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Algún día serás un artista

David Álvarez

La velocidad de la luz y de la oscuridad, el recuerdo de un augurio y los relojes de Hitchcock se entrelazan en las noches de insomnio de un escritor.

Las tres de la madrugada, no puedo dormir. Tal como es mi costumbre en estos casos, me levanto, hago café. La taza calienta mis manos en tanto miro por la ventana. Un fallo eléctrico ha dejado la calle a oscuras. Un rastro de luna me deja ver la bandada de pájaros que dormita en las copas de los árboles de la plaza. Mimetizados con el follaje, sus cuerpos son tan pequeños y esféricos que apenas se distinguen, pero están ahí, cada noche están. A veces se mueven. Siempre es igual. El de la rama más alta hace una leve rotación con su cuerpo, y a continuación, como cuando en el interior de un imán todos los átomos se orientan para señalar al Norte, el resto de aves durmientes efectúan en sus ramas el mismo movimiento, y tiembla el árbol, tiembla sin viento que lo agite ni seísmo que golpee sus raíces. Al principio me producía algo parecido a un mareo o a un caso de irrealidad; ahora no sólo lo disfruto , sino que lo espero. Pero hoy no, hoy no me apetece aguardar a que los pájaros hagan su truco de magia y me siento ante el televisor. Ponen la película Psicosis. Me alegra que programen películas que me gustan, pero la verdad es que permanezco ante la pantalla porque no tengo nada mejor que hacer. Dicen que por las noches los muertos resucitan; no lo creo. Lo único que puede resucitar en la noche es aquello que en la noche está muerto, lo único que la noche no tiene; la luz. Sólo de la luz puede decirse que en la oscuridad cobra verdadera vida. De algún modo yo soy esa luz, me digo, el único que aquí combate la oscuridad, no en vano sé que en mi edificio solamente yo estoy despierto, incluso sé que en el barrio todos excepto yo duermen, aunque, en rigor, eso no pueda asegurarlo. Sabemos a qué velocidad se mueve la luz, su cifra está sobradamente comprobada, pero ¿a qué velocidad se mueve la oscuridad? Cabría pensar que se mueve a la misma velocidad que la luz, y sería lógico pensar eso porque cuando la una aparece la otra se retira, pero no tengo ni idea. Lo único cierto es que el insomne pasa de la oscuridad a la luz y de la luz a la oscuridad de un modo tan rápido que ni el más veloz de los sentimientos, el amor, puede alcanzarlo.

Cuando vuelvo a fijarme en la pantalla ya no ponen Psicosis, debe tratarse de una especie de maratón de Hitchcock pues hace pocos minutos ha comenzado Los pájaros. A pesar de haberlas visto muchas veces, acabo de darme cuenta de algo que hasta hoy me había pasado inadvertido; las dos películas comienzan a la misma hora. En efecto, en los primeros fotogramas de Psicosis aparece un reloj que marca las 14.43. En Los pájaros, a los 17 minutos de haber comenzado la película, el reloj de la pared de la pajarería marca las 15.00. El hecho de que dentro del mundo en el que viven todos los relojes de todas las películas hasta las hoy filmadas, ambas comiencen a la misma hora me ha trastornado de tal modo que ya no he podido atender más la pantalla, y mientras los niños del colegio, acosados por los negrísimos cuervos corrían calle abajo y de sus frentes manaba sangre —momento que en Psicosis Norman Bates aprovechaba para ver a través de un agujero cómo se desnuda Marion—, he cogido una libreta, la primera que tenía a mano, y con un bolígrafo azul he escrito en su primera página, “Proyecto de libro de autoayuda”. A continuación he anotado algo que tenía que ver con los resucitados y con la oscuridad de la noche, y después otra cosa que hablaba de las alas de las gaviotas y de los juegos de café de los moteles, párrafos que al instante he tachado porque aquello ni era autoayuda ni era nada. En su lugar me he puesto a escribir el verdadero motivo por el que, sentado en el sofá, y ya pasadas las cuatro de la madrugada, no puedo dormir.

