Esposa y madre a los 14 años: el infierno del matrimonio infantil
Viajamos a Mozambique con Unicef para conocer las duras historias de chicas que, empujadas por la pobreza y las tradiciones, se casaron menores de edad. 12 millones de niñas y adolescentes lo hacen cada año en el mundo
Joanita tiene la mirada perdida, una sonrisa a medias, 15 años y gestos de niña. Habla makua y un poco de portugués, pero poco. Su pelo está perfectamente recogido en trencitas muy pequeñas y peinadas hacia atrás. Va vestida con una camiseta roja y una capulana de mil colores, la tela tradicional que usan las mozambiqueñas en las zonas rurales como si fueran faldas. Joanita fue a la escuela, pero solo hasta que apareció “alguien que llegó y dijo que quería casarse”. El hombre la abordó durante varios días a la salida del colegio. Insistió en que vivieran juntos. Ella tenía 14 años, y acabó aceptando. No sabe explicar bien por qué quiso unir su vida a la de un desconocido mucho mayor que ella, pero sí sabe que todo salió mal desde el principio. Lo cuenta despacio y angustiada:
—Me encerró en su casa durante más de un mes. No me dejaba salir, ni siquiera para ir a ver a mi familia. Pero yo no sabía cocinar ni llevar una casa. No entendía qué tenía que hacer. Me sentía secuestrada. No me trataba bien. Luego, cuando me quedé embarazada, un día se marchó y no volvió más.
El pequeño Eridmilson, de cuatro meses, cuelga ahora todo el día del pecho aniñado de Joanita, que volvió a casa de su familia pidiendo ayuda porque no podía hacerse cargo del bebé. Ni de ella misma.
FOTOGALERÍA: Un día con Joanita
Casilda, su madre, es abuela con 29 años. Y explica aquello a lo que Joanita no es capaz de poner palabras: que uno de los principales motivos por los que las niñas se casan es la pobreza extrema que las rodea. Quieren intentar salir de ella como sea. Incluso casándose con un hombre mayor y desconocido. Algunas reconocen que cuando empezaron a menstruar se pusieron a “buscar hombres” para salir adelante. En otros casos, son las familias las que las obligan, por la misma razón: para que el marido los ayude a todos económicamente y para tener una boca menos que alimentar. A veces también las fuerzan a casarse por haberse quedado embarazadas.
Casilda y Joanita viven en Miserepane, en el distrito de Monapo, en Nampula, en el norte de Mozambique. En su pueblo, el agua no sale del grifo, hay que ir a buscarla al pozo. La comida no se compra en el supermercado, hay que cultivarla y recogerla en el campo. No hay letrina en su casa de adobe y paja, que tuvieron que construir hace poco porque la anterior la arrasó un ciclón, algo bastante habitual. Y tampoco hay cocina, gas ni electricidad. Para hervir la mandioca seca recién molida, comida de base para toda la familia, tienen que hacer un fuego en alguna de las tres habitaciones mínimas de la vivienda, que da cobijo a siete personas: a ellas dos, al bebé Eridmilson y a los cuatro hermanos pequeños de Joanita.
Satisfacer las necesidades básicas, comer y beber, exige muchas horas y mucho esfuerzo en este punto del mundo. “Ahora, además, como tengo que cuidar al bebé, no puedo ir a la mashamba [el terreno que cultiva, a más de una hora de camino a pie] ni a trabajar a la procesadora de anacardos, y no tenemos comida”, lamenta Casilda. “Dependemos de lo que nos dan los vecinos. No tenemos ropa. La casa en la que vivimos no está bien. Estoy muy cansada de esta tristeza. Sobrevivimos gracias a Dios”.
Mozambique es el quinto país del mundo con la mayor tasa de matrimonio infantil. Casi una de cada dos mujeres de 18 a 24 años se casó siendo menor de edad, según datos de Unicef, organización con la que viajamos a varias comunidades en las que desarrollan programas para tratar de erradicar estas prácticas. En el norte es donde están los porcentajes más altos: en la provincia de Cabo Delgado y en la de Nampula, donde vive Joanita. Son, precisamente, las más pobres. La esperanza de vida en la región es de 53 años. Apenas se ven personas mayores en los pueblos.
