Valencia, Nevada y la adoración del fuego
Stuart Mangrum es uno de los responsables del Burning Man, el salvaje festival del desierto estadounidense de Black Rock, y su empeño es hermanarlo con las Fallas. ¡Ardan las fronteras entre el espíritu ‘neohippy’ y ‘Paquito el Chocolatero!’
Horas antes de coger su vuelo de vuelta a Estados Unidos, Stuart Mangrum (California, 62 años) disfrutó de una velada entre pasodobles, falleras y una barbacoa a la valenciana. “Creo que la llaman torrà”, indica por videollamada, riendo al mencionar el plato con su acento de San Francisco. También se disculpa por la resaca emocional que sufre, una vez ha llegado a casa, tras vivir las fiestas que Valencia celebra en honor a su Virgen de los Desamparados. Mangrum las conoce bien, esta es la cuarta vez que se apunta a las Fallas; lleva visitándolas desde que supo hace unos 15 años que al este de España eran dados a prenderle fuego a monumentos recién construidos, como una manera de darle la bienvenida a la primavera, cosa que al californiano no le chirrió en absoluto. Con la despedida del verano, cada septiembre él ve algo parecido al acabar el festival Burning Man en el desierto de Nevada, del que fue director de comunicación y ahora es uno de sus principales responsables.
La intención de Mangrum en los últimos años, cuenta, es que Valencia sea la hermana de tal evento. A ser posible, una hermana melliza con la que haya confianza, de modo que artistas falleros y los llamados burners puedan colaborar entre ellos. El primer paso se dio hace menos de una década. Al desierto llegaron unas marionetas gigantescas de la compañía alicantina Carros de Foc, aparte de una escultura cúbica con más de 25.000 piezas de cartón a cargo del escultor David Moreno y el arquitecto Miguel Arraiz, quien anda con otra obra para el próximo Burning Man.
Arraiz fue el que invitó al californiano a las Fallas de este año: con motivo de que Valencia es la Capital Mundial del Diseño 2022, le pidió dar una charla en el Centre del Carme.
“Fui principalmente por la conferencia”, dice Mangrum, “pero no podía darla y luego volverme a casa sin quedarme un rato en la ciudad”. El rato se alargó una semana. “Tenía que amortizar los vuelos”, bromea. En la charla habló de lo mucho que en 30 años ha cambiado Black Rock City, el municipio efímero construido para albergar el Burning: “Escogimos el desierto porque no había autoridades, la ciudad más cerca estaba a 200 kilómetros y la policía ni siquiera sabía que existíamos. Podíamos actuar de una forma un poco más irresponsable según el ethos que nos unía, bastante anarquista”. El problema vino cuando el aforo se desmadró en 1996, hubo accidentes de tráfico y la primera víctima mortal. “Nos dimos cuenta de que, si queríamos continuar con esto, teníamos que ser nuestra propia autoridad, lo cual lo cambió todo”, recuerda.
Prohibieron los coches y se inició un plan urbanístico, transformando los amplios espacios para hacer hogueras y locuras en zonas densas, peatonales y más propicias a las relaciones entre burners desconocidos. Así montaron una comunidad que, con 80.000 asistentes cada año, por unos días representa la tercera área metropolitana más grande de Nevada, por detrás de Las Vegas y Reno. “Es casi como Toledo”, concreta.
Él se encarga de difundir los valores de esa urbe a la que no quiere que se considere un festival de niños ricos, si bien las entradas rozan los 600 dólares. Aunque suene a eso, Burning Man no se le parece al Coachella. Su análogo sería más bien el Trips Festival de 1966, en el que los hippies de San Francisco se reunieron con ánimo de elevar la vida mundana a un acontecimiento teatral y sagrado.
En Black Rock City, los baños portátiles de hace unas ediciones amanecieron con unos letreros en la puerta que explican la filosofía del complejo. “Revise aquí sus inhibiciones, miedos, preocupaciones o prejuicios. Esto es un templo de la expiación”. Mangrum ríe: “Grandes proyectos de arte tan pequeños como ese hay miles allá donde ha llegado nuestro ethos”. El espíritu del Burning, sea el que sea, se vive y se celebra hoy en Nueva Zelanda, Japón, Sudáfrica, Argentina, Israel y cada vez más en las calles de Valencia, allá donde se reúnen en las noches de marzo muñecos de madera y corcho, Paquito el Chocolatero y falleras risueñas, todos juntos alrededor de una gran torrà.
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