El misterio de Manuel Carrasco: cómo salir de una barriada de pescadores y acabar siendo un cantante que llena estadios
Es actualmente el cantante español que más entradas vende para sus conciertos en la escena nacional. Con una carrera de 20 años a las espaldas y unas cifras de ventas que hablan por sí solas, tiene que seguir corrigiendo a los que quieren reducirlo a un producto salido de OT. Hablamos con él de prestigio, desprecios y orgullo de clase. Y, por supuesto, de su música.
Es probable que nada de lo que crea saber de Manuel Carrasco (Isla Cristina, 41 años), si no conoce su carrera, no ha ido a ninguno de sus conciertos ni ha escuchado ninguno de sus últimos discos (acaba de publicar el noveno), sea cierto. Por ejemplo: es posible que desconozca por completo que es el cantante español con récord de asistencia a un evento de música en vivo desde que en verano fueron a verle 74.345 personas en un concierto que dio en Sevilla; es plausible que no tenga ni idea de que muchas de las canciones que con más emoción cantan los miles de fans que van a verle religiosamente a sus recitales, aunque tenga un fondo de flamenco suave (eso que algunos llaman flamenquito, denominación que él aborrece), se parecen más a himnos épicos de Coldplay que a bulerías, y es factible que ignore que lleva vendidos un millón de discos. Fue lo que le pasó, por ejemplo, al presentador y humorista David Broncano, quien, después de ver un cartel que anunciaba una actuación del artista en el Wanda Metropolitano de Madrid, dijo en la radio: “Menudo flipado. Cómo va a llenar eso si son 60.000 personas. Llenará los baños”. Tuvo que comerse sus palabras: este año Carrasco le visitó en La Resistencia y como elegante zasca le regaló el DVD de su actuación en el estadio que, por supuesto, llenó.
Es probable, sin embargo, que irremediablemente usted también asocie a Carrasco con Operación Triunfo, el programa televisivo que se planteaba como una de las pocas plataformas donde podía intentar una carrera en la música él, un muchacho hijo de un pescador y una mujer todoterreno criado junto a otros cuatro hermanos en un piso de 60 metros cuadrados de una barriada sindical de un pueblito de Huelva donde todos los hombres, en cuanto pueden, se echan al mar. “Yo intenté ir al mar también. Tendría unos 13 años. Mi padre iba a Marruecos 15 días y después, cuando volvía otros 15 días a casa, pescaba más cerca, en la costa, de las tres de la madrugada a las seis de la tarde. Es una vida bastante sacrificada y él no quería que yo me dedicase a eso. Pero me empeñé y le acompañé un día de verano. Lo recuerdo perfectamente, había muchísima niebla, me mareé muchísimo y no paré de vomitar. Les pasa a muchos, que se pegan las primeras semanas vomitando, pero siguen yendo y yendo, hasta que se acostumbran. Yo fui el que después de aquello dijo: ‘Esto no es para mí’. Y mi padre me soltó feliz: ‘Te lo dije”. Ese “te lo dije” lo pronuncia tranquilo y risueño Manuel Carrasco con su característico acento de Isla Cristina (convirtiendo las “tes” en “ch” y aspirando las “jotas”) sobre un sillón de una habitación de hotel de la que acaban de salir maquilladores y estilistas.
Con parsimonia y ordenando las palabras como si cantase una copla, explica que a sus hermanos mayores tampoco su padre les dejó ser pescadores: ahora son pintores de brocha gorda, cosa que él también fue. Su hermana pequeña (“Es muy grande. ¡Nos dirigía a todos!”) trabaja en una tienda. Como ha contado muchas veces sin rubor, de todos los miembros de la familia, él fue el único que terminó la EGB. “Tienes que imaginarte cómo era aquello: era un barrio de casas muy humildes construidas por el Instituto de la Marina de los años setenta y algunas las ocuparon incluso antes de que las terminaran, las calles eran de arena y estábamos allí todo el día jugando al fútbol. Mi ambiente ha sido de buscavidas, de mariscadores. Vivíamos un poco al día y no había noción de otra cosa. Mi madre nos criaba y a la vez iba a trabajar al campo mientras mi padre no tuvo otra opción que faenar. Tú ten en cuenta que Isla Cristina es el segundo puerto de España, el primero de Andalucía. Mis tíos, todos mis primos, la mayoría de mis amigos, todos se dedican al mar. Y bueno, imagina, mis amigos tienen las manos el triple que yo de grandes y de trabajadas”, dice mostrando sus callosos dedos, llenos de anillos de plata.
