Turín, entre momias y reyes por un centro histórico de película
Los atractivos museos del Cine y Egipcio, los majestuosos palacios declarados patrimonio mundial, cafés con siglos a sus espaldas... Un recorrido por la ciudad italiana a través de su oferta cultural y arquitectónica, sin olvidar su gastronomía
Fue la primera capital de Italia, en 1861, y la ciudad de residencia de la casa de la familia real, los Saboya, que lideraron la reunificación del país con su primer rey, Víctor Manuel II, monarca de Cerdeña hasta esa fecha y considerado por parte de su pueblo el Padre della Patria. Hoy, el turista puede sentirse parte de aquellos tiempos con solo otear cómo Turín descansa a los pies de los Alpes occidentales, recorriendo el cauce del río Po que rodea la ciudad y entrando en aquellas Residencias Reales de Turín y Piamonte para, así, imaginar la forma de vida cortesana que allí tenía lugar.
Declarado patrimonio mundial por la Unesco en 1997, este grupo arquitectónico es de una majestuosidad despampanante. Se encuentra en pleno centro, en la Piazza Castello —proyectada a finales del siglo XVI—, que cuenta como atractivo máximo con el Palacio Real, con su serie de salas decoradas con tapices, jarrones orientales, escaleras de mármol, grandes espejos o lienzos de extraordinarios artistas italianos. La suntuosidad de cada estancia, como la Sala del Trono o la Sala de Baile, dejará boquiabierto al visitante, más si cabe cuando penetre en la asombrosa Armería Real. Hay aquí armaduras ecuestres y armas de fuego y blancas, sobre todo de periodo medieval y posterior; algunas también chinas, alemanas o pertenecientes a la armada napoleónica, además de colecciones numismáticas y un conjunto de caballos de madera recubiertos de piel de caballo auténtica. La colección ―huelga decir que es una de las más grandes del mundo en este ámbito― se inauguró en 1837 por el rey Carlos Alberto de Saboya (primera mitad del siglo XIX) y refleja la afición por la caza de la familia y el contexto guerrero de la época.
Con independencia de que a uno le gusten o no las armas, la visita merece la pena por la relevancia histórica de cada pieza, que tanto dice del momento en que se creó, a lo que se añade la exquisitez artística de muchas de sus empuñaduras o demás elementos, llevados a cabo con una maestría artesana fabulosa. Asimismo, no está de más asomarse a la Biblioteca Real, también fundada por Carlos Alberto, que custodia miles de manuscritos, grabados y dibujos, a destacar algunos de Leonardo da Vinci.
Un ascensor de celuloide
A la salida, y tras dar un paseo por los Jardines Reales, se puede entrar, sin salir de la plaza, a otro edificio imponente: el Palazzo Madama, antiguamente puerta de la ciudad, fortaleza y castillo principesco y, desde 1863, el lugar elegido para reunir parte del patrimonio de Turín y el Piamonte. Por este motivo, recorrerlo es conocer la historia italiana a través de una inmensa cantidad de pinturas, esculturas y artes decorativas, desde la época bizantina hasta el siglo XIX.
A todo ello se añaden otros lugares clave de la plaza, como la iglesia de San Lorenzo, el Teatro Regio, el Palazzo della Giunta Regionale, el Palazzo del Governo, el Archivio di Stato y el Palazzo Chiablese ―lugar de nacimiento de Margarita de Saboya, la primera reina de Italia―, más tres monumentos; como curiosidad, hay que decir que uno de ellos está dedicado a Manuel Filiberto de Saboya-Aosta, que llegó a ser príncipe de Asturias en 1871-1873 por la proclamación de su padre Amadeo como rey de España. Es muy recomendable acudir a la oficina de turismo ubicada en la propia Piazza Castello y comprar una Torino+Piemonte Card, que sale a cuenta al dar acceso a todo este complejo arquitectónico y a decenas de otros museos. Las hay para 48 o 72 horas y tienen, claro está, versión digital. Por otro lado, en la misma plaza (en la esquina de Via Po), se toma el bus turístico City Sightseeing de Turín, que permite subir y bajar en las paradas de cada una de sus rutas durante 24 horas desde el primer uso del billete.
