Chloe Aridjis, una escritora hechizada por el Prado
La autora mexicana y estadounidense ha sido la segunda residente del programa Escribir el Prado. Cada mañana durante dos meses se paraba a observar el mismo cuadro, ‘Paisaje con san Jerónimo’. En su fascinación por esta pintura, que la conectaba a su niñez y alimentaba su gusto místico, se gestaba el cuento que creará para el museo español
Cada mañana durante dos meses Chloe Aridjis comenzaba su exploración del Museo del Prado frente al mismo cuadro, Paisaje con san Jerónimo, una pequeña y exquisita tabla del siglo XVI pintada por el maestro flamenco Joachim Patinir. El santo no ocupa el plano central de la imagen, se encuentra en la parte inferior izquierda, dentro de un cobertizo de madera adosado a una roca, con un león dándole una pata de la que el santo extrae, presumiblemente, una espina clavada. Hay un crucifijo y un cráneo, el vanitas que recuerda la futilidad de la vida. A la izquierda del santo reposa en el suelo el lomo de un libro cerrado. San Jerónimo tradujo del hebreo y del griego la Biblia al latín. Su versión es la llamada Vulgata.
La escritora Chloe Aridjis, como el san Jerónimo del cuadro, también elude el primer plano. Sentada en la cafetería del museo, frente a una taza de té y un bizcocho, proyecta una franca timidez. Es finales de noviembre y hoy concluye su estancia en Madrid dentro del programa Escribir el Prado, una residencia para escritores que cuenta con el apoyo de la Fundación Loewe y que se inició en 2023 con el Nobel J. M. Coetzee. Los autores invitados deben pronunciar una conferencia y escribir un texto sobre la pinacoteca. Ella prepara un cuento en el que el cuadro de Patinir tiene un papel central.
La conexión más directa que cabría establecer entre el santo de esa tabla y esta escritora es la traducción, algo que siempre la ha acompañado. Nacida en Nueva York en 1971, criada primero en Países Bajos y en México, formada en literatura en Harvard y en Oxford, donde completó una tesis sobre poesía, espectáculos de magia y literatura fantástica en la Francia decimonónica, Aridjis es medio mexicana medio estadounidense. Su madre es de ascendencia judía; su padre desciende de una familia griega asentada en México. Ella vive en Londres y pasa dos meses al año en Ciudad de México, pero fue en Berlín donde empezó su carrera literaria. Ha escrito en inglés tres novelas y una colección de relatos, con los que ha obtenido en Francia el Premio Étranger a la primera novela y en Estados Unidos el Pen / Faulkner. Habla con un suave deje mexicano y un encantador titubeo en castellano; deprisa, con un distinguido acento británico, en inglés, un idioma en el que sus pensamientos se aceleran. “Pasé mi década de los 20 en el mundo académico y no me sentí libre para escribir hasta que llegué a Berlín, que entonces era una ciudad bohemia, con mucha cultura. Trabajaba como traductora y en un festival literario, deambulaba por las calles con mi cuaderno”. De ahí salió El libro de las nubes (Funambulista), una primera novela en la que mostró su habilidad para crear atmósferas y retratar lo extraño. La protagonista era una traductora. “Durante años supe que quería ser escritora, pero al principio no me sentía preparada y entré al mundo académico. Me llevó tiempo tener la seguridad para meterme, y Berlín fue fundamental. Dije que no me movería de allí hasta terminar mi novela. Fueron años de soledad y eso me formó como escritora”. Su siguiente novela, Desgarrado (Fondo de Cultura Económica), está protagonizada por Marie, una vigilante de sala de la National Gallery de Londres, el mismo trabajo que tuvo el bisabuelo del personaje, que no logró frenar las puñaladas que la feminista Mary Richardson lanzó en 1914 a la Venus del espejo, de Velázquez. Como la Marie de su novela, algo de entregada vigilante-exploradora ha tenido la estancia de esta autora en el Prado, en la que los cuadros de Goya han sido otro de sus puntales: las Pinturas negras y los cartones para los tapices.
