El futuro de la corona británica en las manos de Camilla y Kate
La reina consorte y la princesa de Gales son dos figuras que, con inteligencia y sutileza, han impuesto su estilo y conquistado corazones hasta volverse fundamentales para la supervivencia de la monarquía británica. Ellas son la clave del futuro.
Esta es la historia de dos reinas. Una presente. La otra futura. Dos mujeres de su tiempo obligadas a adaptarse a ritos y convencionalismos de otros siglos. Capaces, sin embargo —no a codazos, sino con exquisita inteligencia y sutileza—, de imponer su estilo hasta volverse fundamentales para la supervivencia de la monarquía británica. Su título oficial es —y será— el de reina consorte, que según el diccionario de la RAE es “la persona que recibe el título o condición por razón de matrimonio con la persona que los posee por derecho propio”. Hay otra acepción, ya en desuso, pero que se ajusta mucho más al papel de Camila Parker Bowles (Londres, 75 años) y Kate Middleton (Reading, 40 años), las respectivas esposas de Carlos III y de su hijo Guillermo de Inglaterra: “Persona que comparte con otra u otras una misma suerte”.
Las dos mujeres han modelado, respectivamente, el destino del nuevo rey y el de su heredero. En el caso de la reina consorte, Camila, la afirmación resulta una obviedad. La historia de Carlos de Inglaterra es la historia de un amor sostenido contra viento y marea, que hizo imposible su matrimonio con Diana Spencer y que a punto estuvo de dar al traste con la Casa de los Windsor, pero que ayudó al nuevo rey a encontrar su propio centro de gravedad.
“No fue fácil. Fui escrutada durante tanto tiempo que tuve que encontrar una manera de vivir con ello. Nadie disfruta al sentirse observado durante tanto tiempo, y criticado”, confesaba la entonces duquesa de Cornualles al periodista Giles Hattersley en el reportaje-entrevista de la edición británica de la revista Vogue de su número de julio, dedicado a celebrar el 75º cumpleaños de Camila. “Pero creo que, al final, logré superarlo y salir adelante. Debes seguir viviendo tu vida”. Resumía así la receta para lograr una tranquilidad espiritual que, en sus circunstancias, se mostró siempre esquiva.
Hubo un momento, durante los días de locura que ha supuesto el fallecimiento de Isabel II y la ascensión al trono de Carlos III, en el que pudo observarse el triunfo sobre la adversidad de la nueva reina consorte. Regresados de Balmoral, en las Tierras Altas de Escocia, donde habían acudido a decir su último adiós a la monarca, Carlos y Camila entraron por primera vez en su nueva residencia, el palacio de Buckingham. Miles de personas se habían concentrado ante la verja, en una mezcla de duelo por la reina, curiosidad y deseo de estar lo más cerca de la Historia, con mayúsculas. El nuevo rey ordenó parar el Rolls-Royce que los transportaba y salió a estrechar manos y darse un baño de multitudes. Si en su caso fue una estrategia de imagen, con la idea de transmitir mayores dosis de cercanía en el tiempo que se inauguraba, para Camila fue un salto al vacío ensayado durante décadas, para el que había tejido pacientemente una red que la amortiguara. Resultado: ni un abucheo. La reina recibió las mismas muestras de cariño que Carlos III.
“Cuento con la ayuda amorosa de mi querida esposa”, decía el rey en su primer discurso televisado a la nación británica. “Y en reconocimiento a su leal servicio público, desde que nos casamos hace 17 años, se convertirá ahora en mi reina consorte. Sé que aportará a las exigencias que supone su nuevo papel la firme devoción al sentido del deber en la que yo tanto me he apoyado”, afirmaba Carlos. Un reconocimiento expreso a quien, más que nadie, le ha ayudado durante estos años a dominar una imagen de templanza y de paz consigo mismo, fundamentales para el momento que llevaba esperando toda una vida. Atrás quedó la descabellada idea, sugerida por el propio Carlos, de que su esposa fuera solo “princesa consorte”, en contra de una tradición histórica, en un afán por hacerse perdonar los años de adulterio y escándalo.
