San Sebastián, una ciudad de cine
El Festival, creado hace siete décadas por un grupo de comerciantes donostiarras, se sigue llenando de estrellas... aunque cada vez se dejan ver menos
La relación intrínseca entre el Festival de San Sebastián —Festival Internacional de Cine de San Sebastián, Nazioarteko Zinemaldia, el Festi o el Zinemaldi como apelaciones sentimentales, o la marca SSIFF (San Sebastián International Film Festival), de vocación cosmopolita y marketinera…, que cada cual elija lo que más le guste— con la ciudad que lo acoge cada septiembre tiene su origen en una ocurrencia genial: la de una cuadrilla de comerciantes y hosteleros donostiarras que, allá por el arranque de los cincuenta, decidieron que el veraneo en la Perla del Cantábrico no tenía que acabarse el 31 de agosto sino el 30 de septiembre. O sea, que había que ganarle un mesecito a la caja registradora. Los veranos de San Sebastián ya estaban petados de por sí: turistas madrileños con posibles atestaban los hoteles María Cristina, Continental, y de Londres e Inglaterra, los cafés Kutz, Maiz y Royalty, el tiro de pichón de Gudamendi, las carreras de caballos de Lasarte, la sala de fiestas La Perla y los restaurantes. Franco veraneaba entre el palacio de Ayete y el yate Azor (“de Ayete al yate y del yate a Ayete” era entonces un popular dicho donostiarra) y su egregia esposa, Carmen Polo, alias La Collares, recorría gustosa las joyerías de la avenida de España (hoy de la Libertad) llevándose carísimas chucherías por la jeró, sostiene la leyenda.
Pero todo era poco, había que estirar el chicle, y se estiró. Claro, había un problema. Un festival de cine se hace con películas. Y las películas cuentan cosas. Y según qué cosas no se podían contar en España en 1953. Bastantes cosas. Así que Franco y sus chicos, que primero habían visto la iniciativa con reticencias y después como una buena operación de imagen ante el exterior en tiempos de autarquía, dieron el “sí”, subvenciones mediante, pero se aseguraron la pureza de los contenidos, censura mediante. Todo en su sitio.
Y el festival atravesó épocas buenas y hasta doradas y épocas malas y hasta desastrosas. La Asociación Internacional de Productores fue concediéndole y arrebatándole sucesivamente la ansiada categoría ‘A’ a una cita que alternaba preocupantemente las estrellas internacionales y los estrenos de postín con los invitados florero y los juegos florales de toda índole (cenas, saraos flamencos, fiestorros nocturnos, toros…) en detrimento del cine. Hubo un momento en que el festival se parecía poco a un festival de cine y estuvo a punto de marcharse a Palma de Mallorca, pero la cosa no pasó a mayores y se quedó en Donosti.
Un festival para el público
“El festival tiene una relación con la ciudad a dos niveles, uno emocional y otro económico”, explica José Luis Rebordinos, director desde 2011. “El ciudadano donostiarra considera que el festival es suyo y lo siente como tal. En los peores momentos, quien lo ha mantenido vivo ha sido la ciudad. Además, este es un festival para el público, a diferencia de Cannes que es solo para profesionales. Hace dos años hubo 178.000 espectadores en una ciudad de 186.000 habitantes, y si hubiera más salas, meteríamos más gente. Y luego está la parte económica. El año pasado, en plena pandemia y con un aforo al 40%, muchos hosteleros nos dijeron que el festival les había salvado la temporada de verano…”.
La visita en 1958 de un tal Kirk Douglas para promocionar la película Los vikingos fue el espaldarazo definitivo. Máxime cuando aquel mismo año pisaron las calles de la Parte Vieja monstruos como King Vidor y Anthony Mann, el Tarzán Lex Barker aportó el glamur ansiado y Alfred Hitchcock presentó Vértigo en San Sebastián tras aplazar para ello el rodaje de su siguiente filme, Con la muerte en los talones. Hitch se quedó embelesado con la ciudad en general y con el convento de San Telmo en particular (las fotos del cineasta posando junto a las monjitas, con un guardia urbano o dentro del escaparate de una tienda son impagables), y llegó a decir la célebre frase, por desgracia nunca llevada a buen puerto: “Esta ciudad sería el decorado perfecto para una película mía”. Sí que lo haría muchos años después Woody Allen, quien, tras visitar el festival varias veces (y los sucesivos tres estrellas Michelin de la ciudad), rodó en Donosti la que hasta hoy es su última película, Rifkin’s Festival.
