¿Quién quiere vivir en un internado?
Miles de adolescentes siguen llenando los colegios para internos en España. Sus familias buscan excelencia o que su estancia en ellos enderece el camino de sus hijos
“A ver, yo esto me lo imaginaba, yo qué sé, como un centro de menores de esos para chicos que han hecho algo, que han robado… Y no es así, para nada”, dice Endika, madrileño de 15 años, en la puerta de la residencia de estudiantes de Muga de Sayago, un pequeño pueblo de Zamora, casi en la frontera con Portugal. A unos 750 kilómetros y varios mundos de distancia, Struan, de 17 años, con madre escocesa y padre hongkonés, en una sala común de la residencia de estudiantes de Sotogrande International School, un elitista paraíso de actividades extraescolares en la provincia de Cádiz, añade: “La gente se cree que nos mandan aquí porque nuestros padres no nos quieren, pero no es verdad, estamos aquí porque nos gusta”.
Vaya usted a saber lo que se cree la gente sobre lo que son y lo que no son los colegios internos para estudiantes de primaria, secundaria y bachillerato. Puede que la percepción social los sitúe en un marco extraño, a mitad de camino entre una historia jalonada de ejemplos oscuros —y hasta escalofriantes— y una mitología creada a partir de películas, series y alguna que otra famosísima saga de libros. Sea como sea, y a pesar de que se trata desde hace décadas de un sector en retroceso, apuntillado por la pandemia en numerosos puntos de la geografía española, miles de adolescentes siguen pasando el curso en esos lugares (más de 13.000 en 2021, según las cifras del Ministerio de Educación). Y al menos algunos de sus internos aseguran que están allí porque lo han elegido. Pero ¿cómo son realmente los internados del siglo XXI y quién y por qué manda hoy a sus hijos allí?
Hay muchos tipos de colegios con residencia: públicos, concertados y privados; religiosos y laicos; masculinos, femeninos y mixtos; enfocados a un público más local o internacional… Pero lo cierto es que, por mucho que hayan cambiado y, con toda seguridad, mejorado, siguen cumpliendo, en esencia, los dos grandes cometidos que han ofrecido desde siempre: ser un último recurso para aquellos padres que no saben cómo enderezar a sus hijos y también como hogar para los que no tienen cerca de casa el colegio que desean para ellos.
Con matices, entiéndase. Por ejemplo, ya no hay tantas zonas aisladas sin un instituto razonablemente cerca, como ocurría hasta los años ochenta del siglo pasado; a principios de esa década, había más de 72.000 alumnos estudiando en residencias. Sin embargo, sigue habiendo familias que buscan el que consideran el mejor colegio para sus hijos —por sus valores, su modelo educativo, su oferta deportiva, por unos compañeros llamados por su procedencia a formar las clases dirigentes del futuro…— y les envían allí donde esté, si se lo pueden permitir.
Ana Carina, holandesa de 17 años, lleva dos estudiando bachillerato internacional en el colegio de Sotogrande, en Cádiz, junto a compañeros de entornos privilegiados de medio centenar de países: “Quería venir a España porque sentía que estaba perdiendo el español que aprendí en Panamá [donde vivió tres años] y quería que fuera en el sur de Europa, por el buen tiempo”. Ella fue la que decidió que quería vivir esa experiencia, explicaba en mayo pasado, en mitad de los exámenes finales, aludiendo a una difusa ilusión infantil nacida a partir de la lectura de la saga de libros de Harry Potter, cuyo escenario central, como casi todo el mundo sabe, es el internado Hogwarts para jóvenes magos.
Por las mismas fechas, Jimena, que tiene la misma edad y que también asegura que estudia interna porque así lo ha elegido, admitía que aún hay padres que usan el nombre de su residencia, Muga de Sayago, para amenazar a sus hijos: “Muchas veces vienen a ver la residencia solo para decirles: ‘Mira el sitio al que te voy a traer como te portes mal y no saques buenas notas’. Pero no es así, este sitio no es malo, el trato es superbueno”, asegura.