La charla pública de Aridjis con la editora y crítica Valerie Miles en el auditorio del museo, celebrada una semana antes de la cita en la cafetería, llevaba por título El misterio de la creación. La magia y el simbolismo, la imaginación y la asociación libre fueron surgiendo en esa conversación puntuada por la proyección de varias obras de arte: la tabla de Patinir; Abadía en el robledal, de Caspar David Friedrich; Paisaje con ruinas, de Nicolas Poussin, y un paisaje de Nicolas de Staël. Aridjis también recordó al poeta Yves Bonnefoy: “Él hablaba de un territorio interior al que trataba de volver al escribir”. Aridjis capta el estado de ánimo de un cuadro o una imagen y lo traslada a la página. No se trata de disquisiciones teóricas, sino de un tono que logra destilar, por ejemplo, en Dialogue with a Somnambulist (diálogo con un sonámbulo), el relato que da título a su último libro. Una joven que vende muebles en una gran tienda sin acabar de conectar con nadie, un encuentro fortuito en la calle que la lleva a encontrar un extravagante bar, una enorme figura de cera que acaba por llevarse a casa, un museo, un discreto romance. “Me inspiró mucho el expresionismo alemán y la película El gabinete del doctor Caligari. Esa sensación de realidad irregular, los sets de la película y la sensación de… echo de menos la palabra haunted…”.
¿Encantado? ¿Embrujado? No parece convencida. “Lo que me interesa cuando escribo es eso: los personajes, las psiques, la ciudad inquietante”, dice.
La atmósfera, el aliento fantasmal que nos rodea son temas clave del mundo literario que Aridjis ha construido. El arte es un catalizador para su imaginación. Su universo conecta con la pintura y la fotografía. Esas imágenes congeladas contienen una historia o la posibilidad de un relato que de su mano echa a andar, parece dejar de lado el conocimiento factual, las interpretaciones y datos de la historia del arte, y se adentra en la ficción. “El mayor estímulo para mi escritura es lo visual”. ¿Demasiado conocimiento académico frena a un escritor? “¡Sin duda! Para mí fue muy importante olvidarme de mis estudios para poder escribir libremente. Tengo amigos brillantes cuyo conocimiento ha destruido su literatura, porque no pueden apagar esas voces y filtros cuando están escribiendo. Yo trato de distanciarme de la teoría”, explicaba esta discípula del gran crítico y académico Malcolm Bowie, quien defendía el papel de la literatura como vector del pensamiento, y su conexión con el psicoanálisis y con otras disciplinas artísticas. “Bowie fue una de las personas más inspiradoras con las que he trabajado, gracias a él empecé a leer poesía de otra manera”.
La conexión de Aridjis con la poesía se remonta más atrás, antes incluso de su nacimiento. “Mi padre escribió un largo poema en prosa, unas memorias, cuando mi madre estaba embarazada de mí. Es un libro del que me siento muy cerca, casi mi gemelo”, contaba sobre El poeta niño, que ella acabó traduciendo al inglés. Cuando Chloe nació, la carrera literaria de su padre, Homero Aridjis, ya había despuntado. Fue señalado a principios de los sesenta por Octavio Paz como el mejor poeta joven de México cuando contaba poco más de 20 años, había publicado dos libros de poemas y participado en los talleres de Juan José Arreola y Juan Rulfo. Viajó por Europa e impartió clases en universidades estadounidenses, antes de ocupar varios cargos diplomáticos en Holanda y Suiza. Ya de regreso en México, organizó un festival de poesía donde se dieron cita desde Ted Hughes hasta Jorge Luis Borges, Allen Ginsberg o Günter Grass. Chloe hizo fotos: “Veía a los poetas con sus cuadernos de notas y pensé que un día quería formar parte de ese mundo”. Su padre también fundó el Grupo de los Cien, que activó a artistas e intelectuales mexicanos en defensa del medio ambiente. De él y de su madre, Aridjis ha heredado esa preocupación por el cambio climático y la conservación del planeta que se traduce en su faceta de activista y en su vegetarianismo.
“Pasé mi niñez en Países Bajos y creo que de eso viene mi apego a la pintura flamenca. Creo que hay algo en esos paisajes que me recuerda a cuadros que vi en mi infancia”, apuntaba. Vista de Delft, de Johannes Vermeer, en el Museo Mauritshuis de La Haya, es el primer cuadro del que dice guardar memoria. Su padre fue invitado a escribir para ese museo en los setenta, y en sus salas es probable que se gestaran la pasión y familiaridad que su hija siente en pinacotecas y centros públicos dedicados a la exhibición de objetos y obras. Habla del Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México como de su “centro de gravedad”. “Es ahí y no en el mercado de Sonora donde puedes comprender un poco de la metafísica mexicana, algo que permea todo, la muerte que está detrás de cada objeto o escena”. En uno de sus textos se refiere con sorna a André Breton, su fijación en el folclore superficial y su afirmación de que México era “el país surrealista par excellence”, aunque al hablar sobre ello reconocía que hay visiones y versiones de esa tierra que corren paralelas. “De niña, al regresar a México a vivir, me sentí extraña. Creo que desarrollé esa mirada que busca lo extraño en lo cotidiano. Es el punto de vista de un extranjero. Incluso en Inglaterra, donde me siento muy arraigada, miro con otros ojos. Es una distancia no crítica sino casi onírica, un espacio que permite la ensoñación, imaginar otro relato”.