Desde aquel momento, en enero de 1999, en que Camila y Carlos aparecieron juntos por primera vez, en un evento celebrado en el Hotel Ritz de Londres, todo ha sido un largo proceso de desmontaje de una imagen cruel e injusta y de exposición ante el público de una mujer cálida e inteligente. A los seis años de aquel primer salto celebraron su matrimonio, en una discreta ceremonia civil, casi una década después de la trágica muerte de Diana Spencer en París.
Camila ha reconquistado muchos corazones y ha logrado seducir a otros tantos. No hay nada más eficaz que ser amable y atenta. Ella comenzó por serlo con los periodistas y fotógrafos condenados durante todos estos años a ser su sombra. Fue este grupo, finalmente, el responsable de transmitir la idea de que la malvada del cuento era en realidad una mujer amable, simpática y cercana.
Hubo algo más. Del mismo modo que Carlos III hizo suyas algunas causas, polémicas en un principio, pero que demostraron ser acertadas —la lucha contra el cambio climático o contra el deterioro de los centros urbanos—, la reina consorte eligió, sin abrazos públicos ni exhibicionismos ajenos a su personalidad, uno de los asuntos en los que el Reino Unido tiene aún mucha tarea por delante: la violencia contra las mujeres. “Muchos de vosotros ni habíais nacido”, contaba Camila a la revista People durante la conmemoración del 50º aniversario de la organización Refuge (refugio) de ayuda a las mujeres maltratadas. “Los que éramos conscientes de nuestro alrededor en aquellos días lejanos recordamos lo diferente que era la vida para las mujeres, sobre todo para las que vivían situaciones de abuso”, recordaba.
Camila encuentra refugio en el campo y los libros. “Siempre he creído firmemente en la necesidad de trasladar el amor a la lectura a las siguientes generaciones”, decía en una de las múltiples campañas a tal efecto en las que ha participado durante estos años. Ese aire intelectual que comparte la pareja ha sido siempre un obstáculo, al establecer una cierta frialdad entre ellos y una determinada parte de la ciudadanía británica.
En este tiempo de transición, cuando muchos británicos comienzan a anhelar ya la serenidad y firmeza de Isabel II, es muy probable que su nuevo rey la proporcione, gracias a la complicidad imprescindible de una compañera de viaje cuya propia odisea le preparó, tanto o más que él, para tan descomunal cambio.
Catalina, la que espera
La actual princesa de Gales comenzó estudios de Psicología antes de graduarse en Historia del Arte en la universidad de St. Andrews, donde coincidió con su futuro esposo. Trabajó en la empresa de su familia, que suministra material para la celebración de fiestas y eventos y más tarde ejerció como gestora de compras de accesorios en la firma británica de moda Jigsaw. El noviazgo real cambiaría su vida, que desde entonces transcurre bajo la constante supervisión del ojo público. Uno de los momentos que marcó un cambio en las percepciones para Catalina de Gales fue el 17 de abril de 2021. Apareció entonces en el funeral de su abuelo político, Felipe de Edimburgo, con un elegante abrigo-vestido y un tocado negros de Roland Mouret, la gargantilla de perlas y diamantes de cuatro vueltas que la reina ya prestó a Lady Di en su primer acto oficial y un eyeliner impecable que, con ayuda de la mascarilla, hizo que sus ojos verdes fueran los más perseguidos por los fotógrafos. Su beso en la mejilla a Carlos de Inglaterra mientras le arropaba con la mano en el hombro, pero, sobre todo, su discreto modo de juntar a los enfrentados hermanos, Guillermo y Enrique, a la salida de la capilla de San Jorge, elevó definitivamente a los altares de la opinión pública a Kate Middleton. “Kate ha entendido, como entendió el duque de Edimburgo antes que ella, que ser un consorte en la familia real británica es un camino largo y duro, pero que, si lo haces lentamente, paso a paso, y muestras calma y cordura, puedes acabar siendo la roca sobre la que se sostenga con firmeza una gran institución”, escribía en el Daily Mail la columnista social Sarah Vine.