La década de los sesenta y el arranque de los setenta supusieron la consolidación y sobre todo la de un interminable desfile de astros del cine mundial. Por los salones del María Cristina transitaron Audrey Hepburn, Deborah Kerr, Fritz Lang, Sam Peckinpah (que estrenó en San Sebastián La balada de Cable Hogue) y hasta un jovencísimo Francis Ford Coppola, que en 1969 ganó la Concha de Oro con The Rain People. Por los bares de lo viejo podía verse a Sylva Koscina, a Sophia Loren, a Eva Marie Saint, a Lola Flores y a Curd Jürgens (que acabaría desertando del festival para escaparse a los sanfermines ante el cabreo de los organizadores), los fotógrafos donostiarras la gozaban en El Chofre —la plaza de toros donostiarra hoy desaparecida— inmortalizando al actor italiano Alberto Sordi haciendo sus pinitos taurinos junto a todo un Antonio Ordóñez…, y en 1973 llegó el ciclón Elizabeth Taylor.
La visita de la rutilante Cleopatra vino a cambiar la relación entre esta ciudad y su festival. La diva, que era la invitada especial de aquel año y además venía a presentar la mediocre película Night Watch, se alojó en la Suite Real del hotel María Cristina. Sus maletas se habían perdido en el aeropuerto y hubo que localizarlas a la carrera. Según todos los indicios, la tarde previa a acudir a la sesión de gala en el teatro Victoria Eugenia, la actriz dio buena cuenta del minibar y, en condiciones digamos “relativas”, exigió un coche para recorrer los 50 metros que separaban la puerta del hotel de la del teatro. Llegó con más de una hora de retraso y fue recibida con abucheos y pitos por una multitud que la esperaba casi en trance en la alfombra roja. Pero cuando subió al escenario, vestida con un precioso sari verdoso, y pidió perdón, San Sebastián se rindió a sus pies. Cosas de la mitomanía.
Spielberg, ese desconocido
Dos años después, los donostiarras y los visitantes vivieron un festival absolutamente enrarecido. Solo tres días después de la clausura, con el triunfo de José Luis Borau y su película Furtivos, y de que un desconocido —e ignorado— Steven Spielberg estrenara Tiburón en San Sebastián con 28 años (el periodista aún recuerda el impacto de verla por primera vez con 12 años en el teatro Astoria), el Gobierno de Franco daba luz verde al fusilamiento de cinco condenados a muerte ante el estupor y la indignación internacionales. Trece países habían retirado a sus embajadores de España. La censura franquista seguía en activo. Dos meses después, el dictador moría en su cama del Hospital de La Paz de Madrid.
Los años posteriores fueron los más complicados en la historia del festival, y también en la relación con su ciudad. La Transición en Euskadi se tiñó de atentados de ETA y protestas abertzales en las calles, más algunas incursiones de la ultraderecha. La entrada y la salida de las sesiones de gala en el Victoria Eugenia se convertían noche sí y noche también en batallas campales donde se mezclaban los esmóquines, los trajes de noche, las camisas de cuadros, las porras de los grises y las pelotas de goma. Los supuestos proletarios e independentistas que defendían Euskadi cargaban contra los supuestos burgueses y españolistas que querían robarles, y los grises cargaban contra todos, mientras Escola y María Jesús, las floristas que plantaban claveles en las solapas de los invitados, salían en volandas… El Festival de Cine ardía por los cuatro costados.
Pero eso no impidió que en 1977 los donostiarras asistieran embelesados al estreno mundial de La guerra de las galaxias, con Harrison Ford, Carrie Fisher, R2-D2, C-3PO, Yoda y Chewbacca desfilando por las calles de Donosti. O que el festival rindiera a Luis Buñuel el homenaje que tanto y durante tantos años mereció. O que Bertolucci, uno de los más fieles amigos de este festival (lo visitó como 10 veces), presentara su monumental Novecento. O que se eliminara la obligación de la etiqueta para las sesiones de gala, decisión esta mucho más trascendental en el plano sociológico de lo que pueda parecer en una ciudad de extremos como es Donostia, capaz de lo más fino y de lo más bestia.
