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Leche, pan y medio kilo de amor, por favor

Sin darnos cuenta, hemos sometido las relaciones a la lógica capitalista. ¿Cuántas pandemias hacen falta para entender lo necesarios que son los abrazos?

EPS 2324 PLACERES CARPE DIEM
ALEJANDRO LLAMAS (EPS)

Si no vas a hablar, no des al like”, reza el perfil en Tinder de Jorge, de 33 años, que posa sonriente delante del Coliseo romano. “Busco alguien que me dé pasión a diario”, afirma Ana María, de 41, en el programa First Dates de Cuatro. Hemos normalizado que a las relaciones sexoafectivas se vaya exigiendo. Que de primeras, la gente pida unas características y rechace otras. Vamos a por el amor como si fuéramos de rebajas: buscando unas prestaciones al mínimo coste.

Quienes tenemos Tinder sabemos (¿o no?) que nos prestamos a ser un cromo a cambio de coleccionar otros tantos. Sin darnos cuenta (¿o sí?), hemos sometido los afectos hasta el absurdo a la imperante lógica capitalista. Nos convertimos a nosotros mismos en objetos a cambio de objetualizar a los demás.

Ya lo predijo el sociólogo Zygmunt Bauman cuando hablaba de “amor líquido” (Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos; 2003): las relaciones interpersonales se caracterizan, cada vez en mayor medida, por la “falta de solidez, calidez y por una tendencia a ser más fugaces y superficiales”. Buscamos en el trato con nuestros semejantes algo propio del consumismo: utilidad e inmediatez.

Esto —no estoy dando ninguna exclusiva— promueve la superficialidad y la frustración: el objeto no nos satisface del todo, nos aburre o tiene unas contraprestaciones que no estamos dispuestos a asumir. Mercantilizamos a los demás y ponemos condicionantes, antes que darnos al otro y a la experiencia. Nos aburre el concepto tradicional de pareja porque hay que aguantar, hay que sacrificarse y hay que vivir para el otro. Se asemeja a una carga hipotecaria. Una inversión demasiado costosa para el beneficio que se puede obtener (¡y encima nadie nos lo asegura!).

Sucede en el trabajo, en nuestra proyección digital y en nuestra interacción con el mundo: nos autoexplotamos y nos objetualizamos para entrar en el juego de la aceptación. Trabajamos muy duro para que nos asignen un valor y un estatus.

A Bauman se le escapó, eso sí, un pequeño detalle: el género. Seamos o no conscientes, hemos sido socializados conforme al género asignado. Y en esta locura mercantilista se sitúa a las mujeres como la oferta y a los varones como la demanda. Esa separación impregna incluso las relaciones fuera de la heteronormatividad. La seducción se convierte en un juego de compraventa, de exhibición hueca y obsceno alarde de capital.

Muchos de ellos no han sido preparados para vivir para la pareja ni para los cuidados, sino para sí mismos. Si acaso, ejercen de protectores, pero como encarnación del héroe que se impone por la fuerza. Ellas le ven las costuras al mito del amor romántico, con un envoltorio de papel de víctima; eso sí: rosa y con purpurina.

Si la instrucción sexual se da en el porno —esto tampoco es ninguna noticia—, este se basa en una retorcida noción de la humillación femenina. Es muy probable que el aprendizaje emocional sea, por tanto, el continente formal de una relación dispar, violenta y sesgada. El sufrimiento femenino es el pasaporte a la normalización de la desigualdad. Y la frustración que eso genera se suple como todo en la sociedad capitalista: consumiendo lo que sea: ansiolíticos, dietas, terapias, cuerpos…

Bajo falsos mantras de liberación nos deshumanizamos al no preocuparnos por las personas con las que intercambiamos sudores y fluidos. Hemos interiorizado el discurso individualista y neoliberal hasta el punto de evangelizar la promiscuidad, admirándonos de la cantidad de cuerpos que consumimos antes que de la calidad de las relaciones que establecemos con ellos.

Mientras escribo esto, miro a mi perra y ella me mira. Debo aprender algo de la irracionalidad del vínculo y del instinto. Me pregunto si es posible solapar en el tiempo parejas sexuales sin someterlas a la lógica del consumo. Aunque normalicemos que esas personas “no significan nada”, nuestro instinto animal nos enseña que sí, que esa cesión mutua de tiempo, de intimidad, es al cabo un acto de generosidad y de amor.

Me da que este “sistema afectivo” está colapsando. ¿Cuántas pandemias hacen falta para darnos cuenta de lo necesarios que son los abrazos? ¿Por qué nos limitamos a decir que las relaciones son más o menos tóxicas en lugar de construir alianzas igualitarias, proyectos de compasión, admiración y cariño?

Yo me he propuesto cuidar a mis amantes y reclamar el vínculo que merecemos. Mirar como me mira mi perra —aun a riesgo de que salgan corriendo y no paren hasta no comprender el idioma que se habla alrededor—. Dar antes de exponer mi lista de exigencias, preocuparme por los demás y asumir la responsabilidad afectiva.

Estoy convencida de que vamos a valorar y demandar nuevos modelos relacionales, alejados del consumo y cada vez más cerca de la comunicación, la risa y la ternura. Creo que no nos queda otra… Estoy deseando ver generosidad y altruismo en Tinder y en First Dates… ¿Soy demasiado idealista? (Ojalá no).

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