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Historia de Aquilino y la gravedad

Nació en un pesebre en 1716, y la Nochebuena de 1900 apareció colgado de una cornisa del madrileño hotel Jamaica, acompañado de un niño ladronzuelo y un duendecillo. Esta es la historia de Aquilino, ser semicorpóreo que cada Navidad vuelve para caerse de algún sitio

EPS 2411 PLACERES ESPECIAL NAVIDAD
Javi Aznárez

Aquilino Vázquez Entralgo tenía problemas; problemas relacionados con la Navidad, se entiende. Aquilino colgaba de un balcón cubierto de nieve. Que Aquilino tuviera problemas no representaba ninguna novedad en su accidentada vida, se llamaba, al fin y al cabo, Aquilino, y eso no le había hecho más fácil la infancia, ni siquiera en 1716, fecha de su nacimiento, hacía ciento ochenta y cuatro Navidades ya, que lucía, la verdad, como un chaval: no parecía apilar más de sesenta, cincuenta si cuidara más su aspecto, en general desaliñado y de sonrisa insólita, por infrecuente. Aquilino —justo es decirlo— no era exactamente una persona, aunque una vez lo fue y en muchos aspectos recordaba a una. Aquilino era una sustancia semicorpórea, ni espíritu ni materia, que encarnaba —o cristalizaba— si le convenía y que aún no se decidía a subir o bajar, como tantas sustancias atrapadas entre planos por juramentos de diversa índole o, de forma más frecuente, por simple estupidez. Aquilino era un ejemplo perfecto del segundo caso.

Aquilino nació el 24 de diciembre de 1716 en un pesebre de un pueblo de Santander; no en un corral o una cueva, simplemente en un pesebre: su padre era ebanista y hacía, entre otras cosas, pesebres, como podría haber hecho cunas, que también hacía, pero más en marzo, que es cuando suelen nacer en Santander los niños, mientras que las bestias comen todo el año, y por eso. El asunto es que Aquilino, que en realidad vino al mundo en una cama, pero acabó en el pesebre por indicación de la matrona, que era simbolista, se cayó del comedero a la media hora de vida o así y se hizo un chichón de los buenos en el mediodía de la frente que no le bajó del todo hasta que cumplió los diecisiete.

A los nueve se volvió a caer, esta vez de la bicicleta, que frenaba la mar de bien, pero sólo por delante y ni la mitad de bien que el propio mentón de Aquilino, que quedó clavado al suelo un par de días hasta que un amigo volvió a por él para que alguien que supiera se lo encajara en el sitio. Aquilino no volvió a sonreír hasta pasados los veinte. Y poco.

A los doce se cayó de nuevo, por un tropezón tonto que se complicó en el segundo apoyo y le dejó el tobillo caliente, dilatado y en general fuera de lugar, según pastores y médicos (en Santander, lo mismo). Nunca volvió a caminar bien.

A los dieciséis se quebró la clavícula al caer de un molino de agua que tenía el acceso mal pensado. Cayó del revés en una acequia, se sujetó como pudo a unas ortigas y hubo de sumar a la fractura la irritación de palmas, que, más que desviar el dolor, lo diversificaba, colmándole los sentidos de matices, de lo atornasolado a lo amarillento, con su punto de salado, su punto de caliente, su punto de rasposo, su punto de cegador y su punto de agudo.

Aquilino se caía siempre en Navidades, o muy cerca, por ninguna razón concreta, a menudo el propio 24, a menudo de noche. Por lo que sea. Aunque nunca tan bien como el 24 de diciembre de 1737, cuando cumplió los veintiuno y, recién empleado como mozo de obra en Santander, decidió precipitarse de un andamio y partirse el alma contra un banco de piedra que lo dejó irreconocible y le arruinó a la familia las vacaciones. Aquilino no desapareció sin más. En cuanto se le pasó el susto de ser capaz de contemplar desde fuera su propio cuerpo, le cayó la luz que siempre cae encima, con el cuadro completo: el túnel largo, los coros suaves, el picor de piel, los parientes saludando… Sonaban hasta villancicos. Al final del túnel había tres puertas, una que decía ARRIBA, otra que decía AL FRENTE y otra que decía AQUÍ, todo con mayúsculas y en tiza. Aquilino se vio con más opciones de las que había tenido en su vida. Como tiraba a continuista, echó la vista atrás y, lleno de nostalgias (aún calientes), vio cómo unos peones recogían su cuerpo malparado y lo alejaban a toda prisa de la atención de la concurrencia, con el torso hecho un acordeón y la cabeza colgando de un lado como la de un pavo, así que, sin pensarlo dos veces, abrió la puerta de AQUÍ y, a saber cómo, se vio en el mismo sitio en que había caído un minuto antes, con charco de sangre y todo, pero sin cuerpo presente ni nadie que deseara observarlo, atento como estaba el tropel a ver aupar el cadáver al interior de un carro, en el que lo descargaron los mozos como si fuera leña.

Allí comenzó para Aquilino una vida de aprendizaje de ciento sesenta y tres años, con música de Zubieta primero y de Abadía luego, antes de llegar a Pedrell, Tárrega, Albéniz y el resto, hasta alcanzar el presente, el día exacto de hoy, 24 de diciembre de 1900, a las siete y media de la noche, enseguida un poco más tarde. Vida en que aprendió que ser sustancia tiene sus ventajas como tiene sus inconvenientes, con un poco más de los segundos que de las primeras, y que la materialización sólo es posible con algo de motivación y la luz en contra, y que encarnar de cuando en cuando —aquí o allá— es el modo que una sustancia tiene, si no de evolucionar, sí de adquirir experiencia, y que el reposo sólo es recomendable durante periodos breves si se quiere evitar la dispersión molecular completa, el peligro más común entre sustancias incorpóreas con poco dominio aún —por lo sobrevenido— de su naturaleza.

