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Maneras de vivir
Columna
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Sin tiempo

Las tecnologías y el actual ritmo de vida no han sido nada buenos para una chica nerviosa como yo, potencian la agitación | Columna de Rosa Montero

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Rosa Montero

La diseñadora Lupi Asensio me dijo hace unos días: “¡Las nuevas generaciones carecen por completo de paciencia! Yo voy a apuntar a mis hijos [dos, de 16 y 13 años] a un curso de carpintería o algo así, algo en lo que tengan que invertir esfuerzo durante cierto tiempo para poder ver los resultados”. Me encantó su observación, primero porque creo que ha puesto el dedo en la llaga de un problema importante, pero también porque Lupi, que es genial (es la creadora, junto a Martin Lorenz, de la preciosa imagen de España en la Feria del Libro de Fráncfort), parece una persona tan acelerada como yo.

Siempre he sido muy nerviosa; la paciencia no es una virtud en la que destaque. “La calma es la belleza del cuerpo”, solía decirme mi padre cuando yo era niña, intentando inculcarme cierta serenidad. La frase es del pintor francés Ingres (1780-1867), cosa de la que me acabo de enterar al googlearla hace cinco minutos, convirtiendo así una de las piedras fundacionales de la sabiduría paterna en una cita (admirable también, por otra parte: mi padre fue un hombre sin apenas educación formal, pero sabía mucho).

El caso es que llevo años haciendo demasiadas cosas, y en los últimos meses estoy corriendo tanto que creo que he dejado atrás mi propia sombra. Hace poco salí disparada hacia Zaragoza, tan aturdida que olvidé el móvil en casa, lo cual es aún peor que perder la sombra. Me instalé en el AVE desesperada, porque además no tenía ningún libro (en trayectos cortos leo en el teléfono). Y, cuando llevaba un rato mano sobre mano viendo pasar el paisaje, me pregunté cuántos años hacía que no miraba por la ventanilla de un tren, y me refiero a mirar de verdad, más allá de alguna ojeada fugitiva. Desde luego, ninguno de los otros viajeros del vagón estaba en una actitud contemplativa: leían, dormían, tecleaban en sus portátiles o tenían los hocicos metidos en el móvil, como yo hubiera hecho de no haberlo olvidado. No nos damos ni un momento de respiro, me dije. Hemos olvidado cómo vivir sin estar permanentemente enajenados.

Esto que acabo de escribir es una obviedad, todos nos lo decimos, todos “lo sabemos”, pero es un conocimiento que apenas resuena en un rincón del cerebro mientras nos abarrotamos la cabeza con veinte mil vertiginosas fruslerías, justamente para no tener que enfrentarnos a temas tan molestos. Aquel parón en el AVE me obligó a ser consciente de ello. Y sí, la verdad es que marea un poco pensar en todo esto.

Las nuevas tecnologías y el actual ritmo de vida no han sido nada buenos para una chica nerviosa como yo, porque potencian la agitación. Pero ahora me he igualado con los demás: todos vamos despepitados. Hay un gurú de las redes, Simon Sinek, un inglés famoso por sus charlas sobre el liderazgo, que ha puesto a caer de un burro a los millennials acusándolos de inmaduros e impacientes. Estoy de acuerdo con él, pero me parece que lo de la impaciencia es un mal general y que está creciendo de manera geométrica. Hace 30 años vi en televisión a un hombre de un pueblito andino recién llegado a Madrid que se asombraba de que la gente fuera corriendo por las escaleras mecánicas: “¡Se mueven solas y además ellos corren!”. Pues bien, yo hoy no sólo hago eso, sino que, si alguien me interrumpe el paso durante medio segundo, me entran unas feroces ganas de matarlo (e igual en los pasillos rodantes, y en las salidas de los aviones, de los autobuses, de los cines).

El escocés Carl Honoré publicó en 2004 el ensayo Elogio de la lentitud y desde entonces lidera el movimiento Slow, que aspira a reducir nuestro ritmo frenético. Cuenta Honoré que la palabra inglesa boredom, que significa aburrimiento, no existía hace siglo y medio, porque ese desasosiego que uno siente cuando cree que no está haciendo nada es una invención de la modernidad. Y también dice que el médico Larry Dossey creó en 1982 el término “enfermedad del tiempo” para denominar la creencia obsesiva de que nunca hay tiempo suficiente, que se aleja y que tenemos que pedalear cada vez más rápido para no perderlo. Muy cierto: la vida es una lucha contra el tiempo, siempre lo ha sido, y sabemos que está condenada al fracaso. Pero cuanto más desesperada sea la porfía, más perderemos. Quemamos los días en la hoguera de la agitación, en vez de vivirlos.

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