La residencia escolar de este pequeño pueblo zamonarano no es pública, pero casi. Desde luego, tiene un coste bastante asequible —3.360 euros al año frente a los entre 40.000 y 50.000 que cuesta, sin extras, Sotogrande— y ha recorrido un camino muy parecido al de los internados escolares públicos. Estos, según explica Carlos Marchena, inspector de educación durante muchas décadas y asesor del Ministerio de Educación, nacieron en los sesenta y se extendieron en los setenta de la mano de las autoridades del tardofranquismo, convencidas de que se estaba perdiendo mucho talento en los pueblos pequeños y remotos por no darles acceso a la enseñanza. Sin embargo, con el paso de los años y la extensión de la red de colegios e institutos, esas residencias fueron perdiendo alumnado y especializándose en la atención a chavales con problemas de comportamiento, esos que en no pocas ocasiones necesitan salir de su entorno para tener más posibilidades de centrarse. “En muchos de ellos, para la admisión es necesario un informe de los servicios sociales”, asegura Marchena.
Así, fundada a finales de los años cincuenta por el padre José Luis Gutiérrez para atender a los jóvenes desfavorecidos de la comarca, la residencia de Muga brinda hoy a los adolescentes, según su web, “un entorno equilibrado y estimulante”. Jose María Calabaza, encargado de la residencia donde trabaja desde hace 30 años, va mostrando sin prisa unas instalaciones enormes y envejecidas que llegaron a acoger a más de 400 residentes y que hoy suman 70: mitad chicos, mitad chicas. Antes estaban en edificios distintos, pero el curso pasado, para reducir costes, reunieron sus dormitorios en uno solo, aunque en zonas bien separadas; las residencias mixtas tienen siempre algún obstáculo físico, con puertas cerradas por las noches y vigilantes que hacen de barrera entre las habitaciones de ellos y las de ellas.
El paseo por la residencia de Muga, gestionada por una asociación cultural, es como una viaje en el tiempo, a los años sesenta, setenta, tal vez, entre las baldosas de terrazo de canto lavado algunas paredes y los cristales esmerilados de algunas puertas, de la cocina y el comedor con sus bandejas de latón, a la sala de vídeo que ya casi no se utiliza, las salas de estudio (también separadas por sexos) y hasta la zona de ocio: un sótano acondicionado que tiene un pequeño escenario a un lado, al otro una tienda de chucherías que abre los fines de semana y juegos en el medio, entre los que destaca un viejo futbolín.
Llegados sobre todo de la provincia de Zamora y el norte de Cáceres —aunque también los hay de Valladolid, Segovia, Asturias…—, los chicos estudian en el instituto de enfrente, el José Luis Gutiérrez. Su origen es la academia que creó, como un todo junto al internado, el padre fundador y que se convirtió con el paso de los años en un centro público, pero perteneciente al Ayuntamiento. Esto, entre otras cosas, convierte a los profesores en empleados municipales, lo cual supone ciertas desventajas respecto al resto de docentes de la enseñanza pública (que dependen de las comunidades), en cuanto a sueldo y condiciones laborales. Sin embargo, casi todos ellos —al igual que los trabajadores de la residencia— llevan décadas trabajando allí, a pesar del esfuerzo permanente que requiere la atención a un alumnado muy complicado.
Aunque quizá precisamente el trabajo con estos adolescentes es lo que los engancha al lugar. “Los milagros educativos existen”, señala, echando mano del lirismo, Ángel Bravo, profesor de Filosofía en Muga desde hace 30 años. No todos llegan a centrarse y sacar los estudios adelante, claro que no, pero muchos sí y, de los que terminan el bachillerato y van a Selectividad, “todos aprueban”, asegura con orgullo el director del instituto, José Javier Luengo (otros 33 años allí). No parecen tener recetas especiales, más allá de fijar unos horarios estrictos de estudio por la tarde, estar encima, escuchar y apoyar. Y ahora, además, ayuda mucho el hecho de que hay pocos alumnos por aula.