Y luego vino la belleza galáctica Sigourney Weaver con su Alien, y luego vinieron las chicas Almodóvar, y Travolta paseando tan tranquilo por La Concha defendiendo Staying Alive y Polanski fotografiando a los fotógrafos antes de presentar Frenético, y Robert Mitchum atiborrándose a orujos en Casa Cámara de Pasajes antes de recoger su Premio Donostia, y los organizadores del festival volviéndose locos para que no coincidieran en ningún restaurante ni en ningún acto Lana Turner y Mickey Rooney. La que había sido uno de los mitos sensuales del Hollywood dorado quería abofetear al cómico porque este había escrito en sus memorias que ambos habían tenido un hijo secreto, lo que indignó a la actriz. Recuerdo a Mickey Rooney, por cierto, en la suite del María Cristina llegándome a un poco más arriba que el ombligo y estrujándome la mano como si fuera de hormigón (la suya), y preguntándome en la entrevista: “¡Eh!, cuénteme, en confianza, señor periodista, usted seguro que lo sabe, ¿Lana pregunta por mí?”. Y uno recuerda la serenidad de Kieslowski en la entrevista celebrada en el balcón (“solo quiero retirarme a una casa en el bosque y fumar y ver películas”). Y la simpatía de Tarantino y de Michael Douglas y de Anjelica Huston, quien, cuando le preguntaron qué era lo que más le había gustado del festival, contestó: “Las cocochas y la bodega del restaurante Rekondo”. Y la amabilidad de Antonio Banderas y la bordería en estado puro de su esposa, Melanie Griffith, que no paró de hacerse las uñas durante la entrevista. Y la discreción de fieras cinematográficas como Robert De Niro y Al Pacino. Y la excentricidad vestimentaria de uno de los más grandes embajadores de la historia del certamen, el artista estadounidense Julian Schnabel, entonces casado con la modelo donostiarra Olatz López Garmendia. Y la simpatía ilimitada de una Emma Thompson que por la mañana te concedía una entrevista desternillante y por la noche te guiñaba el ojo de lejos en una fiesta en el palacio de Miramar tras el estreno de Carrington (“¿de verdad me está guiñando el ojo Emma Thompson?”). Y la mala hostia de Oliver Stone: hora y media de retraso en la entrevista. Se le había hecho tarde delante de varias botellas de rioja y el periodista se largó. Cosas de la antimitomanía. Y vinieron las inolvidables noches del Velódromo de Anoeta y sus 5.000 espectadores y su pantalla de 400 metros cuadrados (Lawrence de Arabia, Salvador, Perdita Durango, Braveheart...).
Bette Davis, una diosa en Donosti
Y en 1989 vino Dios. Diosa. Bette Davis devorada por el cáncer, fumando en boquilla, embutida en un vestido negro y una pamela negra, posando con descaro a sus 81 años, hablando de su legendaria carrera, despidiendo con cajas destempladas a la maquilladora que le había puesto el festival y exigiendo que viniera una desde París para desesperación del director, Diego Galán. Al final se recluyó en su suite 415 y ya no se la vio más. A los pocos días viajó a París en un avión medicalizado. Murió dos semanas después de decir “adiós, Donosti”.
Aunque como dice la canción de Los Secretos: “Pero ahora todo eso pasó”. Y hace años ya que el festival, que fue el último resistente en un modelo de cercanía donde el pueblo y las estrellas se cruzaban (por ejemplo, en el bar Txepetxa comiendo anchoas, o en Aldanondo cenando un chuletón o chez Juan Mari Arzak), es otro. Las celebrities no salen de sus suites y de los restaurantes de lujo. Van rodeadas de guardaespaldas. No se las ve o se las ve con catalejos. Vienen blindadas por sabrosos contratos. Son otros tiempos, como reconoce Rebordinos: “Pese a todo, en San Sebastián todavía queda algo de eso. De repente dos invitados deciden irse a dar una vuelta por la Parte Vieja. Pero claro, van con seguridad. Antes iban tal cual, solos. Esta sociedad se ha vuelto muy agresiva, con las redes sociales, los móviles… Así que los famosos se protegen mucho, y claro, es una pena”.
El mundo ha cambiado, el cine ha cambiado, los festivales han cambiado. Este también. Las pelis siguen ahí. Las estrellas siguen ahí. Los cazadores de autógrafos siguen ahí, la alfombra roja (desde 1999 en el Kursaal) sigue ahí. Todo es lo mismo. Pero nada es igual.
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