No lo tuvo fácil tampoco Catalina Middleton. La crueldad y el rancio tradicionalismo empleados en muchas ocasiones por los tabloides británicos, que viven de las andanzas de la familia real y se comportan en ocasiones como auténticos cortesanos, se cebaron con la joven. Se reían de ella y la presentaban como una advenediza que esperaba con desesperación a que su novio, Guillermo de Inglaterra, le pidiera finalmente matrimonio. Waity Katy (Katy, la que espera), la bautizaron. O las wisteria sisters (las hermanas glicinia), para comparar a las dos hermanas, Catalina y Pippa, con esa flor, “muy decorativa, intensamente fragante y con una habilidad feroz para trepar”, según el diccionario. Dos arribistas de un entorno de clase media, pequeñoburgués y de nuevos ricos —todas esas nociones sobrevolaron en la ingente cantidad de noticias escritas en los tabloides sobre las hermanas—.
Habrá sido su personalidad natural o una estrategia calculada, pero Catalina no ha dejado de acertar desde que se casó con el segundo en la línea de sucesión al trono, Guillermo de Inglaterra, un 29 de abril de hace ahora 10 años.
Y su capacidad de seducción puede abarcar varios frentes. Desde el conservadurismo familiar de muchos británicos hasta la modernidad —a pequeñas dosis, sin excesos— de una nueva clase media, urbana y joven. Ha desplegado una imagen de maternidad dedicada —la pareja tiene tres hijos: Jorge, Carlota y Luis—, un incondicional apoyo a su esposo, devoción hacia Isabel II hasta el final y la pulcra corrección de su presencia en los actos públicos. Los atributos necesarios, según el sector más tradicional de la sociedad, de una futura reina. Por eso también ha recibido críticas. La escritora Hilary Mantel, considerada un tesoro nacional por su trilogía sobre los Tudor, ha mantenido respecto a Catalina una visión más distante y escéptica. Frente a Lady Di, quien “mostraba en cada gesto su torpeza humana y su incontinencia emocional”, la nueva princesa de Gales habría parecido siempre, según la autora, un “objeto de precisión” destinado a convertirse a ojos de la prensa, en cuanto diera a luz al primer bebé, en una “madre radiante”.
Mantel acertó en el diagnóstico, pero erró en el pronóstico. El interés mostrado por Catalina de Gales durante estos años en los problemas asociados con la maternidad, los embarazos difíciles, la importancia de los primeros años de educación de los niños o la sensación de culpa que arrastran algunas mujeres ha tocado la fibra de muchos británicos. Cuando confesó a la escritora Giovanna Fletcher que se sintió “ligeramente aterrorizada” al presentar en 2013 a los medios al recién nacido príncipe Jorge, desde las escaleras del hospital —una tradición que solo Meghan Markle decidió romper—, Catalina hizo suya la leyenda con la que dirigió su vida la difunta Isabel II: las obligaciones, siempre antes que las necesidades, “porque era realmente importante ser capaz de compartir con la ciudadanía la alegría de ese momento”, explicaba.
Habitual del supermercado Waitrose —el favorito de la clase media urbanita con aspiraciones de dieta saludable—, fotógrafa aficionada que ha descubierto el truco de sortear a los paparazis al ser ella la propia autora de las codiciadas fotos de sus hijos, Catalina será la primera reina de Inglaterra con título universitario. Ha sabido ser todo este tiempo el puente de conciliación ente Guillermo de Inglaterra, hoy príncipe de Gales, cuyo carácter temperamental ha ayudado a modular en muchas ocasiones, y un mundo exterior que exige nada menos que la perfección de la realeza.
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