El país es un ejemplo de un mal global. Hoy hay en el mundo 650 millones de mujeres y niñas que se casaron antes de cumplir los 18 años. Son una de cada seis. Y cada año, 12 millones más lo hacen, según las cifras que maneja Unicef. Las mayores tasas se dan en el África subsahariana (entre el 32 y el 40%, según las zonas), en el sur de Asia (28%) y en América Latina (21%).
Hay razones sociales y culturales en el matrimonio infantil, por supuesto, e incluso otras relacionadas con el cambio climático o los efectos de la pandemia, pero la pobreza las atraviesa a todas. Los cuatro países que superan a Mozambique en el porcentaje de este tipo de uniones son Níger, la República Centroafricana, Chad y Malí, todos africanos y entre los Estados más pobres del mundo.
“En los países y comunidades pobres, además, cualquier imprevisto afecta y puede hacer aumentar el número de uniones prematuras”, explica Nankali Maksud, coordinadora del programa mundial del Fondo de Población de Naciones Unidas y Unicef para acabar con el matrimonio infantil. “Por ejemplo, los ciclones. Cuando no hay un Estado del bienestar que funcione, si las escuelas y las casas son arrasadas, las familias buscan soluciones. Y una de ellas es casar a las hijas para garantizarse nuevos ingresos. Lo mismo pasa con las crisis humanitarias. Muchas veces se casa a las adolescentes para protegerlas, para que se vayan a otro lugar. Hay que acelerar y abordar este problema desde todos los ángulos, porque afecta no solo a las niñas, sino a toda la sociedad: a la igualdad de género, a los embarazos prematuros, a la mortalidad infantil y durante el parto, a la violencia machista, a la educación… y provoca que una comunidad tenga menos recursos para salir de la pobreza”.
El matrimonio infantil debería estar erradicado en 2030, según los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados en septiembre de 2015 por la ONU —la conocida como Agenda 2030—, pero muchos países están aún muy lejos de lograrlo y no parece que vayan a hacerlo en los próximos siete años. Unicef advierte más bien de que, al ritmo actual, se tardaría 300. Michelle Obama, Melinda Gates y Amal Clooney hicieron en diciembre en Malawi y Sudáfrica un llamamiento a actuar de forma urgente y sus tres organizaciones se han aliado para trabajar juntas en esta materia.
Cárcel para el que se case con una menor
Cada vez son más los países que prohíben el matrimonio antes de 18 años. Y algunos de ellos, como Mozambique, los incluyen en el Código Penal. Desde julio de 2019, casarse con menores está castigado con penas de prisión de ocho a 12 años. Y se puede imponer hasta un año de cárcel a los que organizan o apoyan estas uniones. Tener relaciones sexuales entre un menor y un adulto está castigado con prisión de dos a ocho años. Y, si la chica se queda embarazada o contrae una enfermedad de transmisión sexual, la pena que se impone es de al menos ocho años. Los menores tampoco se pueden casar entre ellos, aunque en este caso es algo prohibido, no penado.
La ley es clara, y dura. El Gobierno y las distintas administraciones están muy concienciados con el problema. Hay numerosos planes e iniciativas en marcha, charlas, intervenciones sanitarias, socioeconómicas, educativas, laborales, policiales, judiciales. Unicef lleva a cabo programas contra el matrimonio infantil en las provincias de Nampula, Zambezia y Sofala, en colaboración con ONG locales, y los desarrollará este año en Cabo Delgado. Pero no es tan fácil acabar con una práctica que afecta a la mitad de las mujeres ni se puede meter a medio país en la cárcel. Es una labor, sobre todo, de concienciación social y familiar.
Las adolescentes hablan: estos son sus relatos
Las chicas de 13 y 14 en Mozambique son muy niñas. No están especialmente desarrolladas, y la mayoría son muy bajitas y delgadas. Muchas de ellas parecen mucho más pequeñas que una adolescente española de esa edad. No hay hambre en el país, pero sí muchas zonas con malnutrición crónica. Algunas de estas adolescentes han sido víctimas de malos tratos desde muy pequeñas, sin entender siquiera lo que les estaba pasando. Mientras sus maridos les reclamaban ser mujeres y comportarse como tales, ellas aún vestían camisetas con dibujitos de Minions.