Hace pocos días fui a cenar a la casa de una pareja de amigos, en un barrio no muy lejano al mío; los convocados, todos conocidos, amigos incluso, no éramos más de 10. La velada transcurrió del modo esperado hasta que, tras el postre, comencé a pensar en unos trabajos que tenía que terminar y me sentí intranquilo; decidí irme antes que los demás. No es que a esas horas de la madrugada fuera a ponerme a trabajar, pero ocurre que al mismo tiempo que una buena idea de trabajo se te mete en la cabeza, nace y crece a su lado un nervioso animal que no te deja descansar. La noche era fresca, hasta mi casa a pie no son más de 15 minutos y no me vendría mal una caminata. A las dos de la madrugada enfilé la leve cuesta abajo que conduce al centro de la ciudad. Martes, salvo los gatos y yo, las calles desiertas. Comienza a lloviznar, ni tan siquiera en la ducha soporto el impacto del agua en la nuca, apuro el paso. Iba pensando en cuán diferentes y en cierto modo mausoleicos son los escaparates si sus luces están apagadas, cuando ya muy cerca de mi casa, concretamente a mi paso ante la puerta de comisaría de la Policía Nacional, soy abordado por un individuo que, joven y tambaleante, viste un abrigo raído y en apariencia varias tallas superiores a la suya. Balbucea unas palabras, creo que me está pidiendo algo pero no tengo ni idea de qué se trata. Sospecho que está ebrio, y tal como es mi costumbre en estas situaciones continúo mi camino sin prestar atención, no sin antes percatarme de que una parte de su rostro se halla cubierta de lo que parece sangre seca, y que en sus manos porta unas bolsas llenas de ropa y objetos, no sé si antiguos o simplemente viejos. Me agarra del brazo, de nuevo me exige que le dé algo, sigo sin entender qué. Con un movimiento rápido logro desprenderme, camino más rápido y oigo a mi espalda: “¡Eh, tú!”. Me giro, abre el abrigo. En su interior, de una especie de funda cuelga un cuchillo de cocina, que blande al mismo tiempo que echa a correr hacia mí. No puedo sino echar a correr también. Vuelvo la vista un par de veces, el tipo no se detiene, atravieso a la carrera el paseo de Mallorca, arteria principal de la ciudad, a esas horas no circula un solo coche, corro más rápidamente, la lluvia, junto con el polvo y la grasa que a finales de verano hay en las aceras, ha creado una viscosa y por momentos resbaladiza capa, y patino y no sé cómo me las apaño para no caerme, a mi espalda el tipo también patina, lo sé porque instantes después oigo un volumen grande y denso golpear el pavimento, creo poder respirar tranquilo pero no me fío y continúo corriendo, tras varias manzanas aún oigo el jadeo de su respiración, llego a mi calle, abro el portal lo más rápidamente posible, la luz se enciende sola, maldigo el momento en el que en la junta de vecinos voté sí al detector automático de movimiento, por miedo a que me vea esperando el ascensor, perfectamente visible desde la calle, subo por las escaleras, de dos en dos, de tres en tres, entro en mi piso y sin quitarme la cazadora ni las botas me tiro en la cama. Creo que desde que en el colegio nos obligaban a correr los 1.000 metros lisos, el corazón nunca había vuelto a ir tan rápido. Pasan muchos minutos en los que no recuerdo bien qué hago, pero sí sé que, vestido, continúo tirado en la cama. Sólo entonces comienzo a procesar lo ocurrido. Qué hacía ese hombre en la puerta de la comisaría de policía, qué me pedía, qué hubiera pasado de haberle hecho frente. Imaginemos que hubiera conseguido reducirle, qué habría hecho yo con semejante cuchillo, de qué me hubiera servido si, obviamente, yo no lo habría utilizado; y de haberlo utilizado, ¿qué puente y sobre qué aguas hubiera cruzado para no regresar jamás a mi anterior vida? Pasan los minutos, el corazón aún me tiembla, me levanto, cojo una revista, regreso a la cama, mis ojos se mueven por párrafos que no leo e imágenes que no veo, descorro las cortinas de la habitación, echo un vistazo a la calle, no sin antes apagar la luz; lo último que quiero es que ese hombre, en caso de que aún ronde por la zona, sepa dónde vivo. Nada. Tan sólo pájaros en el árbol y la noche con sus resucitadas luces. Deja de llover al mismo tiempo que amanece, un cielo rojo y maduro, pienso en una pantalla a punto de romperse. La bandada de pájaros que dormita en las copas de los árboles echa a volar, deja a su paso un estallido de alas y gorjeos. Viene entonces a mi cabeza algo que había ocurrido horas atrás, durante la cena en la casa de mis amigos.

Fue al terminar el primer plato —una ensalada de queso de cabra que ni probé pues no me gusta el queso de cabra—, y en tanto esperábamos el segundo, un pescado de temporada —llampuga, habitual de la costa mallorquina en estas fechas—, que alguien había dicho algo acerca de los beneficios de las actividades llevadas a cabo en completa soledad, para añadir que a veces los padres y los educadores, tomados por un inexplicable miedo, se preocupan cuando los niños y adolescentes están solos, temor errado pues cuando un niño quiere estar solo lo que en realidad está pidiéndonos es que le dejemos construir un mundo propio, preparar las herramientas que en un futuro le servirán para afirmarse ante los demás con una determinada personalidad y criterio. Entonces otro comensal cuenta algo de su adolescencia, algo que más allá de la masturbación acostumbraba a hacer solo, y alguien sirve más vino y otra ronda de tarta de manzana y comienza así el juego de que cada cual cuente algo singular ocurrido en su primera juventud. Llega mi turno y no sé cómo me veo desgranando una historia que nunca había contado a nadie, ni tan siquiera a los más íntimos amigos.