“Son como clases particulares, sobre todo en bachillerato”, explica Jimena sentada en la acera frente al instituto. “En mi clase somos ocho”, añade Sandra, cacereña de 16 años que en su antigua escuela tuvo “muchos problemas con mucha gente” que se metía con ella, asegura, simplemente porque le gusta mucho estudiar. Es evidente que muchos, tal vez la mayoría, no llegan allí por decisión propia como Jimena, y que a buena parte les cuesta, al menos al principio, adaptarse. Alguno todavía va a ratos, entre altos y bajos, después de todo un curso, admite un chico madrileño de 17 años que menciona, sin querer dar detalles, varios episodios de bullying que le llevaron a Muga. También se une Endika, que un rato antes contaba en un pasillo del instituto (le acababan de echar de clase) que en su antiguo centro no estudiaba nada y, además, la liaba: “Me decían cualquier cosa y yo decía: ‘Vamos’. No me lo pensaba. Y ahora a lo mejor me lo pienso”.
A veces hay problemas, como algunos pequeños robos entre los residentes y, por supuesto, a cuenta de unas relaciones amorosas que a esta edad, ya se sabe, vienen y van… Y, cuando llega el conflicto, no es fácil encontrarse a todas horas, es cierto, pero las cosas pasan y se olvidan, añaden. Pero insisten en eso que dicen muchos de los que han vivido en internados, incluso aquellos que no han tenido buenas experiencias en ellos: allí se hacen amigos para toda la vida.
La historia de Jimena ilustra perfectamente la atracción que acaba ejerciendo el lugar al menos en algunos. Llegó con 12 años, siguiendo a su hermana mayor, que llevaba un camino académico bastante torcido, pero un incidente la devolvió a su pueblo en el norte de Cáceres: la pillaron fumando porros con unos chicos mayores. Sin embargo, a Jimena le había gustado tanto la experiencia que, en cuanto tuvo oportunidad, convenció a sus padres para regresar al colegio, lo cual ocurrió hace dos cursos. “Aquello que hice fue una tontería que no tenía que haber hecho, pero ya ves…”.
“Al que se le pilla con drogas, está fuera”, dice tajante el director Calabaza. En el Sotogrande International School, donde hacen test para detectar si alguno consume, primero se les da un aviso, se les hace seguimiento y, si hay una segunda vez, es cuando se tienen que ir.
Los internados —que en muchos casos evitan esta palabra y solo usan residencia— han de lidiar con una herencia tan pesada como negra, con ejemplos de abusos, castigos y ambientes irrespirables que llegaban a dejar en algunos casos cicatrices psicológicas indelebles; la psicoanalista británica Joy Schaverien popularizó hace algo más de una década el concepto del “síndrome del internado”. Andrew J. Martin, profesor de Psicología de la Educación de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia), ha investigado sobre el ambiente escolar y los resultados académicos de los alumnos de internados en el Reino Unido, Estados Unidos, Canadá y en su país. Y, preguntado por el síndrome, responde: “No hay duda de que los estudiantes han tenido experiencias muy difíciles y dañinas en internados. En los países que hemos investigado, el sector se ha esforzado por modernizarse. De hecho, en nuestros trabajos hemos encontrado relativamente pocas diferencias entre los estudiantes internos y externos en la mayoría de los factores académicos y socioemocionales”. Los buenos internados —al menos en España, aún hay algunos con mala fama—, según el profesor Martin, estarán especialmente atentos a todos los temas conflictivos, sean las drogas, las relaciones o el uso y abuso de las pantallas.
En Muga, por ejemplo, los educadores pasean por los pasillos por la noche y, al que pillan enganchado —”con la luz del aparato, es muy fácil verlo”, dice Calabaza—, se queda sin móvil una semana. En Sotogrande, cortan el wifi a las once de la noche (en Muga no hay, tienen que usar los datos móviles) y los pequeños, los de 12 y 13 años, deben dejar todos sus aparatos electrónicos por la noche guardados en una caja en el vestíbulo.