—Me llamo Mendina. El hombre con el que me casé trabajaba en el puerto, en Nacala, pero solía venir a mi pueblo. Me convenció diciendo que podría seguir estudiando, que me ayudaría. Acepté porque no tenemos buenas condiciones de vida aquí, somos muy pobres, y yo quería ir a la escuela. Luego me quedé embarazada, y el bebé murió al poco tiempo. Yo tenía 14 años; él, 23. Yo era pequeña y débil. No podía lavar la ropa ni hacer las tareas de la casa. Me obligaba a hacer un montón de cosas. Me pegaba. Me insultaba. Era muy violento. Luego me quedé embarazada otra vez y empezó a pegarme más y a decirme que ese bebé no era suyo. Al final se acabó marchando y no lo he vuelto a ver. Yo volví a mi pueblo. Ahora vivo con mi hija Yumina, que tiene un año, en la casa de mi hermana y sus cinco hijos.
FOTOGALERÍA: “Me casé con 14 años”
Junto a Mendina están sus padres, Ricardo y Angelina. Como tantas familias, antes no sabían que estaba prohibido que las menores se casaran. Ahora sí lo saben. Aun así, cuando se les pregunta por qué favorecieron esa boda, suspiran y señalan a su alrededor, mostrando la pobreza de sus casas, los techos de paja medio caídos que dejan entrar parte del agua cuando llueve, la escasez de casi todo. “Ya ve cómo vivimos”, se defiende Ricardo. “Pensamos que nuestra vida mejoraría con la boda. ¿Qué íbamos a hacer?”.
Narran su día a día. Cómo se levantan a las tres de la mañana para ir a cultivar sus campos, que están a unos 10 kilómetros. Cómo pasan allí todo el día hasta las 12 más o menos, cuando el sol arrecia y no se puede aguantar el calor. Cómo mandan después a las niñas al río, que está a unos 40 minutos de distancia caminando, a llenar baldes enormes con agua que recogen de unos charcos que se forman junto a la orilla y que llevan de vuelta al pueblo sobre sus cabezas. En el río también lavan la ropa, y la ponen a secar, y se bañan. Cuando van a la escuela, muchas veces llegan tarde y las niñas están ya tan cansadas que se quedan dormidas. Ricardo y Angelina subrayan que ahora son conscientes de que Mendina tiene que estudiar y de que no debió haberse casado, pero dicen que, en las condiciones tan difíciles en las que viven, cada uno hace lo que puede.
A Belita también le pegaba y la humillaba su marido. Es un patrón: veinteañeros que se casan con crías de 14 años y luego enfurecen y les dicen que no saben ser buenas esposas. “Un día, mi marido llegó a casa y me preguntó qué había cocinado”, recuerda. “Cuando le dije que nada, me dio una paliza. Yo estaba embarazada”. Este hombre también acabó desapareciendo cuando nació el bebé, Albertino. Belita vive ahora con su hermana y sobrevive haciendo galletas y mandioca cocida con salsa de tomate y vendiéndolo en el pueblo.
FOTOGALERÍA: Comida y agua
Cuando hablan de “matrimonio”, estas muchachas se refieren casi siempre a uniones informales que no pasan por el Registro Civil. Simplemente, se van a vivir con el hombre que les ha pedido que se casen. Los nacimientos muchas veces tampoco se registran, así que en estas comunidades la gente no tiene muy clara su edad ni tampoco la edad de sus hijos. Que el registro empiece a operar con eficacia es otro objetivo prioritario para las autoridades, porque probar cualquier cosa sin papeles que lo respalden es muy complicado.
Volver a ser niñas
Mendina y Belita van una vez a la semana a una terapia de grupo con otras chicas que se han casado siendo menores o que han sido víctimas de violencia sexual. Las historias que se escuchan son espeluznantes. La más pequeña de todas, de apenas 13 años, que parecen ocho, relata con la mirada fija, y sin decirlo de forma explícita, cómo su tío la violó una noche. Y Mendina llora inconsolable cuando cuenta la historia de su marido maltratador. Después de cada intervención se acercan las unas a las otras, se sonríen y se abrazan fuerte. “Las amigas son muy importantes”, dice Belita. “Cuando hablo con ellas estoy mejor”.