En mi adolescencia, transcurrida en la ciudad de A Coruña, los aficionados a la escalada íbamos a entrenar al dique del puerto, un espigón que tiene muy poca altura, no más de tres metros, pero que penetra en el mar una milla. Este dique, que además en toda su extensión tiene un paseo con vistas agradables, reúne así las condiciones ideales para el entrenamiento de escalada: la milla de longitud ofrece infinidad de itinerarios, y, en caso de caerte, sus tan sólo tres metros de altura te aseguran un impacto en el suelo un poco brusco pero en absoluto dramático. Recuerdo que era domingo y que a pesar de las no muy buenas condiciones meteorológicas me había dado por ir a escalar, cuando llegué ninguno de mis compañeros habituales estaba, lo cual era lógico en tales días ventosos. Comencé a subir y bajar por diferentes vías. Transcurrido un tiempo vi a lo lejos acercarse una figura; algún otro escalador habría tenido mi misma idea. Cuando la figura se fue haciendo grande no tardé en darme cuenta de que no se trataba de un escalador sino de una anciana. Otras veces la había visto por allí. Siempre con un abrigo pasado de moda, de color naranja, largo hasta los pies, y ojos y labios pintados de un modo que sólo podía calificarse de extravagante. Solía portar bolsas llenas de ropa, cacharros viejos y comida para gatos, criaturas que nada más sentir su presencia salían por docenas de entre los grandes bloques de piedra de la orilla, y maullando la rodeaban. Continué escalando sin prestarle atención hasta que cuando en uno de los itinerarios llego arriba, veo que ella, desde abajo, me mira con fijeza. Tras unos segundos en silencio, me señala con el dedo y dice: “Mírame bien, muchacho, no te olvides nunca de mi cara porque yo te digo que algún día serás un artista”. Era la primera vez que oía su voz. Sonreí y continué con mi actividad. Ella terminó de dar de comer a los gatos, cogió sus bolsas, echó a andar y volvió a hacerse un punto apenas distinguible en el paseo del dique. Nunca más volvería a verla.

Eso fue lo que aquella noche, en la cena, tras la ensalada de queso de cabra y la llampuga y la tarta de manzana, relaté a mis amigos, y lo que, horas más tarde, en mi casa, tras haber sido perseguido a golpe de cuchillo por un trastornado, recordé con la viveza de quien ve a un resucitado. Tuve entonces la inverosímil certeza de que lo horas atrás ocurrido había sido una especie de pago, por así decirlo la devolución de una deuda. En mi adolescencia una anciana me dicta un mensaje, un mensaje de suma importancia, me pasa un testigo que 35 años después, y acaso por cometer la indiscreción de verbalizarlo en una banal cena, de regreso a mi casa un hombre me intenta arrebatar. Dicho de otro modo: el individuo no quería robarme dinero ni ninguna otra pertenencia material, sino que devolviera las palabras, “algún día serás un artista”, que la anciana me había prestado, y que yo probablemente durante muchos años habré estado malgastando. Dar el aldabonazo final, el último clavo al ataúd de mi inspiración y por lo tanto de mi carrera literaria.

El oficio de escritor es incierto. John Berger, en una de sus más sabias definiciones, lo anunció sucintamente: “La escritura, tal como yo la concibo, no tiene territorio propio”. Pero no menos verdad es que, por eso mismo, por no tener territorio propio, escribir consiste en confeccionar historias que habrán de desaparecer, elaborar el catálogo de los libros que, precisamente, no quedarán. La única misión útil de la literatura tiene exclusivamente que ver con una relación puntal y efímera, un breve destello que podemos resumir así: anticipar el futuro del lector. Toda literatura anuncia lo que ocurrirá, ese y no otro es el objetivo de la ficción, algo que tiene que ver con el arte de la adivinación. Las Torres Gemelas ya habían caído muchas veces en las películas de Hollywood o en la Torre de Babel de la Biblia. Los humanos ya habíamos llegado muchas veces a la Luna en los libros de Julio Verne, en las películas de cine mudo de Méliès o en las inscripciones en piedra de la tradición maya. Del mismo modo, cuando ante unas páginas el lector se ve invadido por una determinada sensación, automáticamente sabe que quien las ha escrito había colocado ese detalle ahí para él y para nadie más que para él, lo que equivale a decir que quien acometió esa escritura se anticipó al lector, adivinó su futura emoción. En ese momento, quien escribe y quien lee coinciden no sólo en el espacio sino en el tiempo; sus relojes, como ocurre a veces con dos películas, y por muy distintas que sean, tienen la virtud de dar la misma hora. Bien, parece que en mi caso esa virtud se ha esfumado. No me extraña que hoy, en pie a las tres de la madrugada, llevado por el insomnio y mientras veía a trozos Psicosis y Los pájaros, haya cogido la primera libreta que tenía a mano para encabezarla con la frase “Proyecto de libro de autoayuda”, y a continuación haya escrito toda esta historia, verídica, tan verídica como que en la mirada de aquel hombre que portaba no sé cuántas bolsas vi —reconocí perfectamente— los resucitados ojos de la anciana que 35 años atrás también las portaba. La velocidad de la luz, la velocidad de la oscuridad, la misma cosa. —eps

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