Eso no significa que Aquilino Vázquez Entralgo, con nombre de notario y realidad exigua, desconociera los misterios del pasado y el futuro. Su condición de sustancia le había permitido ser novicio en el XVI, borracho de aparcamiento en los sesenta, peregrino en 1113, bailarina de ballet en la guerra del Rif (prostituta al poco) y falso Papá Noel en Galerías Preciados, en 1984. Aquilino tenía su orgullo y su currículum, y, aunque otras sustancias semicorpóreas lo aventajaban en pedigrí y mundo, pocos podían presumir de su mayor gracia: la de la resignación, que viene con la práctica y espanta toda expectativa (y, con ello, toda frustración; o la mayoría).

La cosa es que Aquilino, que llevaba años tratando de evitar cristalizar en individuos interesantes, se encontraba en la Nochebuena de 1900, por razones que no aclararemos, colgado de la cornisa del hotel Jamaica de Madrid, mientras un niño colgaba a su vez de su pie derecho y un duendecillo menudo se agarraba como podía al tobillo del niño.

Aquilino, a todo esto, era entonces (o había encarnado en) un sacerdote de Pendueles, cerca de Llanes, capaz de sostener conversaciones teológicas de cierto fuste. El niño era un niño de verdad, de los espabilados, muy adelantado a su edad, entre los seis y los ocho, según valoraría cualquiera que se diera márgenes. El duende —aunque pinta poco en nuestra historia, y sólo por casualidad— era también de verdad. Y era a la vez de mentira, pues sólo podían verlo quienes creyeran en él, que en el Madrid de 1900 eran pocos, por el auge de los toros y las cupletistas. El niño estaba allí para robar, el cura estaba allí para impedirlo y el duende, invocado sin querer por una imprecación del cura (una imprecación mal pronunciada que el duende, acogiéndose a ciertos tecnicismos, había interpretado a su favor), se aferraba con fuerza al pie del niño, porque la materialización —con gorro de punta y todo— se había producido en altura, y, si no llega a andar listo, se estampa contra la Gran Vía.

“¿Por qué habrá tenido usted que enredar, padre, de este modo inoportuno, como si hubiera de importarle a nadie lo que robo o dejo de robar?”, le decía el niño al cura, evitando en lo posible mirar al suelo. “Entiendo muy bien tu confusión”, le respondió Aquilino, “ni yo mismo lo sé. Tú ahora me tomas por cura, cuando soy en realidad una sustancia semicorpórea sin inquietudes morales concretas, y sólo por encarnar en un cura, aun de forma provisional, me he visto impelido a evitar un acto que, tal como sugieres, en nada me incumbe”. “¿Todo bien por ahí arriba?”, preguntaba el duende. “No irá a soltarse nadie, ¿no?”.

El niño empezó a contarle entonces una milonga al cura según la cual pertenecía a una familia numerosa, pero incapaz, tristemente subordinada a su infantil iniciativa. Eso justificaba en parte su irrupción en un hotel tan grande —condenado a la desaparición por su tamaño disparatado para esa zona del centro—, mientras los clientes del lugar, ajenos a todo, cenaban en el Lhardy el menú especial de Nochebuena, del consomé a la tarta de avellana, con pollo del maestro, faisán, perdices encebolladas, macaroni de la Pulla y gachas manchegas, y por eso el cura debía primero alzarlo —según pensaba el niño—, ponerlo a salvo después y por fin dejarlo libre, a lo que Aquilino respondió: “Me hablas, querido niño, como si me importara lo que cuentas. En mis frecuentes tratos con Dios he aprendido a admirar su cada vez más impersonal mirada sobre la marcha del mundo, y es mi propósito, si no imitarle en todo, sí al menos en eso, con lo que, querido niño, si eres capaz de auparte por tu cuenta hasta el balcón y salir de él corriendo, no se me dará una higa que desaparezcas, siempre que seas capaz de hacerlo en los próximos treinta segundos de vida, que es el tiempo que me llevará, según calculo, desmaterializarme y regresar a mi plano habitual, que no pertenece a este tiempo ni a ningún otro, so pena que tú o ese duende inexplicable queráis acabar vuestros días como acabé yo los míos. Una larga historia”. Así que el niño, que no entendía bien lo que oía, comenzó a escalar a toda prisa al propio Aquilino, clavándole uñas y dientes en la sotana, mientras prometía a pleno pulmón rehabilitarse, algo que nadie le había pedido, con lo que, en diez segundos o menos, niño y duende quedaban a salvo de la gravedad en una de las cuatrocientas habitaciones del Jamaica, hotel definitivamente desproporcionado que pronto habría de ser pasto de inversores —primero— y oficinistas —luego—. Y, mientras el duende de gorro puntiagudo y Aquilino desaparecían a la vez con un ¡flop! (con dos, en realidad) en la noche helada de la capital, el niño, que le había echado el ojo a un collarzuelo que asomaba de un abrigo que descansaba, desmayado, en una silla de volutas de madera y patas finas, murmuraba para sí que la mañana de Navidad podía ser tan buen momento como la noche del 24 para empezar a ser bueno, mientras salía disparado del Jamaica con el collar en la mano, saludando y esquivando a la vez a botones y porteros, muy contento, la verdad, de que un cura indiferente le hubiera salvado la vida en la noche más bonita del año: la noche en que todo cierra, salvo las iglesias y las tiendas de empeños, que, en el centro de la capital, custodian el secreto —y, por tanto, el recuerdo, y, por tanto, el sentido— de la Navidad verdadera.

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