La terapia de grupo la lleva una psicóloga, Celeste Fabiao Chinsipo, una mujer dulce y amorosa que está en contacto constante con las chicas y que insiste en la importancia de que vuelvan a ser niñas. “La realidad es que algunas de ellas no lo han sido nunca, tampoco antes de casarse”, explica. “No han tenido acceso ni a lápices de colores. Aquí colorean, saltan, y se las ve felices haciendo todas estas cosas a pesar de tener ya 15 o 16 años. Han vivido cosas muy fuertes. Alguna se ha intentado suicidar. Son muchos los traumas que han pasado. Ahora están amamantando y cuidando todo el día a sus hijos sin estar psicológicamente preparadas para ello. Y en muchos momentos, además, creen que es culpa suya lo que les ha pasado. Yo les prohíbo decir nada malo de ellas mismas. Tienen que aprender a quitarse ese sentimiento y a volver a construir sus sueños. Pero no es fácil”.
FOTOGALERÍA: Capoeira y lápices de colores
La escuela es una obsesión para todas ellas. Es lo único que desean. Lo repiten una y otra vez en cada conversación, en cada entrevista. Que solo quieren que les faciliten los cuadernos, los lápices, el uniforme y los zapatos que obligatoriamente tienen que vestir en el colegio para poder estudiar. La mayoría se van a incorporar el nuevo curso escolar, que empieza en febrero.
Algunos colegios están perfectamente construidos y cuidados. Otros no. El de Joanita, por ejemplo, tiene muchas paredes destruidas por los ciclones, de forma que ni la separación entre aulas es tal. Pero a ella le da igual. Sabe que solo estudiando le podrá ir mejor en la vida. Casarse otra vez y volver a vivir con un hombre se ha convertido en la peor de sus pesadillas.
Todas coinciden en las mismas profesiones cuando se les pregunta sobre el futuro, sobre sus sueños: doctora, enfermera, profesora. Explican que quieren ayudar y cuidar a los demás. “Y trabajar es la única forma de salir de esta pobreza”, dice Asica Cadir Ali, de 17 años. Además, son las tres profesiones en las que sí ven a mujeres ejerciendo. No les parece un sueño del todo imposible.
Son muy conscientes del machismo, aunque no lo llamen así. Saben que las condiciones de vida de niños y niñas, de hombres y mujeres, son muy distintas. Y saben bien que la pobreza de la región no tiene el mismo impacto en el futuro de los varones: nadie espera de ellos que se casen, sino solo que vayan a la escuela para poder encontrar un trabajo y prosperar. “Los hombres hay muchas cosas que no hacen”, dice una de ellas. “Las niñas y las mujeres vamos a por agua y ellos la desperdician. Nosotras cocinamos, lavamos, cuidamos a los niños, y además también vamos a la mashamba con los hombres a cultivar la tierra. Tienen muchos privilegios desde que son niños”.
La tasa de alfabetización habla por sí sola de la desigualdad. La brecha de género es brutal. En Mozambique, el 28% de los hombres no sabe leer ni escribir, pero en el caso de las mujeres la cifra se dispara hasta el 51% según los datos del Instituto Nacional de Estadística mozambiqueño de 2019 y 2020.
Además de la terapia de grupo, y de terapias individuales en las comunidades para las chicas que viven más lejos, como Joanita, el gran momento de la semana son las clases de capoeira en un pabellón en Monapo. Una veintena de chicos y chicas van dando volteretas, brincando, moviéndose bonito en parejas. Se dan palmas. Tocan el pandeiro y el berimbau. “Es un juego de confianza con el otro”, explica Joana Vasconcelos, la profesora y fundadora de la ONG Capoeira para um futuro, que trabaja con Unicef, a la que las chicas adoran. “Se trata de confiar en que el otro está ahí. De perder el miedo. De curar las heridas”. Es, desde luego, el momento en el que más se las ve sonreír. Fuera, un grafiti muestra a una niña llorando en su boda y a hombres lavando platos o cuidando a un bebé.
Suzete Nhangomele es la administradora del distrito de Monapo, una especie de alcaldesa. Es una mujer enérgica que asegura que erradicar el matrimonio infantil es una prioridad absoluta para ella. “Estoy muy preocupada por esto, y por la violencia sexual. Hay muchas niñas violadas. Algunas, por su padre o algún familiar. Otras dependen de señores mayores que se han casado con ellas. Hay que enseñarles a tomar conciencia de sí mismas. Y hay prácticas culturales que son muy dañinas, como los ritos de iniciación”.