Ahora está muy lejos del mar y de sus orígenes, a pocos metros del estadio Santiago Bernabéu, el siguiente lugar que sueña con llenar, aunque no presuma de ello. Carrasco hace gala de una prudencia sabia que puede confundirse con humildad. No es un flipado, pero tampoco le avergüenza decir que nadie le ha regalado nada: “Yo soy autodidacta y le he dedicado muchas horas a aprender todo lo que conlleva esta profesión, que tiene muchos entresijos. Pero, sobre todo a nivel musical, he sido muy consciente siempre de lo que no sabía. Yo no había tocado el piano en mi vida y ahora salgo a un estadio con 70.000 personas y canto y toco al piano. He adquirido mucha más cultura musical de la que tenía. Escucho, veo, analizo la manera de escribir de otros porque me gusta entender. Del mundo indie, por ejemplo, escucho absolutamente todo, los conozco a todos. También de lo urbano. Luego yo hago lo que me sale a mí después de haber entendido todo eso. Creo que uno de mis grandes secretos es que uno tiene que ser de verdad. Uno no puede hacer lo que le gusta simplemente porque le guste. Uno tiene que hacer lo que es. ¿Entiendes lo que te digo? Por ejemplo: a mí me flipa Bruce Springsteen, pero obviamente no soy él. De hecho, tengo muchas similitudes en ciertas cosas: sus canciones están inspiradas en el lugar donde nació y me siento reconocido en eso, pero mi lenguaje y mi manera no tienen nada que ver. Él igual tuvo la influencia de Bob Dylan, por decirte algo, o de Elvis Presley. Yo la he podido tener de Camarón o de Paco Toronjo… o del mundo del carnaval”. Porque el carnaval y sus comparsas fueron fundamentales para su vocación: con 14 años, convenció a su padre para que le dejara ir a clases de guitarra con El Chicha, otro pescador que enseñaba a los niños a tocar. Recuerda perfectamente esas clases su íntimo amigo Juanan, “de profesión oficial de mantenimiento y comparsista en mis ratos libres”, dice con mucho cachondeo al otro lado del teléfono: “Le gustaba estar siempre en segundo plano porque era muy tímido, pero desde muy pequeñito ya dirigía las agrupaciones. Cuando íbamos de botellón, igual veías en la playa a grupos de chavales con el bacalao a toda mecha y nosotros ahí con nuestras canciones. Siempre tuvo sus admiradoras detrás, claro, y sus desengaños. Siempre habla de una chica de Sevilla que venía en verano y no le hacía caso. Pero a él no le importaban mucho las mujeres. Estaba centrado en componer porque necesitaba algo más, y acabó grabando una maqueta”. Nada de esto significa que fuese un santo, claro. Cuando llegó a Madrid para intentar suerte en un concurso televisivo, el propio Carrasco cuenta que “ya tenía un recorrido”.
En otras entrevistas ha contado que de los 16 a los 20 años vivió su etapa gamberra. Fumar, beber, algunos robos en huertas ajenas. En esta simplemente dice: “A buen entendedor…”. El aterrizaje en la capital no fue fácil. Deshacerse de la rémora de OT y de un debut muy exitoso, pero con el que él no sentía que estuviese respetando su verdadera identidad musical, fue complicado. Después, al inicio de su segunda década en la industria, su popularidad decayó con dos discos consecutivos que dieron un gran bajón en ventas. Los miedos e inseguridades que le generaba el mundo en el que se movía le obligaron a ponerse en manos de una terapeuta, a la que recurrió para aplacar sus demonios incluso cuando Bailar el viento, en 2015, consiguió una remontada. En 2018 le dieron la Medalla de Andalucía.
