De las pasarelas a TikTok: la fiebre por la moda de los noventa se extiende sin remedio
Vuelve la estética de una época excesiva y sexi que fue fundamental en la educación sentimental de varias generaciones
Que en la boda de Kourtney Kardashian, en mayo de 2022, la mayoría de las invitadas fuesen vestidas con prendas originales del archivo de Dolce & Gabbana era, además de una señal de admiración a la marca, un signo de poder: desde hace tiempo, los modelos vintage de la casa italiana, sobre todo los de finales de los noventa, son uno de los tesoros más codiciados por los fans de la moda de altura. Lo sabe por experiencia propia la estilista Alba Melendo, que trabaja con artistas como Karol G y Bad Gyal, y conoce las dificultades de lograr piezas de calidad. “El Dolce & Gabbana de los noventa, igual que el Gucci de Tom Ford, son difíciles de encontrar. Es un trabajo de búsqueda, de mucho tiempo y colaboración con proveedores de moda vintage, que rastrean a su vez las piezas”. Cuenta que, hace un tiempo, después de mucho buscarlas, se hizo con unas botas de principios de los dos mil de la marca italiana. “Cuando por fin las conseguí, una celebridad intentó comprármelas. ¡Fue muy insistente!”.
Los datos ratifican su tesis. En Vestiaire Collective, uno de los puntos clave para la venta de moda de segunda mano —aunque la guerra de verdad se juega en las tiendas vintage de Los Ángeles, las mejor surtidas—, el Gucci de Tom Ford (1994-2004) se vende a precio de caviar. Un vestido de seda supera los 24.000 euros, y sus icónicas pulseras de plata en forma de esposas alcanzan los 43.000 euros. A su vez, las chaquetas de piel de Dolce & Gabbana de los noventa rondan los 5.000 euros. No extraña que los italianos hayan tomado nota, y que su colección de esta primavera esté formada por reediciones de piezas de archivos seleccionadas por Kim Kardashian, con etiquetas que indican el año en que se lanzaron por primera vez.
Dolce & Gabbana son los más audaces, pero la fiebre por los fabulosos noventa recorre las pasarelas, las tiendas de segunda mano y, sobre todo, las alfombras rojas. Melendo, por ejemplo, ha vestido en varias ocasiones a Bad Gyal con piezas originales de John Galliano procedentes de los archivos de la marca, que en ocasiones abre sus almacenes para préstamos especiales. En términos de imagen, es una operación rentable: hace tiempo que las webs de moda ya incorporan rankings con las mejores prendas de archivo que aparecen en las pasarelas.
Algunos de los diseños que recorren estas páginas son auténticos iconos de la casa, como el vestido de cuero, correas y tachuelas que Dua Lipa lució en los Grammy y que funciona casi como una metonimia del genio de Gianni Versace, que lo presentó en 1992, en la cumbre de su carrera. Si bien es cierto que el vintage como señal de poderío siempre ha estado ahí, en pocos momentos como el presente se ha prestado tanta atención a la moda de los años noventa, una era excesiva y multicolor, sexi hasta el límite y con una querencia por el lujo igualmente notable, que hasta hace poco se consideraba como una extravagancia, una era cuyos excesos acabaron pasando factura y desembocaron en el minimalismo del cambio de siglo.
En el imaginario colectivo están aquellos desfiles en el que las modelos se caían de los vertiginosos zapatos de tacón e improvisaban reptando por la pasarela (le pasó a la top española Helena Barquilla en la pasarela de Thierry Mugler), las colecciones más barrocas de Versace y las más surrealistas y enjoyadas de Jean Paul Gaultier, los fastuosos bailes de disfraces de John Galliano y aquellas fiestas llenas de vestidos de Valentino y Oscar de la Renta. También la ruptura que supuso la llegada de Tom Ford a Gucci, con vestidos que se pegaban como una segunda piel y prescindían de adornos para ceder el protagonismo al cuerpo, el sexo y un sentido del lujo —y del deseo por el lujo— preciso como un bisturí. Los noventa fueron una década en que la moda se puso tan superlativa que las supermodelos llegaron a abrir una franquicia de cafeterías —no duró mucho— y el documental que retrataba aquella locura —Unzipped (1994), lleno de correteos entre bambalinas y egos que no cabían por las puertas— tenía como protagonista a un diseñador rutilante, Isaac Mizrahi, cuya errática marca acabaría cerrando poco tiempo después.
Hoy, esas mismas marcas aparecen en las letras de hip hop y trap, en las justificaciones de los atuendos de las concursantes de Drag Race y, sobre todo, en los paneles de inspiración de los diseñadores y estilistas que manejan el estilo de ahora mismo. La moda más excesiva de los noventa está en el ADN de Coperni, de Ludovic de Saint Sernin, en los vertiginosos vestidos drapeados de Blumarine y el revival de Roberto Cavalli de Fausto Puglisi. Cuenta el industrial francés Didier Grumbach en sus Memorias de la moda (editorial Superflua) que cuando su socio Thierry Mugler comenzó a hacer alta costura, esta moda excesiva “era su sueño y creó vestidos fabulosos, pero favoreció más a la imagen que las ventas”. Hoy la marca, liderada por Casey Cadwallader, recupera aquellas referencias, pero no tiene la vista puesta en la alta costura, sino en la calle: su colaboración con H&M es una suerte de antología de iconos de la casa pensados para lucir en la pasarela de 2023, que ya no está en salones, sino en la calle, en los clubes de baile y en TikTok. Cierto es que, como todo revival, llevar estas prendas hoy no significa lo mismo que llevarlas entonces. Que hoy los quinceañeros enloquezcan cuando Naomi Campbell pisa la pasarela de Versace en Los Ángeles no es solo mitomanía, sino la demostración de que aquella época de excesos, incomodidad frívola y fotogenia extraordinaria fue también fundamental en la educación sentimental de varias generaciones que hallaron en ella diversión, cultura y una llama subversiva que aún no se ha apagado del todo.
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