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Deborah Levy: “Hay muros que se levantan con hormigón, pero también con miedo”

La autora de ‘Nadando a casa’ y ‘Cosas que no quiero saber’ regresa con una historia de sexo, poliamor y frustraciones en la que quiere dar la vuelta al cliché con un protagonista masculino bello y una mujer que lo observa. Con ‘El hombre que lo vio todo’, Levy aspira a quebrar estereotipos

La escritora Deborah Levy, fotografiada en el hotel y club privado Soho House de Barcelona.
La escritora Deborah Levy, fotografiada en el hotel y club privado Soho House de Barcelona.Caterina Barjau

Siendo una niña, en la Sudáfrica atenazada por el apartheid, Deborah Levy (Joha­nesburgo, 1959) dejó de hablar durante un año. Se habían llevado preso a su padre, historiador y activista, miembro del Congreso Nacional Africano, el histórico partido de Nelson Mandela. Su madre intentaba disimular, por el bien de los niños. Y la pequeña Deborah no entendía nada. Entonces descubrió dos cosas: que, cuando no hablas, de pronto a todo el mundo le interesa mucho lo que tienes que decir, y que una manera aún mejor de hablar sin hablar es escribir.

Una monja de su escuela le regaló un cuaderno con un lápiz y ella escribió su primer relato, sobre un gato con grandes habilidades pero muy triste. “Entender que podía traspasar mis sentimientos a un gato fue muy transformador”, recuerda ahora.

Tras publicar una trilogía memorialística (Cosas que no quiero saber, El coste de vivir y Una casa propia, todos en Literatura Random House) que le ha ganado nuevos lectores y una posición de privilegio en el mapa literario anglosajón, Levy vuelve a inventarse gatos en una novela compleja y densa con nombre de canción o de película de espías —el libro es un poco ambas cosas—, El hombre que lo vio todo.

Con un alcance narrativo que abraza tres décadas y al menos tres países, Levy parte del personaje de Saul, un historiador británico de apetitos sexuales múltiples que en 1988 está a punto de partir hacia el este de Alemania con una beca de investigación y sufre un atropello en Abbey Road. A partir de ahí, la novela se expande hacia adelante y atrás borrando las fronteras entre lo real y lo evocado.

Sus novelas y sus memorias están llenas de encuentros que parecen fortuitos —algunos tan incómodamente divertidos como el que tuvo con un escritor que le preguntó en una fiesta: “¿No cree que el éxito le ha llegado demasiado tarde?”—, y esas serendipias han sido también importantes en su vida. En su año libre entre el colegio y la universidad, trabajó como taquillera en un cine de Londres y allí conoció al director Derek Jarman, que le habló de los estudios de teatro alternativo en el Dartington College. Allí, tras un atracón de Pinter, Beckett y Chéjov, se convirtió en dramaturga y más tarde también en novelista. Su libro Nadando a casa (Anagrama), que fue finalista del Booker y transcurre en parte en la costa de Almería, se ha adaptado al cine con Fiona Shaw, Jessie Buckley y Vicky Krieps. Levy pasó por Barcelona a finales del año pasado y se hospedó, como hace siempre, en el club privado Soho House, del que es miembro. Sus salones, en los que se junta una atractiva población flotante y se mezclan los acentos, son un buen lugar para espiar conversaciones como las que se cuelan en sus libros.

Creo que es una gran admiradora de David Lynch. Y le ha salido un libro muy lynchiano.

¿Sabe por qué me gusta Lynch? Aunque lo que hace es raro, yo nunca creo que quiera engañarme, no creo que se sienta superior a mí, mirándome por encima del hombro. La manera que tiene de crear atmósferas y personajes me hace confiar en él, aunque como espectadora no siempre sea capaz de juntar todas las piezas del puzle. Dicho esto, yo planeo mucho todos mis libros. No quiero que parezca que están planeados, pero lo están. Yo tampoco quiero engañar al lector. La explicación está en el texto, aunque igual tienes que leerlo bien para obtener una respuestas. Técnicamente, El hombre que lo vio todo fue muy difícil y no sé si tendré la energía para volver a conseguir eso de una manera literaria. La estructura es como un espejo con una grieta en el medio y ves los dos lados reflejados en la grieta. Agnès Varda es otra influencia para mí. Ella tiene una forma muy humana de contar historias, con mucho humor, y además es ligera. Nos acerca a los problemas humanos y a las excentricidades de una manera que me encanta.

