La ley de Lynch
Si nunca te han linchado en las redes, es que no eres nadie. Acumulo un largo historial, así que no puedo quejarme
Seamos serios: si nunca te han linchado en las redes sociales, no eres nadie. Gracias a Dios, yo acumulo un dilatado historial de linchamientos, así que no puedo quejarme. Es verdad que no tengo ninguna cuenta en ninguna red social; también, que no me asomo a ellas si no es por riguroso interés antropológico, y que nunca lo hago desprovisto de casco de combate, lanzallamas y mono ignífugo. Pero a veces la tormenta digital arrecia de tal forma que, igual que un diluvio, acaba inundando tu casa.
Cuando eso ocurre, no hay duda: te están linchando. Se trata de una experiencia tan gratificante que el Estado del bienestar debería garantizárnosla a todos. Apenas se desata la cacería —idealmente instigada por un bulo incendiario—, reprimiendo la envidia los amigos te felicitan con efusividad, tu madre, que se ha enterado de la buena nueva por el párroco, te telefonea para proclamar entre pucheros lo orgullosa que se siente de ti, tu mujer y tus hijos te abrazan llorando de felicidad, igual que si acabara de tocarte la Bonoloto, tus vecinos acuden en tropel a darte la enhorabuena y te rocían con champán La Gran Paella, al final los despides expresándoles tu gratitud con un breve y emotivo discurso. Luego, pasado subidón inicial, ya puedes relajarte y disfrutar a solas de la carnicería, llevada a cabo de manera indefectible por personas de gran categoría moral e intelectual, a menudo valerosamente escudadas en el anonimato. Ahí es cuando llega lo bueno de verdad. Si te llaman fascista, tranquilo: ya nadie sabe lo que significa esa palabra. La cosa sólo empieza a ponerse interesante cuando te tildan de escoria, rata de alcantarilla, basura humana o mierda pinchada en un palo, cuando te tratan de genocida y criminal de guerra, cuando te equiparan a Radovan Karadzic o Millán-Astray. Como es normal, todo linchamiento conoce momentos de alivio. En el último que tuve el honor de recibir, durante el cual me colmaron con los improperios que acabo de anotar (y muchos más), un buen hombre me llamó ignorante en un tuit, lo que en aquel contexto me pareció un elogio; por desgracia, el tuitero había logrado la hazaña de cometer cinco faltas de ortografía en los 200 caracteres de su texto. Pero basta ya de bromas, que nadie es de hierro: lo normal, cuando te linchan, es sufrir. Y mucho. Mi peor momento lo pasé hace poco, cuando un prócer del teatro patrio, mimetizado entre el mugiente rebaño digital, me acusó de teñirme el pelo. Aún no me he recuperado de la puñalada: aún oigo revolverse en su tumba a mi padre, muerto a los 77 años sin una miserable cana en la cabeza, riéndose a mandíbula batiente de la inverosímil tara capilar que me legó… En resumen, un linchamiento es una experiencia tan enriquecedora como la mejor literatura, y, como la mejor literatura, puede ser una herramienta insustituible de autoconocimiento. Yo, sin ir más lejos, sé desde niño que soy una catástrofe dando bofetadas, pero, gracias a las redes sociales, he descubierto que recibiéndolas soy un crack: el Rafa Nadal de las bofetadas. Modestia aparte.
En uno de los mejores ensayos que he leído en los últimos años, La era del capitalismo de la vigilancia, Shoshana Zuboff define ese tipo de capitalismo —que es el que a su vez define nuestro tiempo— como una “expropiación de derechos humanos cruciales que perfectamente puede considerarse como un golpe desde arriba: un derrocamiento de la soberanía del pueblo”. Las redes sociales forman parte esencial de ese nuevo capitalismo. Los estudiosos no paran de explicarnos que, tal y como funcionan ahora mismo, las redes constituyen, aparte del mayor negocio de la historia —dominado por un puñado de oligarcas sin control—, un instrumento eficacísimo del odio, la mentira, la discordia social y la polarización política, que ya ha sido capaz de desestabilizar las democracias más sólidas del mundo. Dicho esto, es natural que Zuboff proponga ilegalizarlas. No para siempre. Sólo hasta que logremos civilizarlas, dotarlas de reglas claras, someterlas a un control democrático. Me parece sensato: o nosotros gobernamos las redes, o las redes nos gobernarán a nosotros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.