_
_
_
_
_
PALOS DE CIEGO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Contra Bach

Si tienen la inmensa fortuna de no haberlo escuchado nunca en serio, sigan mi consejo y no lo hagan. Puede ser fatal

Ley de Memoria Democrática
Javier Cercas

Recuerdo la primera vez que escuché a Juan Sebastián. Por entonces yo tenía 15 o 16 años, era un energúmeno de una incultura musical escalofriante y aquel día íbamos mis amigotes y yo en el Seat 127 de Robert Soteras, escuchando rock and roll a todo trapo y fumando porros como desesperados. Entonces, no sé por qué, Soteras puso un casete con Los conciertos de Brandeburgo. Fue un shock brutal. Lo primero que pensé fue que aquello era rock and roll, pero a lo bestia, rock and roll elevado a la enésima potencia. Lo segundo que pensé fue que el tipo que había compuesto aquello estaba completamente loco. Lo tercero que pensé fue que aquello lo estaban tocando mañana. Luego me mareé, debí de ponerme pálido, intenté fingir que no pasaba nada y al final traté de convencerme de que lo único que había pasado es que el porro me había sentado mal.

Era falso, por supuesto. Un porro no le sienta mal a nadie: lo peligroso es Juan Sebastián; claro que había pasado algo: había pasado Bach. Desde entonces no ha dejado de pasarme. Quiero decir que, aunque sigo siendo un energúmeno y mi incultura musical sigue siendo aterradora, desde aquella tarde remota no he parado de escuchar a Bach, a veces en dosis casi letales. (En 2015 se celebraba no sé qué aniversario del maestro; yo pasé aquella primavera en Oxford, donde su música sonaba mañana, tarde y noche en todas las iglesias, capillas y salas de conciertos de la ciudad, o esa impresión tuve. Sobreviví de milagro). Lo cierto es que es desaconsejable convertirse en un forofo de Bach. No digo que no sea gratificante; lo es: casi infinitamente. Pero tiene contraindicaciones temibles; sobre todo, dos. La primera es que por momentos el resto de la música clásica, casi el resto de la música, tiende a parecerte una especie de pasta informe. La segunda es que, por muy ateo que seas, escuchando a Juan Sebastián te entran unas ganas irreprimibles de creer en Dios. Hablo en serio. Recuerdo una mañana de hace unos años, en la estación de metro de Sarrià, Barcelona. Era la hora punta, hacía un calor atroz y, para evadirme de aquella lata de sardinas, puse música en mi iphone, con tan mala fortuna que fui a dar con la celebérrima Cantata BWV 147: X. Entonces, apenas empezó a sonar esa música celestial, tuve la certeza absoluta de que iba a abrirse el firmamento, iba a aparecer Dios Nuestro Señor e iba a alzar por los aires aquel vagón abarrotado de pasajeros mientras su divino vozarrón tronaba (bastante cabreado, por cierto): “¿Con que no existo, eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡Se acabó la farsa: todos al paraíso! ¡Tú también, Javierito, no te escondas, repugnante sabandija comecuras! Iba a mandarte de cabeza al infierno de los réprobos, con Walt Disney y Jack el Destripador, pero aquí mi amigo Juan Sebastián ha intercedido por ti (en este punto, Bach aparecía al lado del Redentor, gordo y con su peluca empolvada, junto a sus dos esposas y sus 20 hijos, saludándome con una manita). ¡Has tenido una potra que te cagas!”. Podría relatar numerosas experiencias de semejante cariz, pero bastará con que cite a Emil Cioran, que escribió: “Dios no sabe cuántos creyentes le debe a Bach”. En cuanto al resto de la música clásica, con el tiempo, y si uno se esfuerza mucho, acaba admitiendo que no todo es pasta; yo al menos he aprendido a disfrutar de Mozart, de Händel y de Haydn, incluso de Beethoven, Brahms y alguna cosa más (Chaikovski y Wagner no, por favor, o no sin bufanda). Ese es otro problema de Bach: que te convierte en un maldito intolerante. Por lo demás, me parece imposible no estar de acuerdo con Paul Hindemith, cuando, en un librito magistral titulado Johann Sebastian Bach. Una herencia obligatoria, habla de la “melancolía de la capacidad” que atenazó al músico en su vejez y que, después de una vida asombrosamente fértil, lo redujo casi al silencio, convencido de que ya no era posible “ascender más”, ir más allá de donde había ido. También en esto, Bach llevaba razón.

En suma: si tienen la inmensa fortuna de no haber escuchado nunca en serio a Juan Sebastián, sigan mi consejo y no lo hagan. Puede ser fatal.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_