El protagonista de su libro, Saul, es casi un hombre-objeto. Usted se recrea recalcando lo guapo que es, describiendo sus pómulos y sus pestañas, como suelen hacerlo los hombres novelistas con sus personajes femeninos.

Quería escribir un personaje que fuera un hombre bello, y no una mujer bella. Quería darle la vuelta al estereotipo. Saul es casi como una estrella del rock, como David Bowie. Llegué a ver a Bowie en directo una vez, cuando tenía 14 años, y aún me estoy recuperando de eso. En aquella época no podía entender que Bowie acabase con Ziggy Stardust, pero él tenía que hacerlo, matar a ese personaje para poder hacer cosas nuevas, para avanzar y encontrar una nueva identidad. Como escritora en ciernes que era entonces, eso me interesaba, saber cómo creas y matas un personaje. Si un libro tiene éxito, es un poco como Ziggy Stardust, ese personaje entra en tu historia, como hizo Ziggy conmigo cuando tenía 13 años. También quería que Saul fuera la musa del personaje femenino de mi novela, Jennifer, a quien conocemos a los 24 años. Es una edad interesante, en la que estás buscando tu camino en el mundo. Ella le dice: “Nunca puedes describirme, no puedes hablar de mi cuerpo”. Le está censurando. Él le pregunta por qué y ella le contesta: “Porque solo tienes palabras viejas para describirme”.

Deborah Levy, fotografiada en Barcelona.
Deborah Levy, fotografiada en Barcelona.Caterina Barjau

Aparte de este hombre bello y esta mujer que observa, ¿qué más había en el germen de esta novela, su primera ficción después de tres libros autobiográficos que han sido muy bien acogidos?

También quería explorar la idea de cómo contamos la historia en las familias. Si tú estás contando un relato, quizá tu hermana está ahí y te contradice, y entonces vais arriba y abajo de ese relato, reescribiendo. Quería extender eso a un lienzo más amplio. Con respecto a Alemania, siempre me pareció inverosímil que hubiera un país entero que existía un lunes y que había dejado de existir un miércoles. Pero ese país en realidad seguía existiendo dentro de sus ciudadanos. Puedes derribar el Muro, pero el país sigue ahí. Cuando me puse a escribir el libro, Trump estaba en el poder, hablando de construir muros, y mi país estaba inmerso en el shock del Brexit, que de alguna manera también es un muro. Tengo la sensación de que hay muros que se levantan con hormigón, pero también con miedo. Existen todos esos clichés sobre la Alemania Oriental y la Stasi, sobre el Estado que vigila, pero no puede mirar en nuestro interior. Lo hacen de una manera parecida a como los niños pequeños miran a sus padres. Los niños siempre observan y se preguntan: “¿Está enfadada mamá?”.

Eso se parece a una cita que hay en uno de sus libros, una frase de Marguerite Duras que dice algo así como “nuestras madres siempre serán las personas más extrañas a las que conoceremos”.

Sabía cómo decir las cosas, Marguerite Duras. La manera en la que intentamos escapar de la mirada de nuestros padres para montar nuestra propia vida siempre es muy interesante. Los niños tienen una mirada muy pura y no creo que sea sensiblero decirlo. Luego van a la escuela y aprenden a esconder lo que sienten.

Sus padres como pareja eran, ante todo, improbables. No era lo más esperable que su madre, una mujer de clase alta en la Sudáfrica colonial, se casase con un hombre como su padre, un activista político sin dinero.

No lo aprecié hasta que fui adolescente, y ahora mismo, si estuviera aquí, me gustaría abrazarla por eso. Mi madre tuvo que crear sus propios valores morales, inventárselos. Su propia familia no entendía su posición, su activismo; venía de una familia de clase alta en Sudáfrica y aprendió a escribir a máquina porque es lo que hacían las mujeres de su generación. Siempre me la imagino como a la Peggy de Mad Men. Su familia no entendía qué hacía casándose con un judío sin dinero. Los padres de mi padre eran lituanos que llegaron a Sudáfrica y abrieron una pescadería.