Otra recomendación útil para el viajero es descargarse la aplicación Moovit para moverse con mayor soltura tanto en metro, autobús o tranvía. Así, armado con estos recursos, se hará fácil y grato ir a todas partes, en especial a dos museos absolutamente formidables: el primero, el increíble Museo Nacional del Cine, situado en la Mole Antonelliana (de 1863), el cual constituye el monumento más emblemático de Turín. Se trata de un edificio concebido con una ambientación maravillosa para adentrarte en los orígenes del séptimo arte ―desde las primigenias linternas o teatros de sombras―, en sus elementos técnicos (decorados, efectos de luz, etcétera) o en todas las fases de la realización fílmica, desde el guion hasta que se proyecta la película. Para todo estudioso o aficionado a la historia del cine, este museo es una auténtica joya. Se hace en él una síntesis, por otra parte, de los grandes géneros, y en la sala principal uno puede tumbarse frente a una enorme pantalla que emite icónicas escenas que a todos les serán familiares. Aparte, de camino a los pisos superiores, se sucede toda una serie de carteles que recuerdan algunos de los filmes y los directores más ilustres de la historia.
Y hablando de subir, nada mejor que entrar en el ascensor panorámico, en el interior de la propia Mole Antonelliana, inaugurado en 1961 con motivo del centenario de la unificación de Italia. Una vez en la terraza panorámica, se tiene una vista magnífica de la ciudad y los montes que la circundan.
Hay otro museo que no solo está entre los mejores de su género, sino que es el más antiguo del mundo en su sector: el Museo Egipcio, que se fundó en 1824 en un palacio barroco del centro de Turín. Así lo constatará el visitante en cuanto contemple su descomunal cantidad de estatuas, papiros, sarcófagos y objetos cotidianos que hacen un trayecto por la historia, el arte y la arqueología a través de 4.000 años (tiene unos 30.000). Espectacular por su diseño, contenido y calidad, sus salas muestran un gran enfoque divulgativo, pues sobresale como centro científico, lo que se aprecia en el área de restauración, donde se ve a sus trabajadores preparando o arreglando momias.
Dos cafés centenarios
Entre tanto paseo museístico y palaciego, y dado que este es el país de la pasta y la pizza por excelencia, no costará encontrar un establecimiento donde comer. Aunque tal vez es más original decantarse por tomar algo en uno de los fantásticos cafés históricos que surgieron en la época del Risorgimento, previa a la unificación de Italia. Tales establecimientos fueron muy relevantes para la vida social e intelectual de aquella Turín hasta inicios del siglo XX, como el Caffè Al Bicerin, abierto desde 1763 y donde se inventó el bicerin, consistente en chocolate, café y crema de leche, todo dispuesto en capas diferentes y que se sirve en un vaso pequeño, si bien resulta muy caro. Pero es el precio a pagar por estar en este tipo de lugares tan elegantes, como el Baratti & Milano, de 1858 y muy conocido por su cremino, un bombón de avellana y chocolate.
Con respecto a la gastronomía más local y apetitosa, uniéndose a ello un hospedaje excelente, es ideal optar por lo que ofrece el AC Torino Hotel, bien comunicado con el núcleo de la ciudad, tanto en bus como por medio de la estación de metro Spezia. Este hotel de la cadena Marriott, construido en una antigua fábrica de pasta italiana de 1908 y que cuenta con un centro de bienestar, dispone del precioso y moderno restaurante AC Lounge, que sirve para saborear algunas de las especialidades piamontesas gracias a la maestría del chef Alessandro Levo. Es el caso de la battuta di fassona piemontese, un filete de carne jugosa que se toma cruda, de modo que la calidad de su crianza es fundamental. Levo también borda la giardiniera alla piemontese, con zanahorias, calabacines y pimientos, acompañados de salsa de tomate. Estos dos platos típicos turineses se pueden combinar con un agnolotti del plin al sugo d’arrosto, una pasta fresca que se rellena de ternera, cerdo o conejo. Y, para rematarlo, un postre inmejorable: un pudin de chocolate coronado con amaretti (una galleta de almendra) llamado bonet, parecido al flan de huevo y que data del siglo XIII: del mismo tiempo en que Turín pasó a manos de los Saboya, quienes marcarían el devenir de este territorio del noroeste italiano prácticamente el resto del milenio.
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