El último libro de Aridjis incluye cuentos variados, desde una lista de incidentes aparentemente desconectados como lo estarían los titulares de un periódico hasta una historia alternativa de la conquista de México descrita en breves y agudos párrafos llenos de ironía. Esas páginas de Dialogue with a Somnambulist incluyen también ensayos donde escribe sobre el insomnio, sobre un bar —El Nueve, adonde acudía de adolescente en Ciudad de México—, y perfiles, entre otros de la pintora surrealista Leonora Carrington, a quien dedica dos textos: “En su mundo, todo tenía un alma; incluso la gramática tenía entidad”, escribe Aridjis. Hace casi una década fue invitada a participar como comisaria en la gran exposición que le dedicó la Tate en Liverpool, cuando despegaba la carringtonmanía que se ha expandido por ferias y museos del mundo y ha encumbrado la obra de la original pintora británica exiliada en México.
La historia de Aridjis con Carrington remite al cardiólogo mexicano Teodoro Cesarman (1924-1997), un conocido médico que siempre tuvo querencia por la literatura y el arte. Por su consulta pasaban escritores, poetas, editores, actores y pintores que a menudo le pagaban con un libro o un cuadro. “Un día de los noventa nos invitó un sábado a comer en su casa y ahí estaba Leonora, que también era su paciente. Inmediatamente nos pusimos a platicar y nos dijo que por qué no pasábamos por su casa para tomar el té el domingo. Así arrancó la tradición de ir allí a tomar el té”, recordaba Aridjis en el Prado. “Empezó una amistad muy especial. Yo vivía en Inglaterra y luego en Berlín, y ella no comprendía por qué. Su visión de esos lugares era de la posguerra, paisajes urbanos destruidos. Yo le mandaba postales. Cuando estaba en México, la visitaba y siempre decía cosas memorables”. Aridjis fue tomando notas después de cada visita, y volvió a ese archivo personal con sus citas cuando montaron la exposición en Liverpool. “Mostramos algunas obras que nunca habían salido de México, como la cuna que hizo para la hija de su amiga fotógrafa Kati Horna y el mural que hizo sobre los mayas. Leonora se resistía a hablar de su obra y le molestaba si le preguntaban por el significado de un cuadro. Por eso decidimos poner citas de ella en lugar de cartelas, era un modo de preservar el enigma”.
El reconocimiento de Carrington, añadía, ha tardado en llegar. Este resurgir de su obra y del de otras mujeres artistas de aquel periodo se enmarca en un renovado interés por la magia, lo no científico, lo esotérico. “El mundo hoy es catastrófico y la realidad ofrece explicaciones muy limitadas. Hay un interés por las artistas que ofrecieron otras explicaciones más allá de la lógica. Porque es importante reconocer que hay misterio en el mundo. Ese espiritismo, magia, mundo sobrenatural, como lo quieras llamar, respeta y reconoce ese enigma, algo que sirve casi de amortiguador frente a la crudeza de la realidad”.
Otro espacio de refugio para esta autora son los museos. Aridjis habla de la Gemäldegalerie y de la Alte Nationalgalerie, donde está la obra de Friedrich, cuando recuerda su tiempo en Berlín, pero mucho más central es Londres y The Warburg Institute, creado por el insólito visionario Aby Warburg. “Tengo una visión romántica del museo antiguo, y ese era un lugar en el que sentías que viajabas en el tiempo, con madera, alfombras y una iluminación de otra época”, subrayaba y lamentaba la modernización de la institución. Aby Warburg, protohistoriador del arte y creador del fascinante Atlas Mnemosyne, en el que trató de ordenar en unos paneles de madera forrados de tela negra cerca de 1.000 imágenes procedentes de libros, revistas y periódicos, es una figura por la que Aridjis siente debilidad. “Fue muy viajero, tenía momentos de éxtasis, era extravagante y caía en depresiones. Su sensibilidad era extrema. Le fascinaban las representaciones de figuras y gestos a través de los siglos y en distintas civilizaciones, ese vasto repertorio del alma, un drama cíclico”, explicaba.
Esa mañana en su último paseo por el Prado la escritora descubre el grafoscopio, una máquina de rotación manual en la que se insertaba una vista panorámica de la galería del Prado que fue captada en 1882. Otro gran drama cíclico. A Aridjis le brillan los ojos oscuros con entusiasmo. No cabe duda de que dará otro giro a esa máquina, al museo y a su historia.
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