“No es fácil comprender en toda su dimensión lo fuerte que es lo que le ha pasado a Manuel, el viaje que ha hecho”, explica su mujer, Almudena Navalón, periodista y melómana empedernida que desde joven forma parte de los círculos capitalinos indies y conoció a Carrasco una noche de copas en un bar de Malasaña, donde les presentó un amigo común. A pesar de que adora visitar a la familia de su esposo y es feliz cuando va a Isla Cristina, donde se siente arropada y querida, es consciente de la brecha social que les separa —aunque nació en Huelva, se convirtió en “madriluza”, se crio en Madrid, estudió en el SEK y se licenció en Periodismo—, pero también de todos los prejuicios a los que él ha tenido que hacer frente: “Ahora no es como antes. Había mucho tabú. Eso ya se ha perdido y nadie pide perdón por ponerse un reguetón o una canción de Andy y Lucas. Cuando empecé con él, algunos amigos puristas me decían: ‘Pero ¿qué haces con este?’. Y hoy en día se llevan genial, hablan de todo y flipan, claro”. El líder de la banda rockera Sexy Zebras, Gabi Montes, es uno de esos conversos. Y en esa conversión desempeñó un papel fundamental verle en directo: “Cuando vas a un concierto de Manuel comprendes muchas cosas. Es una bestia escénica. Y aluciné con lo que vi entre el público: madres, padres, niñas, niños”, explica. Para su nuevo disco, Carrasco ha escogido personalmente un nuevo productor, Paco Salazar, el mismo que ha creado el particular sonido de Pol Granch o Alice Wonder y que ha remozado los universos de Dani Martín o Pablo Alborán. Salazar, al habla desde un estudio de grabación, sabe que lo de los productores despierta suspicacias: “Manuel compone todas sus canciones. Y si ese material no fuese bueno, por mucho que yo hiciese, no habría nada que rascar. Él te puede gustar o no, pero no hay duda de que tiene un talento innato para las melodías, algo muy potente que llega a mucha gente. Es un tipo obsesivo hasta lo enfermizo: sabe perfectamente lo que quiere. Para este disco, por ejemplo, tuvimos que regrabar voces cuando ya estábamos a punto de remasterizar. Y el caso es que tenía razón: quedó mejor”. Y habla con similar entusiasmo de los directos del artista: “Es una experiencia muy impresionante. Piensa que Manuel no es Rosalía. Es decir, al carro de Rosalía se sube cualquiera: tú o yo, aunque no conociésemos ninguna de sus canciones, podríamos acabar en un concierto de ella solo porque es ella. Pero en el caso de Manuel, cada entrada que vende es a alguien que va a verle porque es fan auténtico”. Entre esos fans hay históricas, como la gaditana Eva Barea, quien le sigue desde hace 22 años y 22 veces ha ido a verle en directo, pero también su hijo, Aimar, de 17 años, quien también es fan de Bad Bunny y Anuel. Los dos hablan desde su casa en El Puerto de Santa María, Cádiz: “Al próximo vamos juntos”, cuentan con ilusión.
La abuela de Manuel Carrasco tenía en la mesa camilla de su casa un portarretratos con la foto de Felipe González. A él no le gusta hablar de política ni dar lecciones de nada, pero de camino hacia el Bernabéu, sentado en una furgoneta con todo su equipo alrededor, sí concede que en su pueblo siempre han sido de izquierdas. Aunque ahora vive en una urbanización de clase media alta donde, cuando se lo permiten las giras, comparte la crianza de sus dos hijos con su mujer (“Nunca podría estar con un hombre que no fuese feminista”, dice ella), vuelve siempre que puede: “La vida me ha cambiado mucho, obviamente, pero yo allí sigo siendo el mismo. Hablamos mucho del carnaval, de los trabajos de allí, y mis amigos nunca me piden que hable de mí, cosa que me encanta porque vuelvo a conectar totalmente con ese mundo. Es increíble porque ya llevo 20 años en mi nueva vida y sin embargo siento que en esta nueva vida soy un adaptado. No es que no sea una vida real, es que mi verdadero yo es aquel”. De hecho, para el videoclip de Ayer noche, uno de los temas principales de su nuevo disco, Corazón y flecha (Universal), ha regresado a la barriada donde creció. Y aunque esté orgulloso de su pasado, también está contento de que las cosas hayan cambiado mucho desde su infancia. “Para el que no lo haya vivido, es difícil entender esa sensación de ir con la derrota antes de tiempo a cualquier sitio. Era como que muchas cosas no eran para nosotros. En su día, por ejemplo, pensé en ir al instituto, pero luego me decía: ‘No, es muy difícil’. Y acepté que así era la cosa. Eso ha cambiado: mi sobrina está estudiando en la universidad. Hay otros tantos niños que directamente quieren hacer el trabajo de sus abuelos, de sus padres. Y, oye, sin problema, pero que tengan la posibilidad y la certeza de que, si quieren, pueden hacer otra cosa. Yo soy la prueba de que se puede”.
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