A Ana Carina le gusta tanto vivir en ese colegio gaditano que le parece estupendo hasta en esas normas restrictivas: “Es bueno tener un orden, sin él, con nuestros padres lejos, no podríamos cuidar de nosotros mismos, porque no somos adultos plenamente funcionales”. Junto a ella, otros cuatro compañeros cuentan su experiencia en la residencia: Struan, al que ya conocemos; Denis, de 18 años, su padre es de Eritrea y su madre de Ucrania, los dos trabajan para la ONU; Parmise (16), estadounidense de origen iraní, y Emilio, un joven malagueño de 16 años que, googleando sobre colegios con bachillerato internacional, dio con este y convenció a sus padres (abogada y notario) de que le enviaran allí.
El centro de Sotogrande —que pertenece al grupo Inspired, junto a otros 110 colegios privados de 24 países del mundo— tiene 1.300 alumnos, de los que 160 residen allí. Los estudiantes pueden elegir todo tipo de actividades extracurriculares, que el colegio se esfuerza en acomodar al horario del alumno solicitante antes, después o entre las clases: arte, teatro, música o deporte, cualquier deporte. De hecho, no pocos han elegido este colegio porque tiene un acuerdo con la Jason Floyd Golf Academy para que sus alumnos reciban clases de ese deporte en el cercano campo del Club San Roque. Ofrecen varias modalidades, las más avanzadas y con más horas, para chicos y chicas que se han marcado como objetivo conseguir una beca deportiva para estudiar la carrera en alguna universidad estadounidense y, ¿quién sabe?, tal vez desde allí llegar al circuito profesional.
Los residentes valoran mucho ese mundo de posibilidades, pero también el hecho de vivir con compañeros de tantos lugares distintos del mundo.
Durante la charla, los alumnos parecen perfectamente conscientes de que son parte de la pequeña porción más privilegiada de la humanidad. Algo en lo que, por otro lado, insisten constantemente en el colegio, con actividades de concienciación y de voluntariado que les hagan entender que esa posición en el mundo les exige un compromiso.
Tienen gestos, por ejemplo, el de estar obligados a lavarse ellos mismos la ropa, lo cual —aunque está muy lejos de lo que ocurre en Muga, donde los chavales hacen por turnos la limpieza de los dormitorios, sirven la comida y lavan la vajilla—, les sirve a los chicos además para sentirse maduros e independientes. “Me encanta la independencia que tengo aquí. Cuando vienes a un internado, maduras muchísimo y muy rápido”, dice Parmise. Y Ana Carina insite en que son ellos los que han de convencer a la familia para estar allí: “Definitivamente, creo que son nuestros padres los que nos echan de menos en casa y los que preferirían que estuviéramos allí”.
Evidentemente, las islas Vírgenes, donde vive la familia de Ana Carina, quedan un poco retiradas como para estar yendo y viniendo desde Cádiz, pero, en muchos casos, los internos pasan los fines de semana en casa. En Muga, muy pocos se quedan sábados y domingos; para los que no puedan ir a buscarlos, ponen autobuses hasta Zamora y Valladolid. Algunas residencias, incluidas casi todas las públicas, de hecho, cierran desde el viernes por la tarde hasta el domingo a última hora.
En el colegio Manuel Peleteiro de Santiago de Compostela, que acogía el curso pasado en régimen de internado a 44 de sus 1.400 alumnos, la recomendación es que se vayan a casa, los que puedan, al menos uno de cada dos fines de semana. A Roque, por ejemplo, le suele ir a buscar su madre, Patricia Quintel, desde A Coruña, a unos 50 minutos, todos los viernes, a no ser que haya exámenes, entonces se queda porque en el Peleteiro tiene profesores de apoyo. “Lo trajimos porque queríamos que madurara un poco y, al mismo tiempo, se centrara en sus estudios: estaba muy disperso”, contaba Quintel, que se dedica “a los seguros”, igual que su marido. El matrimonio no tiene duda de que acertaron en la elección de modelo y centro educativo: “Está feliz. Dice que esto le ha cambiado la vida”. Walter del Río, práctico del puerto de A Coruña, y Marta Vázquez, empresaria, llegarán un poco más tarde a recoger a sus dos hijos: Luis (14) y Pedro (17). Y su explicación es diáfana: “Fue una búsqueda académica, queríamos el top de los colegios. Y nos cogieron a los dos. Pero traerlos desde Coruña todos los días nos hacía mucho impacto”.