Unos ritos misteriosos y medio secretos
Estas palabras, ritos de iniciación, se oyen una y otra vez cuando se habla del matrimonio infantil. Muchas veces se dicen en voz muy baja. Casi en susurros a pesar de ser algo por lo que pasan prácticamente todas las niñas. Pero nadie, ni las chicas ni las matronas ni los padres, quieren explicar bien en qué consisten. En principio, es sencillo: cuando las niñas empiezan a menstruar, los padres las llevan con matronas que les explican cómo lavarse, en qué consiste la regla, y les dan consejos de higiene básica. Esto sería la primera fase del rito. Después, hay una segunda en la que se les habla del “respeto a la comunidad y a la familia” y se les instruye sobre cómo deben comportarse ahora que ya son “mujeres”. Y en la tercera, la más controvertida, les enseñan cómo ser buenas esposas. Supuestamente, las tres fases se deberían hacer por separado, en distintos momentos de la adolescencia. Pero muchas veces se hacen todas a la vez, en un fin de semana, después de que la chavala haya tenido su primera regla. Es decir, a los 11, 12 o 13 años.
Después de muchas preguntas, y tras dos horas de conversación y un millón de dudas, un grupo de cuatro chicas aceptan dar más detalles sobre cómo fueron sus ritos de iniciación, los cuatro bastante parecidos.
—Nos llevaron a una casa en un bosque todo el fin de semana. Allí pasaron cosas raras. Ritos simulando que habíamos matado a nuestras madres y que las resucitábamos. Luego, las matronas nos empezaron a hablar de asuntos más prácticos. Cómo teníamos que lavarnos cuando nos viniera la regla o cómo debíamos a partir de ahora cuidar a la familia y comportarnos con todo el mundo. Teníamos 12 o 13 años y acabábamos de empezar a menstruar.
Ersane, Esmeralda, Erjulta y Gelsea son adolescentes y viven en Rapale, también en la provincia de Nampula. Las cuatro se casaron poco tiempo después de hacer el rito de iniciación, siendo menores. Las cuatro tuvieron hijos. Las cuatro se separaron. Y las cuatro luchan ahora por volver a la escuela.
—Allí nos hablaron también de nuestros futuros maridos. Nos dijeron que debemos respetarlos, que no podemos interrumpirlos, que les tenemos que hablar de manera dulce, que hay que prepararles el agua para bañarse y hacerles la comida, que nosotras nos tenemos que lavar bien antes de ir a la cama y dormir sin ropa por si ellos tienen ganas de sexo. Y que, después del sexo, debemos limpiar al hombre con una tela, ir a por agua para lavarle las manos, darle un masaje en las piernas y abrazarlo hasta que se duerma. Nos decían también que cuando estemos menstruando les enseñemos una habichuela roja para que ellos lo sepan. Y que no pongamos sal a la comida esos días para que no nos duela la tripa.
Las chicas empiezan a reírse incómodas y dicen que además les enseñaron otras cosas. Cosas que no les gustaron. E insinúan que las matronas les dieron detalles más o menos precisos de cómo se debe satisfacer a un hombre sexualmente. Sin embargo, durante todo ese fin de semana no hubo una palabra sobre métodos anticonceptivos, sobre cómo evitar embarazos no deseados. La información sexual es escasa en un país en el que el 36% de las mujeres de 15 a 19 años han estado embarazadas y tres de cada 10 tienen al menos un hijo.
“La educación sexual es un gran desafío para todos”, explica Sabine Michiels, especialista en desarrollo adolescente en la oficina de Unicef en Maputo, la capital. “Hay una plataforma online para que los niños y jóvenes de 10 a 24 años puedan plantear sus dudas y se está trabajando para llegar a ellos a través de las redes sociales. A las comunidades con poco acceso a Internet van brigadas móviles para dar charlas. Pero queda aún mucho por hacer, y los ritos de iniciación continúan perpetuando las desigualdades, promoviendo la idea de que las mujeres tienen que ser sumisas y preparándolas para un debut sexual muy temprano. Por eso es importante trabajar con las matronas para que estas ceremonias incluyan información sobre salud sexual y el deber de respetar la ley que prohíbe el matrimonio antes de los 18 años”.
Los trabajos para erradicar el matrimonio infantil pasan por llegar a todos los ámbitos: matronas, profesores, sanitarios, líderes comunitarios, líderes religiosos… “Es fundamental contar con su ayuda para cambiar prácticas tan arraigadas”, dice Suzete Nhangomele, la administradora de Monapo. “Lo que dice el líder religioso en la iglesia o en la mezquita, por ejemplo, es casi como una ley”.