¿Diría que utiliza partes distintas de su cerebro cuando escribe ficción y cuando escribe sus memorias, que bautizó como “autobiografías en construcción”?

Creo que utilizo la misma. Las técnicas narrativas son las mismas en los dos casos. En la ficción, volviendo a David Bowie, puedo crear personajes que manejan mis preocupaciones, mis intereses, lo hacen por mí. Para escribir no ficción tenía que encontrar una voz que estuviera cerca de mí, pero no fuera yo.

Deborah Levy, fotografiada en Barcelona.
Deborah Levy, fotografiada en Barcelona.Caterina Barjau

¿Cree que encontró su Ziggy Stardust, el personaje que le permitió contar su propia vida?

No, Ziggy no, pero tenía que ser una voz que llevara adelante los tres libros. Es más complicado de lo que parece, y esta conversación la tuve conmigo misma muchas veces. ¿Cómo creas una voz que no sea mayor que tú, más sabia que tú, pero que no sea más modesta que tú tampoco, que no pretenda caer bien a los lectores, que no busque su consuelo todo el tiempo? ¿Cómo creas una voz que sea tan poderosa como tú, pero también tan vulnerable? Me pregunto si los escritores hombres piensan tanto en esto. Me ha costado mucho atravesar esa pared. Además, quieres tener una distancia. Quieres ser íntima, pero también formal. Y no es una conversación en un bar, es una obra literaria, necesitas encontrar una voz que sea poderosa el lunes y frágil el miércoles, que es como somos todos. Me decía: “Hazle honor a eso, no escribas con la mitad de ti, escribe con el todo”.

Su vida estaba en un momento de transición cuando se puso a escribirla. Había tenido mucho éxito con su novela Nadando a casa, su matrimonio de más de 20 años con el padre de sus dos hijas se rompió. Fue por eso por lo que se puso a escribir en primera persona justo entonces. ¿Necesitaba dar sentido a su nueva vida?

Creo que sí. En ese momento no se me ocurrió que esa fuera la razón. Cuando empecé Cosas que no quiero saber —nadie se acuerda de ese título, por cierto, lo llaman “el libro azul”, que es el color de la edición inglesa— como una respuesta a un ensayo de George Orwell. Allí, Orwell lista los cuatro motivos por los que escribe: impulso histórico, sentido político, entusiasmo estético y puro egoísmo. Yo miré esa lista y pensé: “Estaría bien darles la vuelta desde un punto de vista femenino”. Escribí ese libro en un momento de cambios en mi vida y mi primera frase fue: “Aquella primavera en que la vida se hacía cuesta arriba y yo andaba peleada con mi suerte y sencillamente no veía hacia dónde ir, lloraba sobre todo en las escaleras mecánicas de las estaciones ferroviarias”. Esa frase me pareció extraña, pero interesante, porque a veces escribes cosas muy bellas, pero que no te interesan en absoluto. Así que seguí adelante y gradualmente empecé a encontrar la voz que buscaba.

En el último tomo de las memorias, Una casa propia, hace dialogar a su yo de 40 años con su yo de 60. El primero mira con un poco de pena al segundo y le dice: “Fíjate, a los 60 y tan sola”, pero el segundo también siente lástima del primero: “Mírate, ocultando tus talentos, esforzándote por hacer la vida más cómoda a los demás”. Recuerda un poco a lo que pasa en la novela, ahí también hablan distintas versiones de Saul y Jennifer.

