De Italia a Francia en 30 minutos: conociendo Ventimiglia y Menton gracias a un corto viaje en tren
Itinerario por dos ciudades mediterráneas, en la Riviera Ligure y la Costa Azul, imaginando un mundo carente de barreras y repleto de bellezas
La Europa del siglo XXI debe ser un paradigma de las ventajas de viajar en tren. En el viaje que se propone aquí, podéis coger el tren en varias estaciones mediterráneas, sin importar mucho si uno se encuentra en la Costa Azul (Francia) o en la Riviera Ligure (Italia), porque ambas nos mienten desde las fronteras, inexistentes en nuestro recorrido gracias al Tratado de Schengen y a la magia de imaginar un viejo mundo carente de barreras.
De repente estamos en la localidad de Ventimiglia (Liguria) y el rótulo que da la bienvenida al bajar del vagón es italianísimo. La ciudad tiene mala fama producto de su condición limítrofe (es frontera de Italia y Francia): ideal para intercambios de la peor calaña, entradas ilegales —en un pasado no tan reciente— y el desconocimiento creado por los tópicos. Pero al caminar por ella todo lo peyorativo se desvanece.
Ventimiglia fue municipio gracias a Julio César y, a posteriori, la historia la movió con saña de nación a nación. En el siglo VII sus habitantes abandonaron su asentamiento en el llano, desplazándose hacia un promontorio frente al río Roia, un laberinto forjado a lo largo de los siglos con muchas similitudes con otras urbes de la zona (como San Remo) entre arcos, sorpresas y estrecheces. Quizá su mejor virtud es que no esperamos encontrar nada y, por eso mismo, los descubrimientos se vuelven más fantásticos: desde la tranquilidad de sus habitantes a sus múltiples y variadas bellezas, visitables en medio día si uno se pone las pilas y apuesta por agotarla.
En esa cima la joya de la corona es el dueto compuesto por la catedral del siglo XI dedicada a Santa María Asunta y el particular convento de las canónigas lateranenses, erigido en la segunda mitad del siglo XVII e impresionante tanto por el cromatismo de su cuerpo como por lo juguetón de sus escalinatas. Ambos monumentos son una buena base para ascender sin mucho esfuerzo por Via Garibaldi hasta otra pareja de perlas: el Oratorio dei Neri y el templo de San Miguel Arcángel. El primero es una rareza capaz de hipnotizar al visitante, tanto por su precisión al combinar su arquitectura con los frescos barrocos como por la simplicidad de su espacio. En este último sentido, es afín al segundo, que es austero desde otra perspectiva al ser una iglesia que insinúa un estilo románico en ciernes.
Desde el templo de San Miguel Arcángel se tienen al alcance un sinfín de posibilidades. Se puede descender por la Scala Santa (escalera santa) hasta el núcleo más poblado o la muy recomendable opción de vagar sin mucho rumbo por sus callecitas, cada una con elementos inesperados que dan al conjunto una personalidad contrastada, en especial si se compara con la ciudad moderna, más anodina. En esta población conviven dos épocas esenciales y se muestra orgullosa de figurar en las novelas de Emilio Salgari que, además, es motivo de la estatua en honor a Emilio de Roccanera, amo y señor de Ventimiglia durante el esplendor de los piratas a finales del siglo XVII.
Los restos romanos de Ventimiglia se ubican a más de tres kilómetros del centro. Mientras vamos a su búsqueda, toparemos con San Agustín Nuevo, renacentista, como si de golpe y porrazo nos hubiéramos desplazado a la Toscana en un ambiente mucho más cálido y apacible, con mucho color local y sin apenas turistas. El área arqueológica no tiene los dones de otras itálicas, pero con su teatro romano es ideal para comprender la evolución de Ventimiglia.