Una forma de hacerlo son los diálogos comunitarios. En Topolane, Amidu Amissie, el líder del pueblo, se dirige a una treintena de vecinos reunidos en asamblea: “Tenemos que dejar crecer y estudiar a nuestras hijas”, dice. “Además, casarlas para conseguir dinero no funciona. Luego llegan de vuelta a casa, con sus bebés, y hay más bocas que alimentar, más pobreza. Las niñas que se embarazan tienen anemia, problemas obstétricos, a veces mueren en el parto, los maridos las abandonan… No podemos permitir que las traten así. Debemos velar por su futuro”.
“Nos apasionamos”
Los matrimonios de las cuatro chicas de Rapale son algo distintos a los de Joanita, Mendina o Belita. Ellas no aceptaron casarse con un desconocido ni las obligó su familia a irse con un señor mucho mayor que ellas. Las cuatro se enamoraron de chicos en torno a los 18 años y decidieron vivir con ellos. “Nos apasionamos”, dice Gelsea en portugués, idioma oficial en Mozambique por su pasado colonial que no todos hablan ni escriben a pesar de que es la lengua que se usa en las escuelas. “Vivimos juntos un año. Yo estaba bien. Lavaba los platos, cocinaba, barría, lavaba la ropa, iba a cultivar a la mashamba. Pero quería volver a la escuela. Y mi marido se fue sin decir nada antes de que naciera mi bebé”.
Enjulta también se casó porque le gustó un chico. Pero, como ocurre de forma cada vez más habitual, el líder de la comunidad los obligó a separarse informando a toda la familia de que esa unión era ilegal y de que estaba castigada en el Código Penal. Lo mismo le pasó a Ersane. Se enamoró, se fue a vivir con el chaval, se quedó embarazada, el líder del pueblo les dijo que estaba prohibido y regresó a la casa de su tía Rosalina con su hijo Venicio, un precioso y enorme bebé que tiene ahora cuatro meses. Basta acompañarla una mañana a 38 grados a recoger plátanos, mangos, alubias y mijo a la mashamba familiar, a una hora de distancia y con Venicio a la espalda y un cubo gigante sobre la cabeza, para entender la dureza de su vida, que acepta resignada pero con la ilusión de lograr, algún día, ser enfermera.
La evolución de los datos sobre matrimonios infantiles en el mundo es esperanzadora, aunque lenta. Poco a poco van disminuyendo mientras crece la concienciación de que es una discriminación de género que hay que hacer desaparecer. En algunas zonas, el éxito es apabullante. En el sur de Asia, por ejemplo, la tasa de uniones prematuras ha descendido en los últimos años del 50% al 30% gracias a la inversión en educación y a un abordaje múltiple por parte de los gobiernos. “Hay algunos programas exitosos en estos países que dan dinero directamente a las familias pobres con niñas para asegurarse de que van a estudiar hasta la secundaria, por ejemplo”, explica Nankali Maksud. “En otros lugares del mundo se va avanzando también, pero más despacio. Y se trata de una violación grave de derechos humanos básicos”.
Algunas de estas chicas tienen a veces las caras más tristes del mundo. Como Joanita, que no habla con nadie de lo que le pasó. “No quiero problemas. Por eso no hablo. Nunca hablo. Me parece que todo el mundo se ríe de mí”. Es una sensación compartida. Aunque casarse siendo menor de edad es aún una práctica habitual en Mozambique, todas creen que está mal visto. Y más cuando han tenido que volver a casa con un bebé y sin padre. Son adolescentes con la autoestima rota.
Por eso, las psicólogas, las técnicas de las ONG y la profesora de capoeira tienen una única obsesión: que recuperen sus sueños, que no dejen de creer que sus vidas pueden cambiar. La traductora que nos acompaña, Amelina Nhachunge, una mujer resuelta y llena de fuerza, tras una de las sesiones del grupo de autoayuda en la que han llorado, se han dicho cosas bonitas a sí mismas y se han abrazado, les contó su historia:
—Yo no vengo de un barrio rico de Maputo. Mi familia es muy pobre también, como las vuestras, y, esforzándome mucho, he conseguido ser traductora, ganar un sueldo digno, viajar. Así que vosotras lo podéis lograr igual que yo. Estudiar, trabajar y tener una buena vida es posible. Adelante.
De repente, todas fijan su atención en ella. Sonríen. Le hacen preguntas. Y piensan que quizá, a pesar de todo, puede haber esperanza.