Me gusta la idea, que dialoguen distintas versiones de ti misma. Si tú hablaras con tu yo de 22 años, tendrías que llamarle la atención por algunas cosas, pero tampoco querrías aplastarlo. En el mismo libro también hago que mi yo de nueve años llame a la puerta de mi casa familiar a los cuarenta y tantos. Cuando me puse a escribir eso en mi cabaña, en el cobertizo en el que escribo rodeada de manzanos, pensé: “No puedes, esto va a hundir tu libro”. Pero ahí también me ayudó David Lynch. Pensé que él haría algo así. Se trata de encontrar técnicas. Yo siempre intento que mis novelas no se comporten como novelas y que mis autobiografías no se comporten como autobiografías. Estoy influida por Marguerite Duras y Virginia Woolf, que están en todos mis libros, pero también por James Baldwin. Sus ensayos son brillantes, deslumbrantes. Baldwin dice: “Nosotros vivimos en la historia y la historia vive en nosotros”. Cuando lo leí, pensé: “Voy a escribir así, bajo este principio. Dentro y fuera”.

Crecer como usted lo hizo, en Sudáfrica bajo el apartheid y con un padre muy implicado políticamente, ¿le hizo ser más consciente de eso que decía Baldwin, de que la Historia con mayúsculas nos modela más íntimamente de lo que creemos?

Seguro. Crecí marcada por la lucha por los derechos humanos en Sudáfrica y eso me hizo desarrollar un sentido de la justicia y la injusticia. Durante años rechacé la idea de escribir sobre mi infancia, porque no pensaba, ni pienso ahora, que mi relato sea lo importante. Pero como le robé esos encabezados a George Orwell en Cosas que no quiero saber, me di cuenta de que me sería inevitable hacerlo en ese libro. Al ver eso de “impulso histórico” me dije a mí misma: “Vas a tener que hacerlo, vas a tener que volver a cuando eras una niña en Sudáfrica y ver qué hacía el apartheid a las personas. Vas a tener que volver a la desaparición de tu padre”. No tenía ningunas ganas de hacerlo, pero ahora estoy satisfecha de haberlo hecho. Fue muy doloroso. Así que sí, la idea de que vivimos en la historia y que la historia vive dentro de nosotros es muy aguda para mí.

Dejó de hablar durante un año, cuando tenía unos cinco años. Y ahí es cuando empezó a escribir.

Para mí, dejar de hablar fue una decisión. Es difícil de entender esa decisión. Recuerdo ese año de silencio y creo que fue porque estaba abrumada por todo lo que estaba pasando. Mi padre desapareció, había conversaciones sobre torturas de presos políticos, mi madre trataba de que todo pareciera feliz y normal. Yo tenía miedo, estaba asustada y preocupada, y creo que ante todo eso decidí dejar de hablar. También descubrí en ese tiempo el poder del silencio. Si no hablas, de pronto todo el mundo quiere escucharte. Los niños en la escuela, que era una escuela muy racista solo para niños blancos, me decían: “¿Eres tonta?”. Y yo asentía con la cabeza. Eso también era poderoso, descubrí, porque estaban tratando de insultarme y, si yo hubiera dicho que no, que no era tonta, que era la verdad, hubieran intentado machacarme. Más adelante, hubo una monja en la escuela, era maravillosa y muy inteligente y compasiva —pienso a menudo en ella—, que me dijo: “¿Por qué no escribes tus pensamientos?”. Y ahí me di cuenta de que eran pensamientos ruidosos. Me dio un lápiz de esos de la infancia, bastante anchos y con una gomita al final. Escribí mi primer cuento, que ojalá conservase, sobre un gato con enormes ojos amarillos que hacía volteretas en las jacarandas. La lección fue, aunque no la entendí entonces, que podía traspasar mis sentimientos al gato. El gato podía volar y hacer cosas mágicas, pero se sentía muy solo. La idea de que podía traspasar mi interior a ese gato fue muy transformadora. Creo que los niños deberían escribir historias, pero no enseñárselas a nadie.

Su padre falleció durante la pandemia. Cuenta en el libro que hasta el final siempre le enviaba fotos desde la frutería, porque él tenía una capacidad increíble para saber qué fruta estaba ya madura y en estado óptimo para consumir. ¿Ha heredado la habilidad?

Poco a poco. Para los mangos, mi padre decía que hay que tocarse el lóbulo de la oreja y deben tener la misma consistencia. Y con los melones tardaba muchísimo en decidirse, tocaba los dos extremos de cada melón. Es un gran recuerdo sobre él. Yo todavía no soy tan buena en eso.

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