Cambio de país
A solo 11 kilómetros de la ciudad italiana está Menton, nuestro siguiente destino, francés desde 1860, cuando el condado de Niza fue cedido por la casa de los Saboya a Luis Napoleón Bonaparte. Al salir de la estación tras un viaje en tren de unos 30 minutos, propia de una localidad de 29.000 habitantes y con una extensión considerable, reconocemos estar en otro Estado. Los visitantes son atraídos por sus fascinantes jardines, como el botánico de Val Rahmeh-Menton o los más extravagantes Biovès, en la Avenue Boyer. Estos últimos tienen su apogeo durante el mes de agosto, cuando se celebra la fiesta del limón, símbolo de la villa que está dotada de un microclima perfecto para este cítrico.
Andar por Menton tampoco es nada complicado ni caótico. De hecho, es aconsejable ir sin ningún tipo de prisa porque con otra media jornada podemos colmarla siempre y cuando no queramos sumergirnos en rutas más temáticas. Entre otras, la del poeta y cineasta Jean Cocteau, omnipresente en estas costas y aquí homenajeado sin tener una fuente como la ilustre veraneante que fue la reina Victoria de Inglaterra, pero sí con su museo en el imponente bastión del siglo XVII y la conservación de sus frescos en la sala de matrimonios del Ayuntamiento.
Una gran virtud de Menton es la diversidad de sus alicientes. Muchos focalizan su visita en las playas de Sablettes, otros van al casino y nosotros nos centraremos en los impactos del mercado municipal de les Halles (que data de 1898), arquetipo de su época al dominar materiales como el hierro y el vidrio en su estructura. Pocos metros después nos reciben los arcos introductorios de la plaza Aux Herbes, vivísima, con buenos restaurantes y sibilina pasarela hacia un tríptico imperdible muy consciente de serlo, quizá porque al verlo nos quedamos embobados y cariacontecidos, pues lo esperamos, aunque sin esa suave contundencia. Por supuesto, advertimos de los peligros de sufrir un síndrome de Stendhal ante esta trilogía compuesta por una escalinata con magníficas vistas que conduce hacia la basílica de San Miguel Arcángel. Fotografiable desde todos sus ángulos, fue proyectada en 1675 por el arquitecto genovés Lorenzo Lavagna y es basílica desde 1999. Su prestigio ha empequeñecido al de su fiel compañera, la capilla de la Inmaculada Concepción, de tamaño desmerecedor de su nombre y situada en una encrucijada de vías, como si se divirtiera, haciéndonos dudar sobre cómo continuar nuestros pasos.
Lo mejor es afrontar el ascenso hacia el cementerio del Castillo Viejo por sus panorámicas y el horror vacui al aire libre de sus tumbas, amontonadas con relativa elegancia ante lo diminuto de este campo santo. Esta cúspide no debe hacernos olvidar más estímulos de Menton, ciudad siamesa de Ventimiglia por su unidad morfológica, similar a muchos enclaves junto a la costa, de Niza a Génova.
Estas similitudes pueden confundirnos en el recuerdo, pero no durante el recorrido. Entre otras cosas, por el tamaño de Menton y su oferta cultural, al alcance de cualquier paseante que fluctúe entre el mar y la montaña. Uno de sus centros más emblemáticos es el Museo de Prehistoria Regional, inaugurado en 1909, de muy hermosa fachada y desde entonces una referencia ineludible de la Rue Lorédan Larchey. Desde esta calle, descenderemos de nuevo hacia la playa, no sin antes cruzar la travesía Saint-Michel, que ejerce de rito de pasaje entre las proximidades del Ayuntamiento y la meca para los bañistas.
Por último, es bien sabido cómo los rusos crearon una potente comunidad a lo largo de la Riviera, más radicada en su lado francés. En Menton su kilómetro cero es la iglesia ortodoxa de la calle Paul Morillot, distante del meollo y aconsejable para remediar el pésimo gusto estético del templo del Sacré Coeur, de 1913, que está al lado de la estación. Este lugar es nuestro indiscutible alfa y omega para orientarnos por una villa hoy en día internacional, sin esa preeminencia británica del Ochocientos, jalonada con avenidas rotuladas en inglés que son un guiño a un pasado nostálgico que no debemos trocar por decadencia del presente.
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