El Peleteiro, fundado en 1965, tiene fama de ser académicamente excelente, en Santiago de Compostela y en toda Galicia. Siempre tuvo una parte de internado que, como en todo el sector, fue menguando, explica el responsable de la residencia, Juan Bautista Lestón. El perfil de los residentes también ha evolucionado: “Antes era el del chico que necesitaba que estuviéramos muy encima porque no iba bien, así que le mandaban aquí. Ahora, sin embargo, la mayoría son buenos estudiantes”.
No se puede decir que el Peleteiro sea un punto intermedio entre Muga y Sotogrande, pues en todos los sentidos está muchísimo más cerca del colegio gaditano que del zamorano, con sus instalaciones para actividades de música y arte, su gimnasio y su piscina, su acuerdo con el equipo de baloncesto de la ACB del Obradorio para acoger a los jóvenes de otras comunidades que juegan en su cantera… Sin embargo, ofrece una tercera perspectiva en este viaje, la de un centro con fuerte atracción regional y creciente en el ámbito nacional (hay alumnos de Madrid, de Lanzarote) y que aspira a consolidar su nombre a nivel internacional.
“Yo soy de Guinea Ecuatorial, ¿sabes? En el centro de África”, explica Ricardo (17 años) sobre su país, en el que viven sus padres (ingeniero informático él y licenciada en ADE que trabaja en una empresa, ella) y sus dos hermanas menores. “Tenía claro desde pequeño que había que venir a estudiar a España los últimos cursos, porque la educación es mejor aquí”, añade. Así que, hace tres años, visitaron varios colegios y se decantaron por el Peleteiro, donde Ricardo llegó a los 15 años para estudiar 4º de la ESO.
Los precios de este centro privado ―una media de unos 15.000 euros al año para los que se quedan en el internado― no son ninguna broma ―es equivalente a un salario mínimo interprofesional―, pero deja abierta la puerta para familias de economía desahogadas, aunque no lleguen a la zona de privilegio que habitan los chicos y chicas de Sotogrande, pero también a otras que hacen grandes esfuerzos para darles a sus hijos la que les parece la mejor educación que pueden tener.
A Ana (17 años), sus padres, que tienen una tienda en Vilagarcía de Arousa, la enviaron interna al Peleteiro a los 12 años precisamente por eso: llegaron a la conclusión de que es el mejor colegio. Ahora que ya está en bachillerato, Ana explica que tiene que esforzarse mucho para conseguir la nota que le dé acceso a la carrera que quiere en una universidad pública, pues la privada está descartada por su coste. “Además, mis hermanas pequeñas tienen pensado también venir aquí, aunque solo para bachillerato; una tiene dos años menos que yo y la otra, cuatro”, añade.
Tengan o no esas cuitas entre universidades públicas y privadas, muchos compañeros sienten la presión por las notas, y unos lo llevan mejor que otros. Rosalía (16), por ejemplo, llega a la residencia hecha un tomate del disgusto; un profesor le ha dicho que no le va a poner la buena nota que ha obtenido en el examen de recuperación, sino que se va a quedar con un aprobado. Juan Bautista, el director, trata de que se calme, que relativice y que disfrute del día. Estamos a 20 mayo y el colegio celebra su fiesta anual, con carreras, todo tipo de juegos, concursos gastronómicos, yincanas y karaokes, competiciones deportivas que incluyen un partido de baloncesto entre profesores y alumnos. El director del colegio, Luis Peleteiro, hijo de los fundadores, va para arriba y para abajo, de sarao en sarao. Le preguntamos qué le aporta al proyecto la residencia. “¿A nosotros? La pregunta es qué les aporta a las familias. Nosotros lo que tratamos es de darles un servicio”. Un servicio que, pese a todo, a su historia y su pérdida de alumnado, sigue existiendo, simplemente, porque sigue teniendo público.
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